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Obras de Emilio Salgari. Emilio SalgariЧитать онлайн книгу.

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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en silencio, e hizo menos honor al asado de lo que esperaba el malayo. Luego fue a tenderse en las frescas hojas.

      —Durmamos algunas horas —dijo—. Vendrá la noche y entonces esperaremos que se oculte la luna.

      El malayo cerró la puerta de la choza, apagó el fuego, se echó en un rincón y soñó que ya estaba en Mompracem.

      En cambio Sandokán no pudo cerrar los ojos, a pesar del cansancio.

      No era por temor a ser sorprendido por los enemigos, pues no había posibilidad de ello. Era el recuerdo de la joven inglesa lo que alejaba el sueño de sus ojos.

      ¿Qué le habría sucedido a Mariana después de su fuga? ¿Qué acuerdos habrían tomado el viejo lord y el baronet William Rosenthal? ¿La encontraría todavía en Labuán cuando volviera? ¿La encontraría libre? ¡Los celos ardían en el corazón del pirata! ¡Y no poder hacer nada por la mujer querida! ¡Nada más que huir para no caer bajo los golpes de sus odiados adversarios!

      —¡Mariana! —exclamaba en su insomnio—. ¡Daría la mitad de mi sangre por estar todavía a su lado! ¿Qué angustias la atormentarán en estos momentos? ¡Me ha de creer vencido, herido, muerto tal vez! Pero esta noche saldré de esta isla maldita, llevándome su promesa. Volveré, aun cuando tenga que traer conmigo hasta el último de mis hombres y tenga que dar la lucha contra todas las fuerzas de Labuán.

      Esperó a que se pusiera el sol. Cuando las tinieblas envolvieron la cabaña y el bosque, despertó a Giro Batol, que roncaba como un tapir.

      —¡Vayámonos! —le dijo—. El cielo está cubierto de nubes y no hay para qué esperar a que se oculte la luna. Ven enseguida, porque creo que si tuviera que aguardar algunas horas más, no te seguiría.

      —¿Y cambiaría a Mompracen por esta isla infame?

      —¡Calla, Giro Batol! -dijo Sandokán iracundo-. ¿Dónde está tu canoa?

      —A diez minutos de camino.

      —¿Pusiste víveres en ella?

      —Pensé en todo, capitán. No falta fruta, ni agua, ni remos, ni vela siquiera.

      —¡Partamos!

      El malayo cogió un trozo de asado que quedaba, se armó de un garrote y siguió a Sandokán.

      —La noche no puede ser más favorable -dijo-. Nos haremos a la mar sin que nos descubran. Atravesaron el bosque. La oscuridad bajo los árboles era total; pero el malayo veía por la noche mejor que los gatos y además estaba acostumbrado a andar por tales sitios.

      Sandokán caminaba en silencio, sombrío y taciturno. Él, que veinte días antes habría dado la mitad de su sangre por volver a Mompracem, sentía una pena sin límites al tener que dejar abandonada a la mujer que amaba apasionadamente.

      Cada paso era una puñalada para su corazón. Hubo momentos en que se detuvo, indeciso entre volverse o seguir. Pero el malayo, que suspiraba por embarcarse, le hacía ver lo peligroso que sería el menor retraso.

      De pronto Giro Batol se detuvo, aguzando el oído.

      —¿Oye ese fragor? —preguntó.

      —¡Es el mar! -respondió Sandokán-. ¿Dónde está la canoa?

      -Aquí cerca.

      El malayo guió a Sandokán a través de una espesa cortina de hojas, pasada la cual le señaló el mar, que deshacía sus olas contra los bancos de la playa.

      —¡La fortuna nos favorece; todavía duermen en los cruceros! -exclamó.

      Descendió al acantilado, apartó las ramas y le mostró una embarcación que se mecía pesadamente en el fondo de una pequeña cala.

      Era una barcaza socavada en el tronco de un árbol, muy parecida a las que construyen los indígenas del Amazonas.

      Desafiar el mar con semejante barca era una temeridad sin igual, porque bastaban unas cuantas olas para volcarla. Pero aquellos dos piratas no se asustaban por tan poca cosa.

      Giro Batol fue el primero en saltar adentro y alzó de inmediato un pequeño mástil.

      Sandokán, con los brazos cruzados, seguía mirando hacia el Este, hacia la casa de la Perla de Labuán.

      —¡Capitán —dijo el malayo—, venga o dentro de poco será demasiado tarde!

      Sandokán subió a la canoa, cerró los ojos y suspiró.

      R

      Soplaba del Este el viento, lo que no podía ser más favorable.

      La canoa avanzaba bastante bien únicamente con la vela.

      Sentado en la popa iba Sandokán, con los ojos fijos en Labuán, que poco a poco se desvanecía entre las tinieblas. Giro Batol, sentado en la proa, feliz y sonriente, charlaba por diez mirando hacia el oeste, hacia el lugar donde debía aparecer la formidable isla de Mompracem.

      —¡Ánimo, capitán! —decía—. ¿Por qué está tan triste, ahora que vamos a nuestra isla? ¡Cualquiera diría que siente alejarse de Labuán!

      —Y es cierto, Giro Batol -contestó Sandokán en voz sorda.

      —¡A usted lo embrujaron esos perros ingleses! ¡Me río pensando en las maldiciones que nos echarán mañana, cuando se den cuenta de nuestra fuga! Sobre todo sus mujeres, que nos odian más que los hombres.

      —¡No todas, Giro Batol! Y si vuelves a decirlo, te tiro al mar.

      Había tal amenaza en la voz de Sandokán, que el malayo enmudeció y se volvió lentamente a proa, murmurando:

      —¡Lo embrujaron!

      Durante la noche la canoa avanzó sin encontrar ningún crucero. El malayo ya no hablaba, temeroso de que Sandokán lo tirara al agua.

      De improviso su aguda mirada vio brillar un punto luminoso en la línea del horizonte.

      —¿Será un velero o un barco de guerra? —se preguntó lleno de ansiedad.

      Sandokán no se daba cuenta de nada.

      El punto luminoso se agrandaba rápidamente. Probablemente se trataba de un barco a vapor.

      La inquietud de Giro Batol aumentaba por momentos, tanto más que el punto luminoso parecía dirigirse directo hacia la canoa. Pronto sobre el farol blanco aparecieron otros dos: uno rojo y otro verde.

      —¡Un barco a vapor! —dijo—. ¡Mi capitán, un barco a vapor!

      Esta vez el jefe de los piratas sacudió la cabeza y un relámpago sombrío brilló en sus pupilas. Se volvió con ímpetu para explorar la inmensa extensión del mar.

      —¿Un enemigo? -preguntó, mientras su mano derecha buscaba instintivamente el kriss.

      —Eso temo, capitán.

      —Parece que corre hacia nosotros.

      —Lo mismo creo yo.

      —Déjalo acercarse. Recuerda que no soy el Tigre de la Malasia, sino un sargento de cipayos.

      Permaneció callado mirando con atención al enemigo. Después dijo:

      —Es un cañonero.

      —¿Vendrá de Sarawack?

      —Es probable. Ya que viene a nosotros, esperémoslo.

      En efecto, el cañonero apresuraba la marcha para alcanzar la canoa. Tal vez quería cerciorarse si se trataba de náufragos o de piratas.

      Sandokán ordenó a Giro Batol que remara en dirección a las Romades. Ya había trazado un plan para engañar al comandante.

      Media hora más


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