Alguien que te quiera con todas tus heridas. Raphael Bob-WaksbergЧитать онлайн книгу.
en la zona del zoo que hay frente a la Casa de los Monos, y concretamente tus abuelos, quienes visitaron la Casa de los Monos del zoo del Bronx a las seis semanas de noviazgo y decidieron casarse.
«¿Cómo pudisteis tomar una decisión tan importante en seis semanas?», le habías preguntado una vez a tu abuela. «Apenas os conocíais».
«En aquellos tiempos, la gente no se lo pensaba tanto. Si querías a alguien, te casabas con él».
«Pero ¿cómo lo sabíais?».
«Fácil», contestó. «Le pregunté a tu abuelo “¿tú crees que deberíamos casarnos?”, y me dijo “vamos a preguntárselo a los monos. ¡Eh, monos! ¿Creéis que deberíamos casarnos?”, y los monos se estaban riendo, así que dijo “creo que eso es un sí”».
«¿Ya está? ¿Os casasteis porque los monos se rieron?».
Tu abuela se encogió de hombros. «Pensé que aquello era una señal».
Una vez llevaste a Alex al zoo del Bronx —¿o fue a Anthony?— para ver si los primates obraban algún tipo de magia con vosotros, pero la Casa de los Monos había desaparecido. La demolieron en 2012.
Concluiste que aquello era una señal.
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En Astoria, Queens, se emplaza un pequeño estudio en el que Carlos, el amor de tu vida a día de hoy, pone en orden las solicitudes para cursar un máster. Durante los lentos días en el trabajo o los largos trayectos en el metro, te descubres soñando con que a Carlos lo acepten en algún sitio —adonde tú le seguirás—, muy muy lejos.
Te imaginas pasando el resto de tu vida con este hombre, tal y como te has imaginado con todos los anteriores. No porque creas que vayas a hacerlo, sino porque simplemente no puedes evitar vislumbrarlo.
Imaginas los hijos que tendréis, las vacaciones en familia y las cenas de aniversario, que lavaréis los platos juntos, que os interrumpiréis y puntualizaréis las anécdotas e historias del otro, que prometeréis que nunca os iréis a la cama enfadados, aunque eso signifique —como a menudo lo hará— quedaros despiertos toda la noche discutiendo.
Pero, sobre todo, te imaginas viviendo en alguna otra parte, a kilómetros y kilómetros de esta estrecha y concurrida capital que empezara a florecer en el siglo xx. Crees que podríais vivir en Austin o en Minneapolis. Te han dicho que Seattle es preciosa y encima nunca la has visitado.
Una mañana, mientras desayunáis té y leéis el ejemplar del Seattle Times del fin de semana en vuestro nuevo y espacioso loft en el centro (o donde quiera que viva la gente en Seattle), Carlos te sonreirá y tú le devolverás la sonrisa, y se rascará la nunca de esa forma tan descuidada en que siempre lo hace y te dirá «oye, ¿por qué no organizamos algún día un viaje a Nueva York? Podríamos ver una obra en Broadway, pasear...».
Carlos limpiará los dos boles de cereales, los que pertenecen a la vajilla nueva que compraste cuando te mudaste aquí, y de camino al fregadero, te besará la frente con suavidad, esa frente que ya fue suavemente besada por tantos otros hombres, una marca entre mil más, en medio de todo un cementerio de besos.
Y tú le sonreirás y te preguntarás si él también, como todos los que vinieron antes que él, se convertirá algún día en un amargo recuerdo, si algún día cometerá el mismo error tonto de siempre, el de conocerte demasiado bien y a la vez no lo suficiente.
«¿Qué te parece? ¿Te apetece volver a Nueva York, pasar el día allí?».
«No», responderás. «Hay demasiados fantasmas allí».
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