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Las Quimeras De Emma. Isabelle B. TremblayЧитать онлайн книгу.

Las Quimeras De Emma - Isabelle B. Tremblay


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de su habitación? —preguntó Emma entrando en el ascensor.

      — Esto… wait a minute. It’s… ho… I think…

      Candice, apoyada sobre Emma, rebuscó en su bolso y sacó una tarjeta electrónica que le entregó. Emma vio que no estaba en el mismo piso que ella y marcó el número correcto que correspondía al piso de la habitación de Candice. Arrastró a Candice por el pasillo hasta el número 349 y metió la tarjeta en la cerradura. Cuando abrió la puerta, constató que el lugar se parecía más a una suite que a la habitación minúscula que ella y Charlotte compartían. Debería haber imaginado que, con sus medios económicos y su estatus, podía permitirse el lujo.

      —Ya ha llegado a su destino —dijo Emma con voz suave, empujando a Candice dentro de la habitación.

      —Muchas gracias —murmuró la mujer.

      —¿Estará bien?

      La mujer le dedicó una sonrisa a Emma, y luego la tomó entre sus brazos y la presionó contra ella durante unos segundos antes de darle un beso en la mejilla y alejarse. Su aliento apestaba a alcohol, lo que hizo estremecer a Emma.

      —Todo OK, Emma —acabó por responder mientras encontraba la dirección de la cama, impecablemente hecha, para tumbarse sobre ella, completamente vestida.

      Emma se acercó para asegurarse por última vez de que la mujer estaba bien, pero ya estaba roncando. Tiró de uno de los edredones y lo puso sobre Candice, que entreabrió los ojos por unos segundos antes de volverlos a cerrar, con una sonrisa en los labios. Emma fue a dejar el bolso de Candice sobre una butaca situada en la esquina de la habitación. Se dirigió seguidamente hacia la salida y apagó la luz antes de marcharse de allí enseguida. Se apoyó contra la pared después de haber marcado el número de su piso. La puerta se cerró, y ella cerró los ojos hasta que el ascensor se paró para dejar entrar a Gabriel Jones. A pesar del cansancio visible en su rostro, le dirigió una calurosa sonrisa a Emma.

      —Las dos quebequesas, ¿verdad? —dijo con una pequeña sonrisa que hizo que la joven se derritiera.

      Emma asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa. Se acordaba de ella y hasta le había dirigido la palabra, a diferencia de lo que había pasado durante su breve encuentro de la mañana. Estaba emocionada.

      —¿Gran fiesta? —preguntó ella tímidamente sin dejar de sonreírle.

      —Sí. ¿Quién lo hubiera dicho, que un seminario sería más agotador aún que hacer veinticuatro horas en urgencias? —replicó él, con tono burlón.

      —¿Eres médico?

      Él iba a responder cuando el ascensor hizo un ruido extraño y se paró de golpe en su descenso. Emma fue propulsada sin querer hacia Gabriel y lo empujó involuntariamente contra la pared a su izquierda. Farfulló unas disculpas, respirando de paso la fragancia fresca y viva que él desprendía, muy agradable a su olfato. Su olor le hizo recordar la imagen de un profesor de francés de secundaria que llevaba un perfume similar y del que había estado encaprichada un tiempo. Emma se separó rápidamente del hombre. Confundida.

      —¿Estás bien? —preguntó él preocupado.

      —Sí, sorprendida, pero estoy bien. Creo que el ascensor nos ha abandonado —, respondió Emma sonrojándose.

      Gabriel cogió el teléfono rojo de emergencia y marcó el número de servicio para avisar de la avería. Intercambió algunas frases, y después colgó.

      —Creo que corremos el riesgo de pasar un rato largo juntos —dijo antes de continuar—, era alguien nuevo en la recepción y parecía completamente perdido. Va a llamar para tener una asistencia inmediata.

      Emma respiró lentamente. Intentaba estar mantener la calma a pesar del pánico que crecía en ella. Estar en un lugar cerrado y sin salida la ponía un poco nerviosa.

      —Con suerte, quizás sólo sea una pequeña avería...

      — Eso espero. Tengo que coger un avión muy temprano mañana por la mañana para volver a casa. No es que no esté contento de estar atrapado aquí con una joven tan encantadora —dijo Gabriel con una sonrisa cautivadora.

      Emma se rio sin querer por su comentario, pero prefirió guardar silencio. Se imaginó, vista su vivacidad, que era un mujeriego. Todavía se sentía incómoda por estar atrapada en un espacio sin ventanas y sin ninguna salida posible. Imitó a Gabriel cuando este decidió sentarse en el suelo y usar su teléfono para consultar sus correos. Emma oyó el sonido del suyo y se puso a rebuscar en el fondo de su bolso para encontrarlo, sacando de paso algunos elementos extraños que no eran habituales en el bolso de una mujer, bajo la mirada divertida de su compañero. Cuando, finalmente, puso la mano sobre su móvil, vio un mensaje de texto que le había dejado Ian y que leyó a toda prisa. “Lo siento por esta noche. Una emergencia. Estaba pensando en ti. Besos”. Emma hizo una mueca sin darse cuenta.

      —¿Malas noticias?

      —No, para nada. Alguien que me ha dado plantón y que me pide disculpas.

      —Más vale tarde que nunca, supongo. No es muy amable dejar colgado a alguien.

      Emma mantuvo su mirada en Gabriel. Le resultaba muy agradable y, al contrario que Ian, parecía un tipo mucho más serio. Vestía un elegante traje negro. Se había desabrochado los tres primeros botones de su camisa y había desecho su pajarita. Una señal muy clara de que su fiesta había terminado. Emma observó un momento la pequeña cicatriz que tenía en la frente. Una línea recta, horizontal, por encima de su ojo izquierdo. Se preguntó realmente cómo había podido hacérsela. Supuso que había sido probablemente jugando a hockey. Lo cual le pareció gracioso, ya que no sabía ni si a él le interesaba este deporte ni si lo había practicado. Emma sentía una gran felicidad al inventarse historias. No es que habitara un mundo paralelo, pero estaba en su personalidad el inventarse cuentos que acababa plasmando sobre papel. Sólo por el placer de inventarse anécdotas y de crear personajes más vivos que en la realidad.

      —Creo en las segundas oportunidades —contestó Emma volviendo su mirada hacia su teléfono para leer el segundo mensaje que había recibido.

      —Yo también creo en ellas. La vida a menudo nos brinda más de una oportunidad, pero habitualmente, es la gente la que no sabe utilizarlas —respondió él. Entonces decidió cambiar de tema —: ¿cómo está la señorita Riopel?

      Puso su teléfono a su lado.

      —¿Charlotte?

      Emma sintió una pequeña pizca de celos en su interior. Aunque estaba acostumbrada. Los hombres se acordaban constantemente de Charlotte. Le pedían habitualmente su número, si tenían la mínima oportunidad, o si estaba saliendo con alguien. Aunque quería mucho a su mejor amiga, a veces resultaba fastidioso. Le hubiera gustado despertar el interés de los hombres tanto como ella. No obstante, era consciente de que su amiga desprendía un aura de sexo, de placer sin complicaciones, y era a menudo todo lo que un hombre normal y corriente quería. En ese aspecto, ella siempre ganaba. Emma también sabía que la fuerza de Charlotte podía ser una debilidad. Personalmente ella era más reservada, más discreta, pero buscaba relaciones más serias y no competía sobre el número de amantes que pasaban por su cama.

      —Sí, Charlotte. Pasamos un rato muy agradable juntos ayer por la noche. Consiguió hacerme reír con su vivacidad y su humor...

      Emma suspiró y puso su teléfono a su lado, alzando la mirada hacia Gabriel. Él esperaba, observándola minuciosamente.

      —Supongo que está bien. Al menos, estaba bien la última vez que hablamos. ¿Quieres que te dé su número, supongo?

      Emma sabía que Charlotte aceptaba los números, pero daba raras veces el suyo.

      Las palabras habían salido de un modo expeditivo, sin que ella pudiera filtrarlos de antemano. Gabriel tenía un aire perplejo y fijó su mirada, ahora divertida, en la de su compañera de ascensor. Comprendió fácilmente que había tocado una fibra sensible, sin querer.

      —Es


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