Violencias de género: entre la guerra y la paz. Gloria María Gallego GarcíaЧитать онлайн книгу.
(Schneider, 1991, p. 974) permanece incuestionado toda vez que las mujeres habitan mayoritariamente en ese espacio prepolítico de la esfera doméstica. El traspaso de la violencia privada del estado de naturaleza a las manos del Estado o sociedad civil tiene un claro subtexto de género: es la violencia entre varones la que está en juego en el contrato social, no la ejercida contra las mujeres.
Las críticas feministas en este punto (Pateman, 1995 y Elshtain, 1981) han señalado reiteradamente cómo ese contrato social de la teoría clásica liberal deviene en un contrato sexual, en el cual las mujeres son pactadas como sujetos subordinados y, por lo tanto, también como objetos de la violencia patriarcal. Esto último es especialmente relevante porque, como veremos, en el imaginario cultural occidental, la violencia sexual contra las mujeres se encuentra en buena parte de los imaginarios culturales de la fundación de la comunidad política (véase, por ejemplo, el mito clásico del rapto de las Sabinas).
La no interferencia estatal en el ámbito de lo privado, en este sentido, se entiende en gran medida, como señala Mac-Kinnon, como la no interferencia en la (mala) conducta de los varones. No es la privacidad de las mujeres lo que se protege, sino la privacidad de los varones (2014, pp. 145-149). Incluso, hasta no hace mucho, abundaba la terminología ligada a la creencia en una situación referente a las relaciones afectivas y no al ámbito de lo político: “violencia doméstica”. Esta ha sido una denominación habitual, lo mismo que “crimen pasional” u otras similares. La violencia quedaba así sepultada bajo los muros del hogar, de los afectos y las pasiones, como un producto de “excesos” irracionales y fuera, por lo tanto, del ámbito de la racionalidad, de lo público y de la justicia. Tal y como señala Schneider:
La retórica de lo privado ha aislado al mundo femenino del orden legal y transmite un mensaje a toda la sociedad. Devalúa a las mujeres y sus funciones, y sostiene que ellas no son lo suficientemente importantes como para ameritar reglamentación. (2011, p. 45).
Desde la teoría feminista contemporánea, sin embargo, se ha diferenciado entre la esfera privada (private sphere) y la privacidad o intimidad (privacy)2. Según Seyla Benhabib, la “privacidad”, los “derechos de privacidad” y la “esfera privada” incluyen tres dimensiones diferentes. En primer lugar, la “privacidad” ha sido entendida en su origen histórico como la esfera de la conciencia moral y religiosa, infranqueable al poder estatal, por lo cual remarca la separación Iglesia-Estado. En segundo lugar, y conectado a lo anterior, los “derechos de privacidad” (derechos liberales clásicos) recogen las libertades económicas como el derecho a la propiedad. En este contexto de la Modernidad histórica, “Privacidad significa la no interferencia del Estado en las relaciones mercantiles y, en particular, la no intervención en el mercado de la fuerza de trabajo” (Benhabib, 1993, p. 91). Por último, la “privacidad” y los “derechos de privacidad” corresponden a la esfera de la intimidad (las necesidades diarias de la vida, la sexualidad, el cuidado de los demás, etc.). Las relaciones en esa esfera privada se caracterizan por no ser consensuales y sostenerse sobre presupuestos no igualitarios.
De ese modo, como podemos ver dentro del ámbito privado, nos encontramos con numerosas actividades y relaciones: desde la “economía doméstica”3 hasta las relaciones sexuales, desde los contratos de propiedad o testamentos hasta las regulaciones matrimoniales o las obligaciones paternofiliales. Muchas de ellas, en la actualidad, sí que son objeto de regulaciones jurídicas y no son indiferentes a la intervención estatal, como por ejemplo, el caso de la regulación —y extensión— del concepto de matrimonio de tal manera que incluye a las personas del mismo sexo. Entonces, ¿cuál sería ese ámbito de no interferencia, de “no intromisión” de la justicia y del derecho? Es aquí donde la teoría liberal, en el origen de la “privacidad”, ha defendido ese terreno libre de la regulación estatal, centrado en la autonomía del individuo y ligado a la libertad de pensamiento en su origen.
No obstante, de acuerdo con ese espacio privado de resguardo del yo y florecimiento de la autonomía, subyace una idea de individuo abstracto, descorporeizado, dueño absoluto de sus actuaciones. La teoría feminista, en este sentido, ha señalado la abstracción e idealización de este sujeto. Como apunta Celia Amorós (1992), nos encontramos frente a lo que ella denomina “hongos hobbesianos”, esto es, individuos que surgen en el mundo sin lazos, relaciones, desarraigados, aislados, como los hongos; y que, de repente, llegan a la madurez plena sin ningún tipo de contexto ni relaciones. Por el contrario, para destacadas autoras en su crítica al liberalismo político, los individuos están atravesados por tramas de narrativas que se superponen, entran en conflicto y revelan relaciones de poder, abuso y subordinación (Young, 1990 y Benhabib, 1990)4. Por consiguiente, las relaciones sociales tejidas en la esfera de la privacidad de los individuos, en realidad no están alejadas del poder y de lo político, se encuentran atravesadas por relaciones de poder, entendiendo aquí “poder” a la manera weberiana como “poder sobre alguien”. “Lo personal es político” cobra todo su sentido, igual que, como veremos más adelante, hablar de una “política sexual” en los términos de Kate Millet.
Por todo ello, dadas las aristas del tema, el debate dentro de la teoría feminista acerca del valor de la privacidad para las mujeres es complejo y no libre de tensiones. Autoras como Martha Nussbaum, por ejemplo, se preguntan ¿Is Privacy Bad for Women? y señalan cómo proteger libertades importantes bajo la rúbrica de la “privacidad” no representa ventajas para las mujeres. Contrario a esto, aduce que lo relevante para justificar la intervención estatal es si se ha producido un daño —siguiendo en ello a John Stuart Mill—, con independencia de si este ha tenido lugar en la esfera privada o en la pública. Coincide con Catherine MacKinnon, cuando señala que “recurrir a la privacidad es disfrazar un daño y pensar que es un obsequio” (Nussbaum, 2000). Elizabeth Schneider muestra igualmente cómo el concepto de privacidad permite, alienta y refuerza la violencia contra las mujeres (1991, p. 974). Sin embargo, como añade, es necesario encontrar un concepto de privacidad que abarque la libertad, la igualdad, la integridad corporal y la autodeterminación.
La cuestión, en consecuencia, para algunas autoras (Schneider, 1991; Gavison, 1992 y Álvarez, 2020), no sería desterrar la idea de privacidad, puesto que esta es importante también para las mujeres; sino desarrollar una teoría más matizada donde la privacidad desempeñe un papel que permita el empoderamiento de las mujeres (Schneider, 1991, p. 975). En este sentido, por ejemplo, también para Arendt, lo íntimo sería un “refugio” para determinadas relaciones, como las amorosas, ya que estas no pueden soportar la implacable y constante luz de la esfera pública, donde todas nuestras acciones son expuestas ante los ojos de los demás (1974, p. 76). La intimidad, en consecuencia, se nos muestra de una manera ambivalente: como un espacio tanto de florecimiento personal y autonomía como de violencia, subordinación y ocultamiento de esa violencia e impunidad. Como señala Schneider, en definitiva una idea de privacidad que no enmascare la violencia y que ejerza un rol más positivo en los derechos de las mujeres, tendría que basarse en la igualdad: “La privacidad que está fundamentada en la igualdad y es considerada como un aspecto de la autonomía, protegiendo la integridad corporal y no permitiendo los abusos, se basa en un genuino reconocimiento de la dignidad” (2002, p. 152). Por el contrario, los estereotipos que alimentan un entendimiento patriarcal de la privacidad, tan presentes en todas las culturas, nutren la violencia, la desigualdad y la subordinación.
B. ALGUNOS ASPECTOS DE LAS VIOLENCIAS
Cuando hablamos de violencia contra las mujeres, una de las tesis más conocidas es la del “continuum de la violencia”, enunciada por Liz Kelly en 1987. Según la autora,
Este concepto intenta poner de manifiesto el hecho de la existencia de la violencia sexual en la mayoría de las vidas de las mujeres, mientras que la forma que esta adopta, cómo las mujeres definen los acontecimientos violentos y su impacto en ellas, varía. (p. 48).
De acuerdo con Kelly, no se trata de una línea recta que conecta diferentes experiencias. Por el contrario, son múltiples las dimensiones que afectan el significado de la violencia sexual y su impacto sobre la vida de las mujeres y pueden diferenciarse, pero “todas las formas de violencia sexual son serias y tienen efectos” (1987, p. 59). La linealidad