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El apocalipsis. Juan VilloroЧитать онлайн книгу.

El apocalipsis - Juan Villoro


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      JUAN VILLORO

      EL APOCALIPSIS

      [TODO INCLUIDO]

      NARRATIVA

      DERECHOS RESERVADOS

      © 2014 Juan Villoro

      © 2020 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

      Avenida Patriotismo 165,

      Colonia Escandón II Sección,

      Alcaldía Miguel Hidalgo,

      México, D.F.,

      C.P. 11800.

      RFC: AED 140909BPA

      www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit

      Edición digital: agosto de 2020

      ISBN: 978-607-8667-92-5

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

      

JUAN VILLORO EL APOCALIPSIS [TODO INCLUIDO]

      Almadía

      LOS SUCESORES

      Ramón tenía el peculiar prestigio de quien diseña monstruos de autor. Muy pocos sabían que esas criaturas a las que les faltaban o sobraban ojos llevaban su firma, pero los enterados hablaban de él con reverencia.

      Julio pertenecía al círculo de profesionales que admiraba la capacidad de su primo para distorsionar la naturaleza. Hacía mucho que no se veían. Con cierto ánimo masoquista, tenía ganas de revisar los nuevos trabajos de Ramón para comprobar lo mucho que lo aventajaba como diseñador.

      Intercambiaron correos antes de que Julio despegara a España. Su primo comentó que le hubiera encantado mostrarle el engendro que hizo para una película de Guillermo del Toro, pero esa maravilla cubierta de babas traslúcidas había sido comprada por un coleccionista australiano. En cambio, podría mostrarle los dinosaurios que había hecho para Faunia, el parque temático en las afueras de Madrid.

      Llevaban décadas sin encontrarse. Para Julio, la primera sorpresa del reencuentro fue el coche en que llegó Ramón. Él creía que en Europa los modelos deportivos eran exclusividad de los cracks del futbol o los miembros más estables del crimen organizado.

      Julio tenía en su escritorio una réplica a escala de un Ferrari Murciélago. Su primo no pasó por él en ese modelo de superhéroe, pero verlo llegar en un F360 fue asombro suficiente.

      Reunirse después de treinta y tres años de no frecuentarse era una manera de competir. Las comparaciones serían inevitables. En la adolescencia habían medido sus genitales con cinta métrica y habían cotejado la potencia de sus tiros en la cancha de futbol. En su condición de primos que eran hijos únicos –es decir, falsos hermanos– habían convivido en espejo; cada uno se estudiaba en el otro.

      Ahora ambos se dedicaban a formas muy distintas del diseño industrial. Eso hacía más importante el Ferrari de Ramón. Julio había asumido una rama del oficio que podía llamarse “arqueología automotriz”. México fue el último país en fabricar el “Escarabajo”, Volkswagen Sedán, y él inventaba refacciones para los sobrevivientes de esa especie.

      Ninguno de los dos tuvo el mal gusto de decir: “Estás igualito”. No se habían inyectado glándulas raras ni habían buscado milagros dermoestéticos. A los cincuenta y tres, el rostro de Ramón estaba más cruzado de arrugas, pero transmitía mayor energía.

      Además, Julio venía disminuido por el jet lag. De cualquier forma, sabía que tampoco al día siguiente, después de dormir gracias a la pastilla que le había dado Carmen, tendría los ademanes de su primo, la gestualidad entusiasta de quien otorga más importancia a los proyectos que a los hechos. La culpa podía ser de su medianía –crear prótesis para el “Escarabajo” no era un motivo de gloria–, de que se quedó en México, donde lo único que prosperaba era el crimen, o del ADN, que le ahorró la parte buena que sólo recibió su primo. También podía ser suya, pero prefería no pensar así a doce horas de vuelo de su psicoanalista.

      Ramón encendió un cigarro al arrancar el coche con una lujosa aceleración. Fumaba como si el tabaco tuviera Omega 3. Siguió fumando en la autopista a Faunia, mientras hacía preguntas sobre el país que dejó a los veinte años y que seguramente sólo le interesaba por la presencia del copiloto silencioso, abrumado por el cielo de Madrid, de un azul inaudito para alguien habituado a un manto nuboso, filtrado por las lluvias y la contaminación, el primo hermano sorprendido de estar ahí, en ese asiento de cuero, treinta y tres años después.

      Julio y Ramón pertenecían a una rama dos veces derrotada del exilio. Su abuelo común perdió la guerra y luego la tierra prometida (sus socios se quedaron con la fábrica de refrescos de manzana que había fundado en México). Le hubiera convenido perder también la razón, pero envejeció en estado de alerta, escuchando los reproches de su esposa sobre las fantasmagóricas propiedades que dejaron en España.

      El fracaso del abuelo alimentó muchas tardes de puros en la Casa del Exilio. Con los años, los republicanos encontraron una rara compensación en realzar su derrota, exagerando las fincas, los caballos, los campos que les arrebató el vendaval de la historia. Habían sido más ricos, más influyentes, más valientes, más virtuosos de lo que acreditaba su exigua realidad. La memoria era su último frente de lucha, el sitio donde aún podían perder un tesoro.

      Fermín y Vicente, padres de los primos, crecieron en una casona de la calle Mina de la colonia Guerrero, que no había acabado de derrumbarse y parecía pedir misericordia a la iglesia de San Fernando, que estaba justo enfrente. Los descalabros del abuelo los llevaron a rentar la parte baja de la casa y luego las habitaciones superiores. Terminaron refugiados en un cuarto de azotea, como conserjes de una mansión que por accidente era suya.

      El presidente Cárdenas salvó y destruyó al abuelo; le concedió una nueva patria y congeló las rentas cuando ese era su único negocio. De niño, Julio oyó suficientes historias sobre el general Cárdenas para imaginarlo como un mutante asombroso, alguien que rescataba y hundía. Si los historiadores hablaban con admiración del “divisionario michoacano”, ellos lo mencionaban con la ambivalencia que merece un misterioso dios de la dualidad, el señor de la seguridad y la zozobra.

      El abuelo miraba con ironía el nombre de la calle donde había ido a vivir: Francisco Javier Mina, el navarro que combatió del lado mexicano en la guerra de Independencia. En realidad, el abuelo sólo se integró a un sitio: la Casa del Exilio. Elogiaba a los mexicanos con adjetivada gratitud, pero los evitaba en lo posible, y odiaba a todo español que tuviera el atrevimiento de vivir en México sin ser republicano.

      Fermín y Vicente respetaron escrupulosamente los prejuicios del abuelo: estudiaron en el Colegio Madrid; jamás asistieron al Casino Español, bastión de las peinetas y las mantillas franquistas; desconfiaron de la Beneficencia Española, donde no había certeza del bando al que podía pertenecer el cirujano, y jugaron dilatadas partidas de dominó en la Casa del Exilio, frente a rivales que envejecían sin perder su acento, los dedos amarilleados por el puro, y que tocaban con apremio la mesa de madera que un día se volvió de plástico y que para ellos significaba “España”.

      Fermín y Vicente perfeccionaron su endogamia casándose con hijas de exiliados que usaban ropa interior de Casa Rionda. Julio y Ramón fueron hijos únicos de matrimonios que llevaban vidas paralelas. Sus madres se embarazaron de manera casi simultánea y se mudaron al mismo edificio de la colonia Condesa. Eran hermanos electivos, gemelos mágicos con comunicación paranormal. Si a uno le dolía el estómago, el otro estaba enfermo.

      En una época en que el futbol privilegiaba la alineación


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