La suerte de la cultura. José María CarabanteЧитать онлайн книгу.
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José María Carabante es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y colaborador en varios medios culturales. Dirige, además, la sección de crítica de libros de ensayo en la Agencia de Prensa Aceprensa.
Ha escrito diversas obras sobre pensamiento filosófico contemporáneo, entre las que destaca Entre la esfera pública y la política discursiva y Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna.
Si algún sentido tiene la palabra «cultura» es el que se encuentra relacionado con el cultivo de lo humano. Por eso, lo que trata de mostrar este libro es que la suerte del hombre es también la suerte o el destino de la cultura.
El autor de sus páginas, reflexiona sobre la cultura y nos aporta ideas para su reconstrucción a través de tres fuentes clásicas: la verdad, el bien y la belleza. Se trataría, según él, de recuperar una noción amplia de cultura que anhela y busca el punto de encuentro entre las ciencias y las humanidades, entre la alta y la baja cultura.
La suerte de la cultura
Hacia una reconstrucción
de la cultura y del hombre
COLECCIÓN DE ENSAYO
La Huerta Grande
© De los textos: José María Carabante
Madrid, abril 2021
EDITA: La Huerta Grande Editorial
Serrano, 6. 28001 Madrid
Reservados todos los derechos de esta edición
ISBN: 978-84-17118-94-5
Diseño cubierta: Editorial La Huerta Grande según idea original de Tresbien Comunicación
Producción del ePub: booqlab
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ÍNDICE
LA SUERTE DE LA CULTURA
HACIA UNA RECONSTRUCCIÓN
DE LA CULTURA Y DEL HOMBRE
Crisis de la cultura y crisis del hombre
Entre la barbarie y lo sagrado
NOSTALGIA POR LA CULTURA
Como la aguja de Notre Dame, devorada por las llamas una tarde de abril de 2019, también la cultura parece consumirse ante la mirada atónica e incluso indiferente del hombre. Hay fenómenos que no dejan de suscitar preocupación, como la crisis de las humanidades, la mejorable calidad de la cultura de masas o el consumismo, y que parecen dar la razón a los agoreros del espíritu, es decir, a quienes desde hace décadas se han apresurado a denunciar el ocaso de la cultura. En su opinión, habríamos dejado atrás la época dorada del conocimiento para adentrarnos en un período tenebroso e iletrado y estaríamos condenados a vagar desamparados de todo sentido. Los nuevos populismos, esos remedos de la antigua mentira que son las fake news o la adicción a las conspiraciones se podrían interpretar, asimismo, como frutos de la supuesta agonía de la cultura.
Esta lectura pesimista es muy atractiva para quienes conservamos fotografías en sepia, amamos los libros viejos o tenemos costumbres melancólicas que nos convierten en miembros de una tribu extravagante. Es romántico pertenecer a esa suerte de cofradía de la cultura y salir, pertrechados de infinitas epopeyas e innumerables mitologías, a impugnar el progreso o denunciar la expropiación de los últimos reductos de lo humano. Los que enseñamos historia, filosofía y literatura —por no hablar de esos titanes que imparten latín, e incluso griego—, nos aprestamos cada septiembre, algo quijotescamente, a vencer la apatía inicial de nuestros alumnos, ensayando una y otra vez argumentos para superar su resistencia y sembrar la inquietud por una región, como la de la cultura, que es para ellos tierra ignota.
La nostalgia espiritual, sin embargo, convive con el optimismo de aquellos que celebran los avances de los últimos siglos. Ha aumentado, señalan, el conocimiento que tenemos acerca del mundo y las nuevas tecnologías lo han puesto al alcance de todos, con independencia del nivel económico. También vivimos mucho más tiempo y aunque las desigualdades, por desgracia, no han desaparecido, estamos mucho más sensibilizados ante ellas y hemos mitigado bastante el lastre de la pobreza.
¿No podríamos interpretar la pugna entre unos y otros como la última batalla que enfrenta a las humanidades con las ciencias? Siempre es difícil datar los mitos, pero sabemos con exactitud cuándo nació el de las dos culturas: fue en una conferencia impartida en Cambridge por el físico y novelista inglés C. S. Snow, en la primavera de 1959. Desde entonces, no solo nos hemos visto obligados a elegir, apenas entrábamos en la adolescencia, entre las letras y los guarismos, con la misma pesadumbre que sentíamos como cuando, de niños, nos preguntaban a quién queríamos más, si a mamá o a papá, sino que la cultura se resiente de una profunda herida que está lejos aún de cicatrizar. A partir de ese fatídico día, se han considerado irreconciliables los dos ámbitos del saber y la disyuntiva ha entrado, sin objeción alguna, en los planes de estudios, difundiéndose la polarización espuria entre, por un lado, el conocimiento científico, con indudables beneficios, y, por otro, el improductivo, conformado por el acervo de leyendas y fábulas propio de las letras.
Este ha sido, entre otros, uno de los motivos por los que la cultura ha estado tambaleándose en las últimas décadas. Probablemente no podamos remontar su declive obcecándonos en descubrir su “utilidad” para contrarrestar el peso de la ciencia, como se ha pretendido, sin antes reconocer que el espíritu, nuestro espíritu, tiene necesidades tan inexcusables como las que importunan al cuerpo. Dicho de otro modo, si insistimos en pasar por alto nuestra condición, como veremos en las páginas que siguen. Porque existe, y es eso lo que desafortunadamente hemos arrumbado, una reciprocidad ineludible entre cultura y naturaleza humana, de manera que, para recuperar el sentido liberador de la primera hemos de partir de quiénes somos. Pero, por otro lado, la cultura, la auténtica cultura, es también el camino más próximo del que disponemos para reconstruir lo humano. Sin ella, caeríamos, una vez más, en la barbarie.
Rebatamos, para empezar, el pernicioso mito de las dos culturas, recalcando que no es cierto que las humanidades miren al pasado o constituyan una fuerza reaccionaria frente al continuo progreso de la esfera científico-técnica. Ambas reflejan dimensiones complementarias e insustituibles de nuestra especie. Si las letras obviaran las contribuciones de la ciencia, si postergaran lo que estas últimas aportan, se convertirían en una impostura naíf y, lo peor de todo, miope. Pero también las ciencias, desgajadas de la matriz de sentido que proporcionan los saberes humanísticos, supondrían una amenaza, como se desprende de las lecciones de la literatura futurista.
Sea como fuere, la réplica más rotunda a la tesis de