Las tragedias senequistas abordan la experiencia humana universal del mal, ejemplarizada en ciertos mitos conocidos y manifestada en horrores y exageraciones grotescas. Nacido en Córdoba c. 4 a.C. y educado en Roma en retórica y filosofía, Lucio Anneo Séneca el Joven o el Filósofo fue abogado, cuestor y senador, orador y escritor, preceptor del joven Nerón y consejero político de éste cuando llegó a ser emperador, hasta que el espíritu alocado del discípulo le llevó a retirarse y a participar en una conspiración, a raíz de cuyo fracaso fue obligado a suicidarse (65 d.C.). En su vida privada no aplicó los principios morales estoicos que predicaba, pero su tarea como consejero del emperador, junto con Burro, fue muy útil para el imperio durante varios años. Además de la diversa obra en prosa (que ocupa varios volúmenes de la Biblioteca Clásica Gredos), su producción consiste en nueve tragedias adaptadas del griego, y que son las únicas muestras de este género que nos ha legado Roma. Todas las de este volumen (primero de dos dedicados a la tragedia senequista) se inspiran en Eurípides. En Hércules furioso la diosa Hera hace enloquecer a Heracles, quien asesina a sus propios hijos, confundiéndolos con otros, y a su esposa; recuperada la cordura, Heracles trata de suicidarse por desesperación, pero Teseo le convence de que acuda a Atenas para purificarse y le insta a superar el horror. Las troyanas escenifica el último día de la destrucción de Troya y el sufrimiento de las mujeres troyanas, que son el botín de los vencedores; es una de las mejores tragedias de Séneca, e incluye una emotiva confrontación entre Andrómaca y Ulises. Las fenicias nos ha llegado muy fragmentada, y hasta es posible que la versión que conocemos proceda de dos obras distintas. En Medea la protagonista despechada se sume en la desesperación más violenta a raíz del abandono de su esposo Jasón, y urde la más cruel venganza; Séneca intensifica los aspectos más pasionales de la historia para poner aún más de relieve la dimensión trágica: la infidelidad y los celos desencadenan las pulsiones más irracionales que anidan en el corazón humano, y una cadena de destrucción ajena y propia que precipita al nihilismo más absoluto. Puesto que carecemos de cualquier noticia acerca de la representación de estas tragedias, es posible que fueran compuestas no para la escena, sino para la recitación ante un auditorio o bien para la lectura en solitario.