7 Compañeras Mortales. George SaoulidisЧитать онлайн книгу.
―dijo en voz baja―. Pero me gustaría que te quedaras conmigo y vieras el resto de la temporada.
Horace se rió.
―¡Ja! Puedes verla entera, no me importa, en realidad es bastante predecible. No creo que me esté perdiendo mucho. Pero me apunto esta noche.
―¡Ah! ―dijo Desidia con la emoción de una persona muerta.
Capítulo 13: Horace
Pasó la mayor parte del día visitando sus antiguos trabajos. Horace había pasado por un montón de curritos, empezando como camarero en una pequeña taberna de su barrio. Al antiguo jefe le gustaba mucho, pero tenía todo el personal que necesitaba y admitió que los clientes ya no gastaban como antes. Luego fue al McDonald's del barrio, pero el gerente había cambiado y le ofreció impasible un formulario de solicitud de empleo. Horace lo llenó, pero sabía que no lo iban a contratar, ya que tenía más de treinta años y ellos preferían gente joven e ingenua que agachara la cabeza ante la empresa. Luego fue al periódico local, que por supuesto había cerrado.
Horace sintió un poco de tristeza por ello. Había sido su primer trabajo real cuando era adolescente, incluso le pagaban. Sabiendo de informática y con ciertas habilidades gráficas, trabajó en la pequeña empresa preparando la maquetación de los artículos y los anuncios y los clasificados de interés local.
Pero el papel había muerto. ¿Mantenía su suscripción? No, ahora que lo pensaba, sus padres tenían una, que seguramente olvidarían renovar, comprensiblemente, cuando dejaron el país para siempre.
Preguntó a los vecinos qué había pasado con el pequeño periódico. El dueño había muerto, un ataque al corazón. Sus nietos no se molestaron en resolver el papeleo y las deudas, y simplemente lo cerraron.
Todo un legado, desaparecido.
Horace tenía buenos recuerdos del lugar. Disfrutó del verano que pasó allí, donde le trataban como un adulto. Él sabía de informática y ellos no, por lo que su opinión se respetaba y sus consejos se aplicaban al instante. El jefe era un anciano amable incluso por aquel entonces, y los empleados eran gruñones pero no podían decir nada malo sobre él. La única reportera era una pelirroja coqueta que vacilaba a Horace cada vez que venía a entregar una historia o a corregir algún artículo, y él se masturbaba furiosamente cada noche pensando en ella.
Pero, echando la vista atrás, lo que más le gustaba del periódico era esa sensación de hacer algo real. Trabajaban en la computadora, imprimían el material y cambiaban el tamaño de las fotos durante todo el mes, luego lo enviaban a la imprenta y regresaba en olorosos montones de periódicos.
Cosas físicas. Se podía tocar, se podía oler, y por lo general terminaba en la basura después de su ciclo de vida. Si el periódico tenía suerte, terminaría siendo reciclado como papel maché o en el suelo de algún cuarto repintado.
Le gustaba mucho esa sensación de crear cosas.
En los otros trabajos nunca había llegado del todo a ese término. Siempre sirviendo menús u hojas de cálculo o alguna entrada de datos sin sentido.
Al darse la vuelta, Horace se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos.
Era la hora del almuerzo y estaba sudando, después de caminar bajo el sol toda la mañana. Se limpió el sudor de la frente y pensó en un helado.
Eso era. Olvidaba la heladería. Estaba en el lado más alejado de Kifisia, que era un barrio bastante grande, pero necesitaba ir a ver. Horace empezó a caminar hacia allí. Sabía que cualquiera de su generación buscaría con el teléfono y llamaría directamente para preguntar si había trabajo disponible, pero su padre le había enseñado lo contrario.
«Horace ―diría su padre― aparecer es la mitad del trabajo. Eso se aplica a todo, a tu trabajo, a tu pareja, a tus amigos, a tu familia. Recuérdalo».
Sonrió al recuerdo. Echaba de menos a sus padres, pero ellos se estaban divirtiendo persiguiendo canguros o algo. Se merecían un poco de diversión.
Así que apareció en la heladería. Se llamaba Zillions, porque tenía un millón de gustos para elegir. Estaba un poco diferente de lo que él recordaba, habían cambiado un poco el interior, las sillas, alguna decoración, pero por lo demás era lo mismo. Un gran espacio único dentro del local, el mostrador con todos los sabores de helado en el lateral. El área de personal y el almacén en la parte trasera, además de los aseos de los clientes con una entrada diferente al lado. Luego la verdadera atracción, el hermoso exterior con cómodas sillas y mesas. Era una pequeña terraza en forma de cuña, rodeada de árboles y cubierta por enormes sombrillas en la parte superior. Horace las odiaba particularmente, necesitaban un gran esfuerzo para abrir y cerrar. El lugar era fresco y acogedor, en suaves tonos tierra con toques de diseño moderno. En realidad le gustaba trabajar allí, era un lugar donde la gente iba a refrescarse, a tomar un helado y ser feliz.
No molaba tanto como crear cosas, pero bueno, era lo mejor después de eso.
Y sabía que necesitarían gente, al menos para algunos turnos extra.
Cuando entró, oyó gritos.
Ah, cierto. Ese era el único recuerdo que había reprimido.
Niños gritando.
Capítulo 14: Horace
―¡Horace, amigo! ―dijo Nico, y salió del mostrador para abrazarlo. El hombre siempre fue amable y a Horace realmente le gustaba. Era un jefe justo con todos, y solo los empleados de mierda hablaban mal de él.
―Oye, Nico, te ves bien. Probando todos los sabores, ya veo ―bromeó, señalando su barriga en expansión.
―Bueno, ¿y qué? A las damas les encanta.
Nico puso un brazo alrededor del cuello de Horace.
―Ven, siéntate. Pareces sediento. Déjame pensar, tu favorito es… ―Levantó un dedo―. No, no me lo digas. ¡Helado de tarta de queso!
Horace sonrió.
―¡Te acordaste!
―Por supuesto, soy Nico ―dijo orgullosamente, y se levantó de nuevo para ponerse detrás del mostrador. Hizo a un lado a la chica que trabajaba allí y puso una gran cantidad en una copa. Un poco de sirope más tarde, se lo sirvió a Horace, junto con un vaso de agua fría.
Horace no dudó en atacarlo, sin importarle que se le congelara el cerebro.
¡Hum! Qué bueno.
La expresión de Nico cambió.
―¿Puedo asumir que estás aquí por trabajo?
―Acertaste, Nico.
El hombre suspiró.
―Ay, Horace, Horace… ¿Qué voy a hacer contigo? ¿Qué hay de ese asunto de las muñecas del que siempre hablabas? ¿No has empezado con eso todavía?
Horace necesitó un segundo para caer en lo que el hombre estaba diciendo. Ah, sí, había compartido su sueño de hacer estatuillas personalizadas y todo eso. Decidió no rayarle a su ojalá futuro jefe por haberlas llamado muñecas.
―Ah, eso. Aquello nunca despegó.
―¿Por qué? ―preguntó Nico, con expresión sincera de pesar.
―No lo sé. Nunca tuve el dinero para empezarlo, seguí de trabajo en trabajo. ―Horace se encogió de hombros―. Nunca fue el momento adecuado.
Nico se humedeció los labios y se inclinó hacia adelante.
―Horace. ¿Ves este lugar?
Miró a su alrededor, siguiendo el gesto del hombre.
―Todo esto solo fue un sueño una vez. Es solo un sueño que tuve. Un millón de sabores de helado. Buena idea, ¿no?
Horace asintió.