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Salambó (texto completo, con índice activo) - Gustave Flaubert


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      Gustave Flaubert

      Salambó

      (texto completo, con índice activo)

      e-artnow, 2021

      EAN 4064066447472

       I. El festín

       II. En Sicca

       III. Salambó

       IV. Bajo las murallas de Cartago

       V. Tanit

       VI. Hannón

       VII. Amílcar Barca

       VIII. La batalla del Macar

       IX. En campaña

       X. La serpiente

       XI. En la tienda

       XII. El acueducto

       XIII. Moloch

       XIV. El desfiladero del hacha

       XV. Matho

      Salambó

       La princesa de Cartago

Gustave Flaubert

      I. El festín

      Índice

      Sucedía en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.

      Los soldados que éste había capitaneado en Sicilia celebraban con un gran festín el aniversario de la batalla de Eryx, y como el jefe se hallaba ausente y los soldados eran numerosos, comían y bebían a sus anchas.

      Los capitanes, calzados con coturnos de bronce, se habían colocado en el sendero central, bajo un velo de púrpura con franjas doradas que se extendían desde la pared de las cuadras hasta la primera azotea del palacio. La soldadesca se hallaba esparcida a la sombra de los árboles, desde donde se veía una serie de edificios de techumbre plana, lagares, bodegas, almacenes, tahonas y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras y una cárcel para los esclavos.

      En torno a las cocinas se alzaban unas higueras, y un bosquecillo de sicómoros llegaba hasta una verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los copos blancos de los algodoneros. Parras cargadas de racimos trepaban por entre el ramaje de los pinos; un vergel de rosas florecía bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre el césped, se balanceaban las azucenas; cubría los senderos una arena negra, mezclada con polvo de coral, y de un extremo a otro, en medio del jardín, la avenida de los cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.

      El palacio, construido con mármol númida de vetas amarillas, elevaba en el fondo, sobre amplios basamentos, sus cuatro pisos y sus azoteas. Con su gran escalinata recta, de madera de ébano, que ostentaba en los ángulos de cada peldaño la proa de una galera enemiga; con sus puertas rojas cuarteladas por una gran cruz negra; sus verjas de bronce que lo protegían a ras de tierra de los escorpiones, y su enrejado de varillas doradas que cerraban las aberturas superiores, parecía a los soldados, en su severa opulencia, tan impenetrable y solemne como el rostro de Amílcar.

      El consejo había elegido la casa de Amílcar para celebrar este festín. Los convalecientes que dormían en el templo de Eschmún se habían puesto en marcha al despuntar la aurora y, ayudándose de sus muletas, se arrastraban hasta el palacio. Afluían sin cesar por todos los senderos, como torrentes que se precipitaban en un lago. Se veían correr entre los árboles a los esclavos de las cocinas, despavoridos y medio desnudos; las gacelas huían gamitando por el césped; el sol declinaba, y el aroma de los limoneros hacía más penetrante aún las emanaciones de aquella multitud sudorosa.

      Había allí hombres de todas las naciones: ligures, lusitanos, baleares, negros y fugitivos de Roma. Se oían, junto al pesado dialecto dórico, las sílabas célticas que restallaban como los látigos de los carros de guerra, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como gritos de chacal. Se reconocía a los griegos por su talle esbelto, al egipcio por sus hombros altos y al cántabro por sus gruesas pantorrillas. Los soldados caños balanceaban orgullosamente las plumas de su casco; unos arqueros de Capadocia se habían pintado con zumo de hierbas grandes flores en sus cuerpos, y algunos lidios, vestidos de mujer y con zarcillos en las orejas, comían en zapatillas. Otros, que para más gala se habían embadurnado de bermellón, parecían estatuas de coral.

      Se tumbaban en los cojines y comían, unos, acurrucados en torno a grandes bandejas, y otros, tendidos de bruces, cogían las tajadas de carne y se hartaban, apoyados en los codos, en esa actitud pacífica de los leones cuando despedazan su presa. Los últimos en llegar, de pie y recostados contra los árboles, contemplaban las mesas bajas, que casi desaparecían bajo los tapices escarlata, y aguardaban su turno.

      No siendo suficientes las cocinas de Amílcar, el consejo había enviado esclavos, vajilla y lechos; y en el centro del jardín ardían, como en un campo de batalla cuando se queman los muertos, grandes hogueras en las que se asaban bueyes. Los panes espolvoreados de anís alternaban allí con los enormes quesos más pesados que discos, y las cráteras llenas de vino, con las jarras llenas de agua, hallábanse colocadas junto a unas canastillas de filigranas de oro, rebosantes de flores. La alegría de poder hartarse a su gusto hacía chispear los ojos de todos, y acá y allá comenzaban a entonarse canciones.

      Se les sirvió, en primer lugar, aves en salsa verde, en unos platos de arcilla roja, decorada con dibujos negros; luego, papillas de harina de trigo, de habas y de cebada, y caracoles aderezados con comino, servidos en fuentes de ámbar amarillo.

      Después, las mesas se cubrieron de carnes: antílopes con sus cuernos, pavos con sus plumas, carneros enteros guisados con vino dulce, piernas de camello y de búfalo, erizos al garum, cigarras fritas y lirones confitados. En unas gamellas de madera de Tamrapanni flotaban, en medio de una espesa salsa de azafrán, grandes trozos de manteca. Todo estaba recargado de salmuera, de trufa y de asafétida. Las pirámides de frutas se desmoronaban sobre los pasteles de miel, y no se habían olvidado algunos de esos perritos panzudos y de pelaje rojizo que se cebaban con orujo de aceitunas, plato cartaginés que abominaban los demás pueblos. La novedad de los manjares excitaba la avidez de los estómagos Los galos, con sus largos cabellos recogidos en la coronilla, se disputaban las sandías y los limones, que se comían con la corteza. Negros que nunca habían visto langostas de mar se arañaban la cara con sus púas rojas. En cambio, los griegos, afeitados y más blancos que el mármol, tiraban detrás de sí los desperdicios de su plato, en tanto que los pastores del Brutium, vestidos con piel de lobo, devoraban silenciosamente su ración sin levantar la cabeza del plato.

      Iba anocheciendo.


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