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Un pacto con el placer. NazarioЧитать онлайн книгу.

Un pacto con el placer - Nazario


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de mis tías eran festejadas, pero las de ella eran consideradas como una gran contrariedad para mi hermano y para mí. Al margen de la incomodidad de tener que dormir juntos, teníamos que soportar el martirio que suponía estarnos quietos para que nos tomara las medidas y para hacernos las pruebas con la ropa hilvanada: los «Estate quieto y date la vuelta»; los «Quítatelo y espera un poco que voy a encogerle de aquí» y los «No te vayas muy lejos que tengo que probarte otra vez», constituían todo un suplicio y mi hermano, a veces, lloraba de impaciencia y sofoco.

      Ella le diría a mi madre lo que costaría un traje de primera comunión y mi madre pensaría que, para usarlo solo un día, aquel gasto supondría un lujo innecesario. La prima le sugeriría a mi madre que le pidiera prestado a una mujer de Carrión el traje que le había hecho el año anterior, al niño que era más o menos de mi misma altura. Total, casi todos los trajes eran parecidos y, además, como el otro niño era de otro pueblo, nadie se iba a dar cuenta, debió decirle mi prima, o pudo pensar mi madre. Y como la madre del niño no puso ninguna objeción, hice mi primera comunión con aquel traje prestado. No creo que protestara. A cualquier otro niño tal vez le hubiera dado igual, pero yo, con mi orgullo y mi vanidad heridos, lo sufrí como una gran humillación.

      Los atractivos del pueblo vecino

      Durante nuestra infancia, tanto para mí como para mi hermano, Carrión siempre fue una alternativa a mi pueblo y una especie de válvula de escape, una forma de evadirse del férreo control de nuestra madre y de las escasas distracciones que había en nuestra casa. En el fondo, la casa de mis abuelos fue como una guardería donde mis padres nos dejaban mientras duraban las faenas del campo en las que ambos participaban y, a veces, pagaban a una de mis tías para que les ayudara. La recolección de la aceituna o del algodón requería más trabajadores.

      En Castilleja, las diversiones para los adolescentes eran escasas. Los domingos la diversión consistía en pasear unos kilómetros por la carretera general con grupos de amigos y amigas de la misma edad bajo la sombra de las numerosas moreras que la bordeaban, o sentarnos en el bar La Granja a charlar y tomar un refresco. Un año decidieron talar todas las viejas moreras con la explicación de que eran peligrosas para la circulación. También prohibieron pasear por el asfalto por el peligro que podían correr los viandantes. Mirar la televisión en el bar La Granja, en el casino de Lucas o ir al cine, cuando proyectaban películas en algún corral o alguna bodega que el dueño del proyector había acordado con sus propietarios, era otra de las pocas opciones para pasar los domingos.

      En Carrión, en cambio, había bares con futbolín y billar, un cine de invierno y otro de verano y, sobre todo, había paseos en donde poder reunirse con amigos y amigas; una estación de ferrocarril; numerosas y variadas fiestas y más posibilidades para poder encontrar novia.

      La estación del tren, en las afueras, era un bello edificio de ladrillo rojo, de estilo neomudéjar. Siempre me sentía impresionado por las máquinas humeantes que resoplaban, que pitaban y aullaban por las noches, por las enormes ruedas y por el movimiento de las bielas.

      En el pueblo había una plaza amplia, alargada, limitada por una calle en un lado y una amplia escalinata, que bajaba a otra calle, en el extremo opuesto. A ambos lados había varios bares que tenían mesas en sus puertas que bordeaban el paseo. Desde ellas la gente observaba a los que paseaban. También estaba, en la plaza, el Ayuntamiento, el cine y una enorme pared con un torreón de algún antiguo molino. A partir de cierta hora, la gente joven tenía por costumbre dar paseos de un lado a otro de la plaza. En grupos de dos o tres chicos o chicas, recorríamos la plaza, y cuando llegábamos al final, dábamos media vuelta y volvíamos a repetir el recorrido, incansablemente, durante horas. Nos acercábamos al grupo de amigas y, colocándonos a ambos extremos, las acompañábamos en las vueltas y revueltas. No disponíamos de dinero para sentarnos en una mesa y, si disponíamos de algún dinero, preferíamos meternos en el cine. Hablábamos y nos reíamos y la gente se insinuaba y maduraban las relaciones hasta que se declaraban y se hacían novios y ya todo el pueblo hablaba de ello: un castillejino ha pretendido a la hija de M; Z está saliendo con P; un pileño va detrás de F o, N ha roto con Y.

      Así la plaza generaba infinidad de comentarios como todas las plazas de todos los pueblos y ciudades de provincias. Los jóvenes de Castilleja íbamos a Carrión casi todas las tardes y volvíamos por la noche. Unos iban a ver a las novias, otros iban al cine y otros íbamos a pasear y a charlar con los amigos y amigas. Tanto durante el día como por la noche, en la carretera que unía Castilleja y Carrión, siempre se encontraban grupos de gente que iba o venía.

      Y además Carrión era un pueblo que casi siempre estaba en fiestas. La existencia de dos hermandades rivales, cada una con su respectiva imagen de la virgen, convertían el pueblo en un nido de enemistades y rencores, de envidias y contiendas. Cuando no eran las fiestas de una virgen, eran las de la otra y siempre había procesiones y romerías y novenas y triduos y cohetes. Nosotros, forasteros, íbamos indistintamente a sus fiestas de ambas vírgenes aunque yo, al ser toda la familia de mis abuelos de una de las hermandades, participaba más activamente en estas fiestas. Mis tías casi me invitaban a actuar de figurante en las romerías, montando algún penco, tocándome con un sombrero de ala ancha y llevando en la grupa a alguna prima o amiga. Unas fiestas se celebraban antes del verano y otras a principios de octubre. La feria tenía lugar a finales de septiembre.

      La iglesia de Carrión era enorme y yo me perdía en ella. No era como la de Castilleja, diáfana, de una sola nave y un par de capillas, sino que tenía una nave central más alta y tres laterales con dos capillas. Aunque era más grande, resultaba más angosta porque las naves eran muy estrechas y bajas y el bello zócalo de cerámica azul y amarilla y los bancos de madera contribuían a darle un aire lúgubre.

      En casi todos los pueblos, desde «toda la vida de Dios», la población ha buscado polarizar sus inclinaciones en dos bandos fratricidas que se amparaban bajo la advocación de cualquier tipo de fetiche diferente. En Carrión, la virgen del Rosario y la virgen de Consolación eran, desde que Dios las había traído al pueblo, implacables y acérrimas enemigas. Esos odios ancestrales solo podían equipararse entre caínes y abeles, judíos y árabes, comunistas y fascistas o, en aquel otro pueblo de Sevilla, Cantillana, entre seguidores de la Pastora y de la Asunción, otras dos vírgenes que consumían las pasiones de los vecinos del pueblo. ¡La «gente» del Rosario y la «gente» de Consolación, como los «asuncionistas» o «pastoreños» de Cantillana, llegaban incluso hasta a tener prohibido casarse unos con otros! ¿Qué engendros podrían salir de una tan desnaturalizada unión?

      El fanatismo con que se sigue a ambos fetiches supera con creces al que otros puedan sentir por los partidos políticos o por el futbol. No hay ninguna otra causa en el mundo que genere más odios y violencias, más fanatismo e intransigencia, que las luchas entre partidarios de fetiches contrapuestos. A los niños se les inculca, a la vez, la devoción por uno y el menosprecio y odio por el otro. Ser de uno o de otro bando marca abismales diferencias.

      Pasan todo el año recaudando dinero para intentar superar a los otros: más cohetes y mejores fuegos artificiales; mejores bandas de música para acompañar las procesiones; mejores vestidos o joyas para adornar los respectivos fetiches y calles mejor engalanadas para las fiestas. La arquitectura efímera que decora las calles del pueblo con arcos, cúpulas, toldos, guirnaldas y estructuras variadas recubiertas con flores de papel de seda, es un laborioso trabajo que se va realizando lentamente a lo largo del año. Llegadas las fiestas, se erigirá toda esta arquitectura de madrugada, diligentemente, teniendo cada uno su labor asignada, amaneciendo el pueblo, a la mañana siguiente, con un aspecto colorista único que durará los dos días en que la imagen paseará por las calles. En pocos pueblos esta costumbre ha llegado a un grado de refinamiento tan exquisito como el que aquí se ha conseguido. Tan solo la decoración que realizan en Almonte, cada siete años, para festejar el traslado de la virgen desde el Rocío al pueblo, puede equiparársele. Las mujeres han ido dedicando horas perdidas durante todo el año, comprando las resmas de papel del que alguien ha decidido el color que predominará, dibujando variados modelos de flores que luego recortarán, manipularán con esmero y atarán a finas cuerdas de hilo para hacer guirnaldas o pegarán a las estructuras de alambre o madera de los arcos. Las irán almacenando, colgándolas


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