Caballo sea la noche. Alejandro MorellónЧитать онлайн книгу.
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Alejandro Morellón
Alejandro Morellón (Madrid, 1985). En 2010 fue becado por la Fundación Antonio Gala. Ha publicado el libro de relatos La noche en que caemos (2013), con el que resultó ganador del premio Fundación Monteleón, y algunos de sus textos han aparecido en revistas como Quimera, Prosa inmortal, Eñe o Energehia. En 2015 fue finalista del Premio Nadal por su obra “He aquí un caballo blanco”. En 2017 resultó ganador del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez, con el libro “El estado natural de las cosas”. Actualmente reside en Madrid.
Candaya Narrativa, 62
CABALLO SEA LA NOCHE
© Alejandro Morellón
Primera edición impresa en la Editorial Candaya: septiembre de 2020
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Alex Monge
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN:978-84-18504-10-5
Depósito Legal:B 21441-2019
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Índice
Iré qué importa
caballo sea
la noche
Roy Sigüenza
A Manuela, a Oliver, a Ricardo
I
Quise ingresar de nuevo en la noche para evitar el rostro de mi madre, el de mi hermano, el de mi padre, e intercambiar los afectos y los defectos de mi familia por una presencia redentora, reemplazarlos a todos por el cuerpo soñado de la bestia: un caballo blanco, descomunal, como un rey pálido bajo la tormenta, los ojos dirigidos a un cielo iluminado por la electricidad, la cabeza erguida para enfrentarse a la luz con un relincho, el músculo entre el grito y la carne, caballo sea la noche, le dije, y el animal continuó su curso entre los espacios intermitentes, desenfrenado por una potencia externa, desconocida, arrastrándose hasta llegar a un abismo en el que acabó por disolverse, y yo a ese caballo lo amaba porque ese caballo era yo, atravesado por la caída de los relámpagos como por la mirada de un dios infatuado, y cuando la imagen se desvanecía su inquietud perduraba a través de mi temblor, retorcido entre las sábanas, pensando en la razón por la que había entrado en mi cuarto despojándome de la camiseta y de los zapatos, retirando todo lo que había sobre la cama para tumbarme en ella mientras los maldecía a los tres, caballo sea la noche, repetí, porque quise dormirme hasta el final de las cosas e invocar una oscuridad en la que no se leyera mi nombre, refugiarme bajo esa frazada que era mi manto nocturno, queriendo dormir para generar un crepúsculo increado todavía, y no recuerdo lo que había hablado con mi madre pero lo último que vi de ella era que seguía en el sofá, con el álbum de fotografías sobre las piernas aunque ya no lo mirara, ¿cómo estás?, le pregunté, pero mi madre simplemente pestañeó dos veces antes de que yo me diera la vuelta sin ninguna réplica, de regreso a mi habitación, y no había sido tanto el cansancio como mi voluntad lo que me había llevado a cerrar los ojos en espera de las próximas alucinaciones, en una noche que duraría muchas noches en las que yo lloraba incluso dormido, consignado en el dolor también en sueños, aunque a pesar de todo me decidiera por habitar un mundo provisional, sabiendo que podía renunciar a él cuando lo necesitara, encender la luz y regresar a la realidad de la casa, pero aún no quise, todavía no, prefería retener algo más de los días inmemoriales, soñando con el tiempo antes del tiempo, recobrando en la noche una memoria virginal, retroceder a lo que estaba antes, al día de mi quinto cumpleaños, por ejemplo, sentados todos alrededor de la mesa cuando mis padres me miraron orgullosos y se dieron la mano igual que hace treinta años, un mismo gesto que se desdoblaba en ellos, una reincidencia que duraba lo que durase el encantamiento, hasta que mi madre cogió el cucharón para preguntarnos: ¿quién va a querer puré?, sirviendo primero a nuestro padre, elegantemente vestido y muy recto en su silla, con una actitud tan tranquila que parecía aletargado, reposando sus ojos en el plato, en mi madre, en el vaso de vino, en la ensaladera, en mi hermano, y después en mí: vio que se me había derramado un poco de puré sobre el mentón y lo recogió con el pulgar para llevárselo a la boca, y dijo: qué rico, y ya mucho más tarde he querido adivinar en ese acto un símbolo crucial, una anticipación, mi madre sonrió primero hacia mi padre y luego hacia mí y seguimos comiendo todos a ratos en silencio y a ratos no, desde la ventana nos llegaba una luz sin brillo pero el día era claro y los cubiertos de plata, que solo se utilizaban cuatro veces al año, nos devolvían la forma de los demás objetos sobre la mesa, la bandeja del pan y la fuente de agua y la tarta que mi madre dispuso en el centro para que yo soplara las velas después de pedir un deseo, y ese deseo lo pedí y nunca se me cumpliría, mi padre tironeó de una de mis orejas cinco veces mientras mi madre cantaba y mi hermano quiso también soplar las velas, aunque no creo que él pidiera ningún deseo, pero a menudo el recuerdo y el sueño se malinterpretaban, a veces era mi madre la que me tiraba de las orejas, o mi hermano no soplaba las velas, o a mi padre le asqueaba la comida que había recogido de mi cara, y entonces la memoria se volvía inestable, un lugar del que yo no sabía si huir o en el que refugiarme, a menudo atravesado por una inquietud solipsista en la que la naturaleza de las imágenes perdía concreción, y por medio del mismo desvarío me acababa disolviendo, me enajené de los objetos sensibles, estaba recluyéndome en el yo como un árbol