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      LUIS BUÑUEL O LA MIRADA DE LA MEDUSA

      (un ensayo inconcluso)

      Carlos Fuentes

      LUIS BUÑUEL

      O LA MIRADA DE LA MEDUSA

       (un ensayo inconcluso)

      Prólogo de

      Román Gubern

      Edición, introducción y notas de

      Javier Herrera Navarro

      CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL

      CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL

      Responsable literario: Javier Expósito Lorenzo

      Diseño y cuidado de la edición: Armero Ediciones

      © Herederos de Carlos Fuentes, 2017

      © Herederos de Luis Buñuel

      © de «Tesoros recuperados de un naufragio», Román Gubern

      © de «Introducción a un texto recobrado», Javier Herrera Navarro

      © Fundación Banco Santander, 2017

      ISBN: 978-84-16950-30-0

      Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

      Román Gubern

      TESOROS RECUPERADOS DE UN NAUFRAGIO

      Las páginas que siguen nos dan a conocer una muestra sustantiva y de muy elevado interés de las relaciones de Carlos Fuentes y Luis Buñuel, que deberían haber culminado en un libro del primero sobre el segundo, y que Javier Herrera ha rescatado del archivo sobre el cineasta depositado en la Princeton Library University y ha contextualizado con su habitual meticulosidad y precisión. De modo que el texto que sigue ilumina de manera deslumbrante tanto el imaginario del cineasta como el del escritor, dos personalidades intelectuales muy descollantes del pasado siglo. Empecemos por recordar que Buñuel, al abandonar un Hollywood que se había vuelto profesionalmente improductivo y hasta hostil, recaló en México en 1946 para dirigir una versión de La casa de Bernarda Alba (de quien fue su amigo entrañable, Federico García Lorca, pero cuya vertiente estética detestaba), aunque al no poder disponer de sus derechos de adaptación realizó la producción de Oscar Dancigers —un cineasta de origen ruso conocido de los días de París— titulada Gran Casino, un insípido vehículo estelar para el famoso actor Jorge Negrete y la actriz argentina fugitiva del peronismo Libertad Lamarque. De manera que puede afirmarse que desde 1946 Buñuel quedó atrapado en la industria cinematográfica mexicana, con todas sus servidumbres comerciales, hasta que en 1955 pudo empezar a despegarse de ella en la arena europea, gracias a la coproducción franco-italiana Cela s’appelle l’aurore.

      Cuando Buñuel inauguró su carrera mexicana en 1946, a los cuarenta y seis años, Carlos Fuentes, nacido en Ciudad de México en 1928, tenía dieciocho y, espoleado por sus inquietudes literarias, no tardaría en adentrarse en actividades periodísticas. Y del periodismo saltó a la narrativa, de modo que en 1954 abordó el universo fantástico con Los días enmascarados, la obra que le otorgó notoriedad pública, admirada sobre todo por su recreación literaria de estados de sueño y alucinación. Ese mismo año Buñuel, con la colaboración del guionista (compatriota de Badajoz exiliado en México) Luis Alcoriza —con quien empezó a trabajar en 1949—, dirigió el que fue tal vez su film más enraizado en el costumbrismo popular mexicano, El río y la muerte. Pero en este apartado escritural es imprescindible evocar la significativa labor de Fuentes como guionista cinematográfico, a veces a partir de textos literarios suyos, en colaboraciones con Gabriel García Márquez o adaptaciones de autores de primera fila (como El gallo de oro y Pedro Páramo de Juan Rulfo).

      Buñuel pertenecía a la legión de emigrados por la derrota republicana en la guerra civil española y acogidos por el presidente mexicano Lázaro Cárdenas, pero había recreado su microcosmos en una casa de aspecto español —con reminiscencias de la Residencia de Estudiantes madrileña que fue su morada juvenil— que le construyó en la Cerrada de Félix Cueva el arquitecto español Arturo Sáez de la Calzada. A ella me llevaron una vez en 1977 Luis Alcoriza y Paco Ignacio Taibo —Buñuel conocía algunos de mis libros y me acogió con gran cordialidad—, para departir toda la tarde con el maestro, ya retirado del oficio, ante el famoso retrato que le hizo Dalí en los años felices, en el que una nube alargada amenazaba premonitoriamente su ojo izquierdo. Y lo premonitorio no era solo por la famosa obertura de Un Chien andalou, sino porque me informó, en este único encuentro nuestro, de que iban a operarle pronto de cataratas con una nueva técnica de láser.

      Nostalgia juvenil aparte, manifestada arquitectónicamente, Buñuel se había integrado razonablemente bien en su nueva patria, como ocurrió con la mayor parte de los trasterrados por la guerra civil. Y por eso sus relaciones con Carlos Fuentes fueron fluidas. A Fuentes le interesaba el cine, y dio prueba de ello en su novela Zona sagrada (1967), que narra la vida del hijo de una actriz cinematográfica que no llega a tener personalidad propia, además de en su trabajo como guionista ya citado. Por añadidura, fue miembro del jurado de la XXVIII edición de la Bienal de Venecia, que otorgó precisamente en 1967 su León de Oro al espléndido e inquietante film de Buñuel Belle de jour, inspirado libremente en una novela de Joseph Kessel de 1928 que no gozaba de especial prestigio literario.

      En esta fecha, salvo por la biografía pionera de J. F. Aranda en 1970, los libros sustentados en entrevistas sistemáticas con el realizador eran inexistentes. El primero apareció en Francia en 1982 en forma de memorias del realizador en primera persona, redactadas por su guionista Jean-Claude Carrière —y con no pocos errores de transcripción en los nombres propios y otros detalles—; el segundo, y el más productivo y extenso, fue la voluminosa compilación post mortem (1985) de entrevistas de Max Aub con el realizador —se conocían desde 1925, según me dijo en una conversación en Cambridge (Massachusetts), en 1971— y con amigos y colaboradores suyos; en conjunto un corpus documental escaso, pero coronado por las competentes entrevistas editadas en 1995 por los mexicanos Tomás Pérez Turrent y José de la Colina. Luis Buñuel falleció el 29 de julio de 1983: Pilar Miró, directora general de Cinematografía, no pudo concederle el Premio Nacional del ramo, como deseaba y acuciada por la mala salud del cineasta, al ser ciudadano mexicano, y el ministro de Cultura Javier Solana voló a México para entregarle en su casa local la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Unos días después de este episodio llamé a su amigo Ricardo Muñoz Suay para inquirir su reacción y me contestó que estaba muy enfadado, pues esperaba que el rey le hubiera concedido el marquesado de Calanda (como a Dalí le concedió antes el marquesado de Púbol).

      Ahora sabemos, gracias al presente libro, que las conversaciones más o menos sistemáticas de Carlos Fuentes con Buñuel acerca de su obra fueron pioneras y precursoras de las antes citadas, lo que añade la ventaja de que la plasticidad mental de Buñuel fuera también superior: por eso puede afirmarse que estamos ante la arqueología de dos imaginarios, la del espeleólogo (Carlos Fuentes) y la de la sima (Luis Buñuel). Y el escritor, por su parte, suma a las fuentes ya mencionadas una interpretación transcultural (antropológica, psicoanalítica, mítica, política y estética). Esta frescura, anterior a la senilidad, permite ofrecer percepciones nuevas y a veces sorprendentes. Así, Buñuel leyó al marqués de Sade gracias a una indicación de Robert Desnos, que le transmitió en 1930 un ejemplar manuscrito de Los 120 días de Sodoma, que para el realizador supuso, en vísperas de la realización de L’Âge d’or (La edad de oro), una impactante revelación que influiría de modo muy importante en su obra. Pero en las confesiones a Fuentes arroja una luz totalmente nueva, al afirmar que le gustó Sade porque fue «algo así como el espejo crítico del mundo en el que crecí, la España de principios de siglo y la Europa de la posguerra


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