Vittorio El Barbudo. Guido PagliarinoЧитать онлайн книгу.
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2a edición, revisada en profundidad y cambiada y publicada solo en diversos formatos electrónicos, © 2015 Guido Pagliarino
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La imagen de la portada de esta y todas las demás ediciones ha sido realizada por el autor, copyright © Guido Pagliarino
Los acontecimientos, personajes, nombres de personas, entes, empresas y sociedades y sus productos y servicios que aparecen en la obra son imaginarios y cualquier parecido con la realidad presente o pasada es casual e involuntario.
PRÓLOGO DEL AUTOR
La novela se basa en los personajes del subinspector Vittorio D’Aiazzo y su amigo Ranieri Velli, que ya aparecen en otras obras del autor. Se desarrolla en el año 1972, después de la novela Il metro dell’amore tossico, ambientada en 1969, y la historia tiene en parte lugar en Nueva York y en parte en Turín, como en los acontecimientos de la citada obra. En esta novela volvemos a encontrar, además de a los dos personajes principales, a diversos secundarios, entre ellos el interesado editor Mark Lines y el gélido multimillonario Donald Montgomery, antes director del FBI y ahora miembro del Senado y candidato a la presidencia de Estados Unidos contra el presidente saliente M. N. Richard.
La tarde del 30 de marzo de 1972, durante un banquete electoral organizado por Montgomery, es asesinada con un arma de fuego una de sus seguidoras, una señora joven y rica, esposa del muy rico Peter White, una mujer persistente en el adulterio, que tuvo una relación en los años 50 con Vittorio y en 1969 con Ranieri: un individuo misterioso aparece de repente en la puerta del comedor, después de matar a un vigilante de seguridad que le obstruía el paso, acaba con la mujer y huye desapareciendo. Del asesino, enmascarado en la parte superior de la cara, los convidados, entre ellos Ranieri Velli, solo pueden distinguir su aspecto robusto, su baja estatura y su gran barba grisácea, rasgos característicos del subinspector Vittorio D’Aiazzo, quien además en ese momento no está en Italia, sino precisamente en Nueva York, junto con novia, Marina Ferdi, viuda del difunto comisario Verdoni, anterior segundo de Vittorio. Hay que añadir que el nombre de D’Aiazzo está incluido en la lista de los invitados al muy exclusivo banquete. Salvo Ranieri Velli, que oculta su amistad, los testigos reconocen y señalan como asesino al subcomisario, que es acusado de homicidio, junto a su acompañante, por el fiscal neoyorquino, amigo y partidario de Montgomery. Este último desea demostrar que no se trata de un falso atentado contra su persona ideado por él mismo, como insinúa por el contrario con insistencia el presidente saliente Richard, en busca de réditos electorales, y que lamentablemente había terminado mal por un error de puntería de quien disparó. El fiscal del distrito está completamente decidido a conseguir la condena de Vittorio por presuntas razones pasionales, por odio a la mujer que le había abandonado en su momento. El subcomisario y su novia son extraditados a Nueva York para la instrucción del juicio, que, como saben los lectores gracias a tantas películas y telefilmes, en Estados Unidos se realiza en audiencia pública, con jurado y juez. Todavía estamos en los primeros compases de la novela. Varias de las páginas siguientes presentan diversas fases de la vista. La joven abogada defensora de D’Aiazzo, Sarah Ford, defiende al principio un delito pasional por parte del marido varias veces traicionado de la víctima, Mr. White. En cuanto a Ranieri Velli, deseoso de ayudar a su amigo, pero incapaz de actuar en persona fuera de Italia, investiga por medio de la agencia de detectives privados Taylor & Taylor. También investigan informalmente dos colaboradores de Vittorio, los comisarios Aldo Moreno y Mauro Sermoni, tratando de demostrar la inocencia de su superior y encontrando en cierto momento en Turín importantes indicios que, junto con los datos recogidos por Ranieri y el abogado conducirán a la solución del caso.
CAPÍTULO I
Era el 30 de marzo y eran casi las siete de la tarde, hora de Nueva York. Pronto iba a empezar el banquete electoral del gobernador Montgomery y Mark Lines, mi editor en Estados Unidos, un hombre flaco de unos cincuenta años, de altura media y pelo espeso y entrecano, y yo estábamos llegando al Hotel Wellington, cuya sala de conferencias se había adaptado para la ocasión como lugar del convite.
Donald Montgomery, joven y ambicioso multimillonario encabezaba las elecciones primarias de su partido, que se llevaban a cabo desde enero, con el objetivo en las presidenciales de noviembre y tenía grandes esperanzas de entrar en la Casa Blanca derrotando al actual presidente, M. N. Richard, que pretendía presentarse para un segundo mandato.
Una vez que bajamos del taxi, después de que, como era habitual en él, me dejara la tarea de pagar, Mark me dijo:
–Nuestro amigo Donald espera vivamente que expreses algunas palabras de simpatía, dado que te salvó la ida en aquel caso tan feo.
Había esperado para lanzármelo hasta ese justo momento, mientras que esa mañana, cuando estábamos en su despacho para acordar las condiciones de la publicación de mi último libro y la cesión de los derechos cinematográficos respectivos, se había limitado a transmitirme su invitación al banquete. Sabía que Lines no era solo un amigo, sino uno de los grandes electores de Montgomery y no me sorprendió su solicitud, pero sí que me contrarió un poco. Aun así, acepté porque era verdad que, en julio de 1969, el gobernador, entonces director del FBI en ese mismo estado de Nueva York que ahora gobernaba, me había salvado el pellejo, amenazado por un chalado criminal internacional: aunque no fue él solo, sino junto a muchos agentes suyos y mi amigo Vittorio D’Aiazzo, subcomisario en Turín, que, en aquellos días, estaba en misión de servicio en Nueva York en busca de aquel loco.1
En el salón del banquete había un vocerío tal que, al entrar, me empezó de inmediato uno de mis dolores de cabeza. Los invitados se quedaron callados cuando llegó el gobernador, pero solo para ponerse en pie y tributarle un aplauso tan fragoroso que para mí fue como una puñalada en el cerebro.
Entre los que se sentaban en nuestra mesa había dos actores de unos cuarenta años, Burt Cooper, famoso actor teatral dedicado algunas veces al cine, alto, delgado y de poco pelo, que mantenía rapado, y Robert Avallone, llamado el toro por su extraordinaria musculatura, actor solo cinematográfico. No era casualidad que se sentaran con nosotros: en realidad, habían interpretado una película basada en mi aventura estadounidense de hace tres años, Cooper en el papel del chalado que había tratado de matarme después de torturarme y el toro interpretando a mi persona. Luego Avallone en solitario, siempre interpretando a mi persona, Ranieri Velli, escritor y periodista italiano y, en el pasado, policía a las órdenes de mi amigo D’Aiazzo, había sido el protagonista de una segunda y tercera películas inspiradas en mis posteriores novelas, también autobiográficas en lo sustancial. No había ninguna semejanza física entre nosotros: mientras que el actor llevaba barba, yo no, e incluso detesto los pelos sobre la cara hasta el punto de que, como mi amigo Vittorio llevaba barba, muchas veces le incitaba a que se la afeitara, aunque en vano. Además, Avallone era moreno y yo rubio, llevaba el pelo muy largo, mientras que yo lo llevo cortísimo y a capas y él medía un metro setenta y yo llego al uno noventa. Pero a él le habían elegido los productores porque, en aquel momento, era la estrella que atraía más dinero a las taquillas. El cotilla de Mark, cuando nos sentamos en nuestro lugar, poco antes de que llegara el actor, al advertir la tarjeta sobre la mesa con su nombre, me contó que Robert llevaba barba para ocultar una profunda cicatriz en el mentón inferida con
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Se refiere a la novela del mismo autor,