Tras la publicación de Inteligencia Emocional, Daniel Goleman recibió una avalancha de cartas, invitaciones y propuestas para explorar las implicaciones de la competencia emocional en el mundo del trabajo. Su investigación había puesto en entredicho la excesiva importancia que se solía dar al intelecto como factor decisivo para evaluar a las personas y, por supuesto, como criterio central para contratar, juzgar, promover y valorar a los trabajadores. No fueron pocas las empresas y las personas que encontraron aquí una constatación científica de lo que ya les habían sugerido sus propias intuiciones y experiencias. Desde hacía algunas décadas, en su país se venían realizando algunos programas de formación para promover este tipo de habilidades emocionales, pero eran esfuerzos aislados y poco rigurosos. Movido por estos hechos, Goleman desarrolló durante dos años una investigación exhaustiva sobre el papel que ocupa la inteligencia emocional en el funcionamiento óptimo de individuos, equipos y organizaciones. Y si bien estas apreciaciones no resultan novedosas, lo que sí es innovador es el extenso soporte empírico que las sustenta, pues el autor recogió una multitud de estudios realizados durante veinticinco años en cientos de empresas, los cuales permiten cuantificar con asombrosa precisión el valor exacto de la inteligencia emocional para el éxito profesional. Actualmente, la oferta de profesionales con las capacidades intelectuales y las destrezas técnicas que requiere el mercado es abundante, gracias a la extensión de la educación superior, a la globalización de la fuerza de trabajo, a la asistencia prestada por las nuevas tecnologías y a otras tantas razones que explican el aumento y la homogeneidad en los niveles de capacitación técnica e intelectual de los trabajadores. Así las cosas, lo que marca la diferencia entre unos y otros, lo que hace que algunos sean trabajadores «estrella» mientras que otros no pasan de ser empleados mediocres, no hay que buscarlo tanto en su capacidad de razonamiento como en otras destrezas personales, como la iniciativa, la empatía, la adaptabilidad, la capacidad de persuasión y, en general, aquellas habilidades que configuran lo que se ha dado en llamar «inteligencia emocional».