Cuando se pide al juez que ordene o avale la revelación de un secreto, la cuestión principal, desde un punto de vista constitucional, es si la protección de ese secreto está protegida por la Constitución (intimidad, secreto sumarial, secreto de Estado, etc.) o, aun siendo legítima, no lo está (reserva empresarial, secreto bancario, etc.) En este último supuesto, el juez ha de limitarse a interpretar y aplicar la ley correspondiente. Si el secreto es constitucionalmente relevante, en cambio, no basta con la aplicación judicial de la ley, sino que la operación clave consistirá en determinar si hay en presencia otros valores constitucionales (libertad de información, tutela de la salud, investigación de la paternidad, etc.) ante los cuales dicho secreto deba ceder; es decir, siempre dentro del respeto de la ley aplicable, habrá que proceder a una ponderación de los valores constitucionales en juego; y, en este punto, es de crucial importancia subrayar que el principio de proporcionalidad, inherente a toda ponderación exige minimizar el sacrificio del valor que deba ceder. Ni que decir tiene que, si la ley aplicable excluye de raíz esa ponderación entre valores constitucionales e impone la automática e incondicionada prevalencia de uno sobre otro, lo más prudente es plantear la cuestión de inconstitucionalidad (art. 163 de la Constitución). Cuando lo que se pide al juez es, en cambio, que admita u obtenga información secreta a efectos probatorios, el problema se centra en esa faceta del derecho a la tutela judicial efectiva que consiste en utilizar «los medios de prueba pertinentes» (art. 24 de la Constitución). Así lo demuestran las sentencias de la Sala 3ª del Tribunal Supremo de 4 de abril de 1997, relativas a los llamados «papeles del Cesid».