La investigación en educación lleva decenios rindiendo resultados notables, dirigidos básicamente a mejorar las maneras en las que se facilita el aprendizaje. Aprender, como caminar, es una destreza adquirida, pero cuando nos exigimos alcanzar en ella un dominio profundo, la investigación nos muestra que las estrategias más efectivas son, a menudo, contrarias al sentido común. Los estudiantes universitarios confían en técnicas de estudio que distan mucho de resultar óptimas. Y lo que es peor, el profesorado les sigue animando a que pierdan el tiempo y la energía con ellas, pues también sigue aferrado a esas prácticas tan poco efectivas como ampliamente aceptadas. Pero aprender implica esfuerzo dilatado en el tiempo; y cuando nos dedicamos a tareas que nos resultan pesadas, lentas, no muy gratas y que sentimos poco productivas, nos sentimos atraídos por estrategias que nos parecen más fructíferas debido a que crean en nosotros una ilusión de eficiencia que acaba secuestrando nuestro juicio racional sobre si realmente estamos aprendiendo, o enseñando.