Azabache. Alberto Vazquez-FigueroaЧитать онлайн книгу.
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Azabache
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Azabache
Primera edición: 1991
Reedición actualizada y ampliada: Abril 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-93-4
Impreso en España
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–¿Por qué estás tan sucia?
–No es que esté sucia… –fue la desconcertante respuesta–. Es que soy negra.
–¿Negra? –se asombró Cienfuegos, incapaz de aceptar lo que acababa de oír–. ¿Pretendes hacerme creer que eres una mujer y además negra?
–Exactamente.
El canario estudió con detenimiento el corto, áspero y ensortijado cabello; los enormes y oscuros ojos muy brillantes; los gruesos labios que servían de marco a unos enormes dientes de un blanco que casi hería a la vista; el delgado y musculoso cuerpo de imprecisas formas que se ocultaba apenas bajo una especie de descolorida camisa hecha jirones, y por último agitó la cabeza con evidente desconcierto:
–Jamás imaginé que existiera una mujer negra –señaló–. Me habían contado que en África existían negros, pero nadie mencionó nunca nada sobre negras.
–Tú debes ser bastante bruto –fue la sincera respuesta de la muchacha que había tomado asiento al borde del catre–. ¿Cómo diablos suponías que podían existir negros sin negras que los trajeran al mundo? ¡Es lo lógico!
–No tan lógico… –le hizo notar el gomero con naturalidad–. Yo siempre fui pastor, y entre mis cabras, que solían ser grises, blancas o pardas, nacía de vez en cuando una negra sin que nadie supiera la razón. Lo mismo ocurre con los conejos, los perros, las ovejas, e incluso las vacas. Hay muchos toros negros, pero muy pocas vacas negras. Supuse que en África ocurriría lo mismo.
–¡Pues ya ves que no es así! –replicó la muchacha molesta o impaciente–. Yo soy negra, mis padres eran negros y mis abuelos retintos… ¿Alguna objeción?
–¿Por qué habría de tenerla? –se sorprendió el canario–. Cada cual escoge el color de piel que más le gusta. Y el tuyo es más sufrido; se ensucia menos.
La otra le observó un tanto amoscada puesto que se sentía incapaz de discernir si se estaba enfrentando a un auténtico estúpido o a alguien que intentaba tomarle el pelo, para señalar al fin desabridamente:
–Me da la impresión de que el sol te ha secado el cerebro. ¿Qué hacías en medio del mar en una miserable canoa, sin agua y sin comida?
–El náufrago… –fue la respuesta–. ¿Qué otra cosa querías que hiciera?
La muchacha no pudo evitar ahora una leve sonrisa, y cambiando el tono, sentenció:
–Será mejor que empecemos otra vez desde el principio…: tú estás aquí tumbado, inconsciente, y yo te cuido. Abres los ojos, me miras y te pregunto: «¿Cómo te encuentras?» En ese momento, en lugar de responder, «¿Por qué estás tan sucia?», deberías decir: «Bien…» «O mal…» «O contento de estar vivo…».
–Estoy mal, pero contento de estar vivo.
–¿Cómo te llamas?
–Cienfuegos… ¿Y tú?
–Azava-Ulué-Ché-Ganvié. Pero todos me llaman Azabache. ¿De dónde eres?
–De La Gomera.
–¿Dónde está eso?
–En las Islas Canarias.
–¿Eres español? ¿De los que navegan con el almirante Colón? –Ante el mudo gesto de asentimiento, la negra afirmó repetidamente con la cabeza–. Al capitán Eu le gustará la noticia –dijo–. Anda como loco buscando algún rastro de las naves de Colón.
–¿Quién es el capitán Eu? –quiso saber el canario.
–Mi amo: Euclides Boteiro, capitán del «Sao Bento».
–¿Tu amo? –se asombró el otro.
–Pagó un barril de ron por mí –añadió la africana con un cierto orgullo en la voz–. Jamás se había pagado tanto por una chica de mi pueblo.
–¿Pretendes hacerme creer que eres esclava…? –Ante el leve gesto de asentimiento, el pelirrojo recorrió con la vista la estrecha y sucia camareta que hedía a brea, sudor y orines, e inquirió–: ¿Quiere eso decir que este es uno de esos barcos portugueses que bajan a las costas de África a cazar esclavos?
–Lo era. –Azabache parecía muy segura de lo que decía–. Ahora yo soy la única negra a bordo… –Sonrió divertida–. El «Sao Bento» ya no se dedica a cazar esclavos, sino a pescar náufragos al otro lado del Océano Tenebroso. –Hizo una corta pausa y, extendiendo la mano, le acarició la hirsuta barba con un simpático ademán amistoso–: ¡Cuéntame cómo has llegado hasta aquí! –pidió.
–Es una historia muy larga.
–Tenemos tiempo, puesto que creen que aún duermes. –Le apretó con un dedo la punta de la nariz y bajó mucho la voz–. Y más vale que me lo cuentes antes a mí que al capitán. Yo te aconsejaré lo que debes decirle y lo que no, porque si no le gusta tu historia te hará colgar del palo mayor.
–¿Colgarme? –repitió Cienfuegos irguiéndose hasta quedar semisentado en la estrecha litera–. ¿Por qué diablos iba a querer colgarme? Yo no he hecho nada.
–Al capitán Eu le gusta colgar a la gente… –fue la sencilla respuesta carente de todo dramatismo–. Es su única diversión a bordo, y ya lo ha hecho con cuatro en este viaje. El último aún se pudre en la cruceta.
–¡Pero bueno…! –se lamentó desalentado el cabrero–. Escapo de un salvaje que me quiere cortar la cabeza y caigo en manos de otro que me quiere colgar. ¡Perra suerte la mía! ¿Qué clase de bestia es esa que ahorca a la gente por diversión?
–El borracho más astuto que he conocido. Y el más gordo. Y sucio. ¡Un asco! A veces me obliga a sentarme en su butaca, se arrodilla metiendo la cabeza entre mis muslos, y se pone a gruñír y a rezongar durante horas. Parece un cerdo intentando comerse una trufa demasiado profunda.
–¡Qué horror! ¿Y tú qué haces?
–Despiojarle.
–¿Cómo has dicho…? –inquirió el canario temiendo haber oído mal–. ¿Despiojarle?
Azabache asintió con un leve encogimiento de hombros:
–No siempre lo consigo –replicó con naturalidad– porque