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Grandes Esperanzas - Charles Dickens


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      Grandes esperanzas

Editorial

      Grandes esperanzas (1861) Charles Dickens

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Junio 2021

      Imagen de portada:

      Traducción: Benito Romero

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Capítulo I

      Como mi apellido es Pirrip y mi nombre de pila Felipe, mi lengua infantil, al querer pronunciar ambos nombres, no fue capaz de decir nada más largo ni más explícito que Pip. Por consiguiente, yo mismo me llamaba Pip, y por Pip fui conocido en adelante. Digo que Pirrip era el apellido de mi familia, me fundo en la autoridad de la losa sepulcral de mi padre y de la de mi hermana, la señora Joe Gargery, quien se casó con un herrero. Como yo nunca conocí a mi padre ni a mi madre, ni jamás vi un retrato de ninguno de los dos, porque aquellos tiempos eran muy anteriores a los de la fotografía, mis primeras suposiciones acerca de cómo serían mis padres derivaban, de un modo muy poco razonable, del aspecto de su losa sepulcral. La forma de las letras esculpidas en la de mi padre me hacía imaginar que fue un hombre cuadrado, macizo, moreno y con el cabello negro y rizado. A juzgar por el carácter y el aspecto de la inscripción: “También Georgiana, esposa del anterior” deduje la infantil conclusión de que mi madre fue pecosa y enfermiza. A cinco pequeñas piedras de forma romboidal, cada una de ellas de un pie y medio de largo, dispuestas en simétrica fila al lado de la tumba de mis padres y consagradas a la memoria de cinco hermanitos míos que abandonaron demasiado pronto el deseo de vivir en esta lucha universal, a estas piedras debo una creencia, que conservaba religiosamente, de que todos nacieron con las manos en los bolsillos de sus pantalones y que no las sacaron mientras existieron.

      Éramos naturales de un país pantanoso, situado en la parte baja del río y comprendido en las revueltas de éste, a veinte millas del mar. Mi impresión primera y más vívida de la identidad de las cosas me parece haberla obtenido a una hora avanzada de una memorable tarde. En aquella ocasión di por seguro que aquel lugar desierto y lleno de ortigas era el cementerio; que Felipe Pirrip, último que llevó tal nombre en la parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior, estaban muertos y enterrados; que Alejandro, Bartolomé, Abraham, Tobias y Roger, niños e hijos de los antes citados, estaban también muertos y enterrados; que la oscura y plana extensión de terreno que había más allá del cementerio, en la que abundaban las represas, los terraplenes y las puertas, y en la cual se dispersaba el ganado para pacer, eran los marjales; que la línea de color plomizo que había mucho mas allá era el río; que el distante y salvaje cubil del que salía soplando el viento era el mar; y que el pequeño manojo de nervios que se asustaba de todo y que empezaba a llorar era Pip.

      —¡Estáte quieto! —gritó una voz espantosa, en el momento en que un hombre salía de entre las tumbas por el lado del pórtico de la iglesia—. ¡Estáte quieto, demonio, o te corto el cuello!

      Era un hombre terrible, vestido de basta tela gris, que arrastraba un hierro en una pierna. Un hombre que no tenía sombrero, que calzaba zapatos rotos y que en torno a la cabeza llevaba un trapo viejo. Un hombre que estaba empapado de agua y cubierto de lodo, que cojeaba a causa de las piedras, que tenía los pies heridos por los cantos agudos de los pedernales; que había recibido numerosos pinchazos de las ortigas y muchos arañazos de los rosales silvestres; que temblaba, que miraba irritado, que gruñía, y cuyos dientes castañeteaban en su boca cuando me tomó por la barbilla.

      —¡Oh, no me corte el cuello, señor! —rogué, atemorizado—. ¡Por Dios, no lo haga, señor!

      —¿Cómo te llamas? —exclamó el hombre—. ¡Aprisa!

      —Pip, señor.

      —Repítelo —dijo el hombre, mirándome—. Vuelve a decírmelo.

      —Pip, Pip, señor.

      —Ahora indícame dónde vives. Señálalo desde aquí.

      Yo indiqué la dirección en que se hallaba nuestra aldea, en la llanura contigua a la orilla del río, entre los alisos y los árboles desmochados, a cosa de una milla o algo más desde la iglesia.

      Aquel hombre, después de mirarme por un momento, me agarró y, poniéndome boca abajo, me vació los bolsillos. No había en ellos nada más que un pedazo de pan. Cuando la iglesia volvió a tener su forma —porque aquello fue tan repentino y fuerte, ponerme cabeza abajo, que me pareció ver el campanario a mis pies—, cuando la iglesia volvió a tener su forma, repito, me vi sentado sobre una alta losa sepulcral, temblando de pies a cabeza, en tanto que él se comía el pedazo de pan con hambre de lobo.

      —¡Sinvergüenza! —exclamó aquel hombre lamiéndose los labios—. ¡Vaya unas mejillas que has echado!

      Creo que, en efecto, las tenía redondas, aunque en aquella época mi estatura era menor de la que correspondía a mis años y no se me podía calificar de niño robusto.

      —¡Así me muera, si no fuera capaz de comérmelas! —dijo el hombre, moviendo la cabeza de un modo amenazador—. Y hasta me siento tentado de hacerlo.

      Yo, muy serio, le expresé mi esperanza de que no lo haría y me agarré con mayor fuerza a la losa en que me había dejado, en parte para sostenerme y también para contener el deseo de llorar.

      —Oye —me preguntó el hombre—. ¿Dónde está tu madre?

      —Aquí, señor —contesté.

      Él se sobresaltó, corrió dos pasos y por fin se detuvo para mirar a su espalda. —Aquí, señor —expliqué tímidamente—. “También Georgiana”. Ésta es mi madre. —¡Oh! —dijo volviendo a mi lado—. ¿Y tu padre está con tu madre?

      —Sí, señor —contesté—. Él también. Fue el último de su nombre en la parroquia. —¡Ya! —murmuró, reflexivo—. Ahora dime con quién vives, en el supuesto de que te dejen vivir con alguien, lo que todavía no creo.

      —Con mi hermana, señor... Con la señora Joe Gargery, esposa de Joe Gargery, el herrero.

      —El herrero, ¿eh? —dijo mirándose la pierna.

      Después de contemplarla un rato y de mirarme varias veces, se acercó a la losa en que yo estaba sentado, me tomó con ambos brazos y me echó hacia atrás tanto como pudo, sin soltarme, de manera que sus ojos miraban con la mayor tenacidad y energía a los míos, que a su vez le contemplaban con el mayor susto.

      —Escúchame ahora —dijo—. Se trata de saber si te permitiré seguir viviendo. ¿Sabes lo que es una lima?

      —Sí, señor.

      —¿Y sabes lo que es comida?

      —Sí, señor.

      Al terminar cada pregunta me inclinaba un poco más hacia atrás, a fin de darme a entender mi estado de indefensión y el peligro que corría.

      —Me traerás una lima —dijo echándome hacia atrás—. Y también víveres —y volvió a inclinarme—. Me traerás las dos cosas —añadió repitiendo la operación—. Si no lo haces, te arrancaré el corazón y el hígado —y para terminar me dio una nueva sacudida.

      Yo estaba mortalmente asustado y tan aturdido que me agarré a él con ambas manos y le dije:

      —Si quiere hacerme el favor de permitir que me ponga de pie, señor, tal vez no me sentiría enfermo y podría prestarle mayor atención.

      Me hizo dar una tremenda voltereta, de modo que otra vez la iglesia pareció saltar por encima de la veleta. Luego me sostuvo por los brazos en posición natural en lo alto de la piedra y continuó con las espantosas palabras siguientes:

      —Mañana por la mañana, temprano, me traerás esa lima y víveres. Me lo entregarás todo a


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