La insurrección que viene. Comité invisibleЧитать онлайн книгу.
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melusina [sic] propone al lector una serie de reflexiones concisas, contundentes y microcósmicas sobre los aspectos básicos de la condición contemporánea.
Otros títulos de la colección:
La fábrica de sueños
Ilya Ehrenburg
La clave celeste
Leszek Kol-akowski
De la miseria humana en el medio publicitario
Grupo Marcuse
El volcán
Antonio Moresco
La cebolla
Antonio Moresco
La loca historia del mundo
Michel Bounan
Instante propicio, 1855
Patrik Ourednik
Título original: L’insurrection qui vient
www.soutien11novembre.org
© De la traducción del francés de L’insurrection qui vient: Yaiza Nerea Pichel Montoya
© De la traducción del francés de la Mise au point: José Pons Bertran
© Editorial Melusina, s.l., 2011
www.melusina.com
Reservados todos los derechos de esta edición
Primera edición, junio 2009
Tercera reimpresión, marzo 2011
Primera edición digital, junio 2020
eisbn: 978-84-18403-06-4
Contenido
Primer círculo. «I am what i am»
Segundo círculo. «La diversión es una necesidad vital»
Cuarto círculo. «¡Más sencillo, más guay, más flexible y más seguro!»
Quinto círculo. «¡Menos bienes y más relaciones!»
Sexto círculo. «El medio ambiente es un desafío industrial»
Séptimo círculo. «Aquí se está construyendo un espacio civilizado»
Introducción.
Puesta a punto
Todo el mundo lo reconoce. Esto va a reven-tar. Todo el mundo está de acuerdo, con el semblante sombrío o fanfarrón, en los pasillos de la Asamblea, como ayer se repetía en el bar. Uno se complace estimando los riesgos. Ya se detallan las operaciones preventivas de división en zonas del territorio. Y los festejos del nuevo año adquieren un giro decisivo: «¡Es el último año en el que habrá ostras!». Para que la fiesta no se vea totalmente eclipsada por la tradición del desorden se necesitan los 36.000 polis y los 16 helicópteros desplegados por Alliot-Marie,1 la misma que, durante las manifestaciones estudiantiles de diciembre, espiaba ansiosa cualquier contaminación griega. Se escucha cada vez con más claridad, bajo los mensajes de calma, el ruido de los preparativos de una guerra abierta. Nadie puede ignorar ya su puesta en la práctica de forma anunciada, fría y pragmática, que ni siquiera se molesta en presentarse como una operación de pacificación.
Los periódicos aderezan a conciencia la lista de causas de esta repentina desazón. Está la crisis, desde luego, con su paro explosivo, su porción de desesperación y planes sociales, sus escándalos Kerviel y Madoff. Está la quiebra del sistema escolar que ya no es capaz de producir trabajadores, ni de clasificar al ciudadano; ni siquiera a partir de los niños de la clase media. Se dice que existe un malestar de una juventud que no encuentra correspondencia con ninguna representación política, que sólo sirve para responder a las bicicletas gratuitas que se ponen a su disposición con alunizajes.
Sin embargo, todas estas fuentes de inquietud no deberían parecer insalvables en una época en la que el modo de gobierno predominante consiste precisamente en la gestión de situaciones de crisis. Salvo que se considere que a lo que el poder tiene que enfrentarse no es ni a una crisis más ni a una sucesión de problemas crónicos, de desajustes más o menos esperados. Sino a un peligro singular: que se manifiesten una forma de conflicto y de posiciones que, precisamente, no sean gestionables.
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Todos los que, por todos lados, son ese peligro tienen que plantearse cuestiones menos ociosas que las relativas a las causas y probabilidades de movimientos y enfrentamientos que, en todo caso, ocurrirán. Como la siguiente: ¿qué eco tiene el caos griego en la situación francesa? Una sublevación aquí no puede ser pensada como una mera transposición de lo que ocurrió allí. La guerra civil mundial posee todavía sus especificidades locales y una situación de revueltas generalizadas provocaría en Francia una deflagración de otro tenor.
Los sublevados griegos se enfrentaban a un Estado débil, si bien gozaban de una gran popularidad. No hay que olvidar que la democracia se reconstituyó contra el régimen de los coroneles, hace exactamente treinta años, a partir de una práctica de la violencia política. Esta violencia, cuyo recuerdo no queda tan lejano, resulta todavía una evidencia para la mayoría de los griegos. Incluso los mandamases del ps local ya habían probado el cóctel molotov en su juventud. Como contrapartida, la política clásica conoce variantes que saben avenirse muy bien a estas prácticas y propagar, incluso en la revuelta, sus necedades ideológicas. Si la batalla griega no se ha decidido y terminado en la calle —a pesar de que la policía estaba visiblemente desbordada— es porque su neutralización se ha realizado en otra parte. No hay nada más agotador, nada más fatal, de hecho, que cierta política clásica, con sus rituales agostados, su pensamiento carente de pensamiento, su pequeño mundo cerrado.
En Francia, nuestros burócratas socialistas más exaltados nunca fueron más que austeros infiltrados de asambleas, hombres de paja responsables. Aquí, todo concurre más bien para anihilar la menor forma de intensidad política, lo que permite que siempre se pueda oponer al ciudadano frente a los alborotadores y extraer oposiciones facticias de un depósito sin fondo: usuarios frente a huelguistas, los que revientan las manifestaciones frente a los que toman a la ciudadanía como rehén, gente valiente frente a la chusma.2 Una operación cuasi-lingüística que va de la mano con las medidas cuasi-militares. Las revueltas de noviembre de 2005 y, en un contexto diferente, los movimientos sociales del otoño de 2007 han aportado algunos ejemplos de la forma de proceder. La imagen de los estudiantes pijos de Nanterre aplaudiendo al grito de «Viva la policía» la expulsión de sus condiscípulos