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La reina de los caribes. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.

La reina de los caribes - Emilio Salgari


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Yara besándole la mano.

      —Ven, pues. ¡Eres de los nuestros!

      Dejaron rápidamente el torreón y bajaron al corredor. Los marineros, viendo a su capitán, a quien ya creían muerto o prisionero de los españoles, prorrumpieron en un grito inmenso:

      —¡Viva el Corsario Negro!

      —¡A bordo, valientes! —gritó el señor de Ventimiglia—. ¡Voy a dar batalla a las dos fragatas!

      —¡Pronto! ¡En marcha! —ordenó el lugarteniente.

      Cuatro hombres colocaron al Corsario sobre el colchón, y formando en tomo suyo una barrera con sus mosquetes, salieron a la calle, precedidos y seguidos por los demás.

Illustration

      

      7

      El brulote

      Los veinte hombres que habían sido mandados para desembarazar la calle de enemigos habían empeñado la lucha contra los habitantes de la ciudad y contra los soldados que habían buscado refugio en las casas.

      Desde las ventanas partían arcabuzazos en buen número, y eran precipitados a la calle sillas, jarros de flores, muebles y hasta recipientes con agua de más o menos problemática pureza; pero los filibusteros solo estaban atentos a defender la casa de don Pablo.

      Con nutridas y bien dirigidas cargas habían obligado a los habitantes a retirarse de las ventanas, y enviado un destacamento de tiradores con orden de tener despejadas las calles laterales, a fin de impedir una sorpresa. Cuando apareció el Corsario Negro, un buen trozo de la calle había caído en poder de la vanguardia, mientras otros que iban delante continuaban haciendo descargas contra toda ventana que veían iluminada o abierta.

      —¡Adelante otros diez hombres! —ordenó Morgan—. ¡Otros diez a retaguardia, y fuego en toda la línea!

      —¡Cuidado con las calles laterales! —gritó Carmaux, que llevaba el mando de la retaguardia.

      La banda, siempre disparando y gritando para esparcir mayor terror y hacer creer que estaba formada por mayor número, partió a la carrera hacia el puerto. Los habitantes, asustados, habían renunciado a la idea de perseguir a los filibusteros en su retirada; pero de cuando en cuando partían de alguna terraza tiros aislados o muebles que arrojaban a su paso.

      Ya estaba la banda a unos trescientos metros de la bahía, cuando hacia el centro de la ciudad se oyeron algunas descargas. Poco después aparecieron los hombres de la retaguardia, que corrían rasando las paredes de las casas.

      —¿Nos atacan por la espalda? —preguntó el Corsario Negro, a quien llevaban en veloz carrera.

      —¡Los españoles se han reunido y caen sobre nosotros! —gritó Carmaux, que le había alcanzado, seguido de Wan Stiller y Moko.

      —¿Son muchos?

      —Un centenar lo menos.

      En aquel momento se oyeron hacia la bahía algunos cañonazos.

      —¡Bueno! —exclamó Carmaux—. ¡Hasta las fragatas quieren tomar parte en la fiesta!

      El destacamento que Morgan había enviado delante, al oír los disparos de mosquete, se había replegado rápidamente hacia el Corsario Negro, con el fin de protegerle contra el ataque.

      —¡Morgan! —gritó el señor de Ventimiglia viendo a su lugarteniente—, ¿qué ocurre en la bahía?

      —Nada grave, señor —repuso aquél—. Son las fragatas, que disparan contra la playa, creyendo acaso que tratamos de abordarlas.

      —Tenemos la guarnición del fuerte sobre nosotros.

      —Lo sé, señor; pero nos molestará poco. ¡Ohé! ¡Treinta hombres a retaguardia, y replegarse haciendo fuego! ¡Y nosotros, adelante! ¡Paso ligero! ¡El camino está libre!

      Mientras la retaguardia, reforzada por otros veinte hombres, detenía a los españoles en su carrera, la vanguardia, apresurando el paso, llegaba a la bahía, precisamente frente al lugar ocupado por el Rayo.

      La tripulación, ya preparada, había botado a agua algunas chalupas para recoger a los camaradas, mientras algunos artilleros descargaban las piezas del puente en dirección de las fragatas y del fuerte.

      —¡Embarquemos! —ordenó Morgan.

      El Corsario Negro, colocado en una ballenera en unión de Yara, Carmaux y algunos otros heridos, fue rápida y cuidadosamente transportado a bordo.

      Cuando se vio sobre el puente de su nave lanzó un largo suspiro, diciendo:

      —¡Ahora ya no me prenderán, amigos! ¡El Rayo vale por una escuadra!

      Entretanto, los hombres que quedaban en la playa habían hecho frente al enemigo, que desembocaba por todas partes, engrosando por minutos. Las descargas se sucedían sin interrupción, causando pérdidas por ambas partes e impidiendo a los filibusteros embarcar en las chalupas. El Corsario Negro, que no había querido dejar el puente, comprendió el peligro que corrían sus hombres, y volviéndose a los artilleros de las piezas de cubierta, les gritó:

      —¡Metralla sobre los enemigos! ¡Una buena descarga!

      Las dos piezas de artillería fueron dirigidas hacia la playa y lanzaron sobre los españoles una nube de fuego. Aquellas dos descargas bastaron para contener, al menos momentáneamente, a los adversarios. Los filibusteros aprovecharon la ocasión para alcanzar precipitadamente las chalupas. Cuando los españoles se rehicieron, los últimos marineros estaban ya a bordo.

      —¡Ya es tarde, queridos! —dijo Carmaux haciendo un gesto irónico—. Y además les advierto que nos sobra la metralla.

      El Corsario Negro, en vista de que todos sus hombres, hasta los heridos, estaban ya a bordo, se dejó llevar a su camarote. Aquella estancia era lo más rica y cómoda que se puede imaginar. No era una de esas estrechas habitaciones que forman el llamado cuadro de oficiales, sino una salita amplia y bien aireada, con dos ventanillas adornadas por columnas corintias y forrada de seda azul.

      En el centro se veía un cómodo lecho de columnas de metal dorado; en los ángulos, estanterías de estilo antiquísimo y divanes; y en las paredes, grandes espejos de Venecia con cornisa de cristal, y panoplias de armas de todas clases. Una lámpara de plata dorada con globos de vidrio rosado extendía en torno una luz extraña, que recordaba la producida por la aurora en los amaneceres estivales.

      El Corsario se dejó llevar al lecho sin hacer un gesto de dolor: parecía como si las largas emociones experimentadas y los poderosos esfuerzos realizados hubiesen por fin rendido el alma del formidable Corsario. Morgan entró en el camarote, seguido del médico de a bordo, de Yara y de Carmaux, el ayudante de campo del filibustero.

      —¿Qué opinas? —preguntó Morgan al médico después que lo hubo examinado.

      —Nada grave —repuso aquél—. Son heridas de menos peligro que dolor, aunque una de ellas es muy profunda. Dentro de quince días el capitán podrá devolver las estocadas recibidas.

      —No será necesario, doctor —dijo Carmaux—. Los hombres que le han herido deben de estar a estas horas en casa de Belcebú, su señor.

      —Hagan volver en sí al capitán —dijo Morgan—. Debo hablarle con urgencia.

      El doctor abrió el botiquín, del cual sacó un frasco, que aplicó a la nariz del Corsario. Un instante después el señor de Ventimiglia abría los ojos y miraba alternativamente a Morgan y al doctor, que estaban inclinados sobre él.

      —¡Muerte del infierno! —exclamó—. ¡Creía haber soñado! ¿Es cierto que estoy a bordo de mi nave?

      —Sí, caballero —dijo Morgan


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