El Santuario de la Tierra. Sixto Paz WellsЧитать онлайн книгу.
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El Santuario de la Tierra
Sixto Paz Wells
Título original: El Santuario de la Tierra
Primera edición: Junio 2017
© 2017 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Sixto Paz Wells
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
Colaboradores: Paula Represa de la Fuente, Aida Bonacasa Crespo
ISBN: 978-84-16994-30-4
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Dedico este libro a todas las mujeres que he conocido en mi vida, que han sido maestras, heroínas y amigas en el tiempo, porque en Esperanza hay mucho de todas ellas.
Y especialmente a Marina, Yearim y Tanis, mis admirables y entrañables heroínas.
I. EL OCASO DE LOS HIJOS DEL SOL
«El Inca Huayna Cápac murió, tal como lo anticipaban las profecías, en medio de una terrible epidemia, y con él murió su sucesor, Ninan Cuyuch, viniendo a continuación una desgastante guerra civil entre los hijos del Inca, que rivalizaban por el trono. Tras la guerra civil llegó inmediatamente la rápida e increíble captura del Inca Atahualpa y su ajusticiamiento posterior por parte de los conquistadores europeos, sellándose con ello la suerte del Imperio del Sol. La oscuridad, la desesperanza y el horror se extendieron sobre la Tierra, sumiéndola en el caos y la anarquía».
Una ligera estela de polvo que se iba levantando a distancia, previno al guardián del tambo de la llegada de un correo. El tambo era el lugar de aprovisionamiento para tiempos de escasez y punto de paso y relevo de los correos del Imperio. Nada más avistar la señal, este hombre mayor curtido por los años y por el escaso oxígeno y el aire seco de la cordillera, anunció la llegada del chasqui –el hombre del correo–, por lo que se dispuso a que se preparara el que tomaría la posta, calentando sus músculos. El relevo debía estar listo para recibir la información del emisario que se acercaba a un trote constante y continuar a toda carrera hasta el siguiente puesto. Los tambos estaban ubicados cada tres o cuatro leguas, siendo una legua 5.552 metros (cinco kilómetros y medio). Y un chasqui corría entre doce y catorce leguas diarias.
El empedrado camino que arañaba la alta montaña de roca serpenteaba el macizo andino a más de tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, desafiando espectaculares abismos en cuyas profundidades las aguas de los deshielos de los nevados iban socavando su curso cuesta abajo.
El eficiente sistema de chasquis u hombres correo estaba integrado por individuos de baja estatura pero de gran fortaleza física y recias piernas que mantenían integrado y muy bien comunicado el Imperio del Tahuantisuyo –que era el Imperio de los Cuatro Puntos Cardinales–, uniendo la costa, la sierra y la ceja de selva o selva alta a través de magníficos caminos principales (llamados Capac Ñam), complementados por una intrincada red de caminos menores.
La trompeta de caracol o pututo, recogida de la costa norte correspondiente al Chinchaysuyo, llenó la amplia quebrada con un sonido profundo que advertía el relevo inmediato. De pronto, el ambiente se hizo eco de los acompasados pasos del corredor que se acercaba a su meta. Con los brazos flexionados y cruzados sobre el pecho, el corazón agitado, la respiración dificultada por la altura y los jadeos en el rostro sofocado, aquel atleta de montaña estaba ansioso por entregar el encargo al otro chasqui.
Quien habría de tomar la posta debía conocer el empinado y peligroso camino que transitaba entre peñas rotas que fueron colocadas igualando el terreno con mampostería, escaleras y túneles, subiendo por las quebradas hasta las más altas cumbres, y luego bajando a los más profundos valles interandinos. En su misión, el chasqui portaría el tocado de plumas a manera de quitasol del postillón, símbolo de haber desafiado la mayor parte del Jahua Ñam, como se llamaba a la parte del camino real de alta cumbre.
Por lo general el mensaje se trasmitía de boca en boca. Así, cuando se estaba lo suficientemente cerca como para que el otro pudiese oírlo, el chasqui comenzaba el relato en voz alta para tener tiempo de culminarlo al momento de poner la posta en manos del relevo. Pero esta vez el mensaje sería lacónico… El correo se limitaría a entregar la chuspa o bolso multicolor que le colgaba del hombro y caía sobre su uncu o túnica.
Era mediodía, bajo un ardiente sol serrano que castigaba la piel de quien salía más allá de la sombra. Llamas negras y marrones se arremolinaban dentro del local en torno al área techada de la wayrona, un edificio de solo tres paredes con techo, pisoteando el estiércol acumulado.
El guardián se alejó del edificio principal formado por una sola pieza de cien por treinta pies, encerrada tras recios muros de adobe y piedra fina, en uno de los cuales se alzaban dos puertas. Caminó rápidamente hasta dos edificaciones menores construidas con piedras rústicas y adobe, cuyos accesos se oponían mirando el uno al otro. Cada uno era habitado hasta por cuatro chasquis que permanecían pendientes del correo. Pero el lugar estaba semivacío como consecuencia de las epidemias y la guerra civil que azotaban el imperio, lo que producía escasez de hombres.
Afortunadamente, dentro de una de las chozas encontró al hatum chasqui (el principal) Churo Mullo, jefe de grupo, un hombre arrugado y parco de unos cincuenta años, que estaba esperando alerta. Churo Mullo había desarrollado el oficio gran parte de su vida; su experiencia le había llevado incluso a alcanzar el grado de mallku o «jefe de cóndores», por considerársele aun superior a los huaman o halcones que con su fuerza y velocidad desafiaban las alturas.
Mientras se preparaba, el fogueado correo masajeaba sus muslos y pantorrillas deseando en lo más íntimo que las piernas no le fallasen porque presentía en lo más profundo de su ser que debía tratarse de algo sumamente importante.
Estaba en lo correcto. El Inca Atahualpa había vencido en batalla y capturado a su hermano Huáscar, pero a su vez, había sido hecho prisionero por unos hombres blancos y barbados llegados por el mar, de los que se decía podían ser viracochas, enviados del eterno, del dios que está aún por encima del padre Sol.
Churo Mullo se dirigió al camino y con ansiedad aguardó el arribo del encargo trotando ligeramente para calentar el cuerpo. Cuando llegó hasta él, el mensajero compartió rápidamente su bolsa y, tal cual, un lacónico correo:
«El Sol ha sido eclipsado y hecho prisionero dos veces».
El relevo tomó entre sus manos el pequeño morral de lana de vicuña, una tela fina y valiosa propia de los mensajes de la realeza, asiéndolo con fuerza mientras aceleraba el paso y dejaba atrás a aquel otro hombre, pálido, cenizo, que jadeante caía pesadamente sobre sus rodillas, cubriéndose con las manos el rostro y estallando desconsoladamente en sollozos como un niño.
Mientras alcanzaba los primeros quinientos metros de su recorrido, el chasqui percibió a través del tacto el contenido de la bolsa: eran un quipu, sistema nemotécnico de cuerdas y nudos de colores, un cinto de tela lleno de tocapus, glifos1 geométricos y multicolores, y una pequeña bolsa de algodón con pallares2 presumiblemente grabados con glifos. No pudo evitarlo y miró dentro de la bolsa encontrándose con un pedazo de fleco carmesí de la insignia imperial manchado de sangre.