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Un pacto con el placer. NazarioЧитать онлайн книгу.

Un pacto con el placer - Nazario


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de mi amigo Curro y yo sabía que tenía una gran colección de tebeos. Tanto llegué a insistirle a Curro para que me trajera algunos tebeos de su hermana para leerlos, que un día apareció con un montón ocultos en una bolsa para que ni su hermana ni mi madre los viera. Me relamí de placer al verlos, pero, antes de haberme dado tiempo de leerlos todos, los descubrió mi madre y montó un Fahrenheit 451 con ellos, con el consiguiente drama en cadena: mío, de Curro y de la hermana que lloró desesperada acusando a Curro de habérselos robado. Sin embargo, siempre menosprecié las historias de humor del TBO, de Jaimito o Pulgarcito. No obstante recuerdo haberme reído con las aventuras de Zipi y Zape, de Carpanta, de las Hermanas Gilda, de la Familia Ulises o de Coll y alucinar con los Inventos del doctor Frank de Copenhague y rastrear por los dibujos de Urda en busca de las imágenes ocultas y camufladas en el paisaje.

      Pero era el morbo que destilaban las páginas creadas por Gago lo que hacía que me recreara con sus aventuras y sus personajes. Los hombres eran fuertes, musculosos, con fantásticos muslos y pectorales, sólidos y perversos y las mujeres moras eran excitantes, cubiertas de velos transparentes, todas de una belleza arrebatadora que hacía que los hombres lucharan encarnizadamente por conseguirlas o defenderlas. Y, sobre todo, era la recreación del sádico dibujante en la descripción de refinadas y sofisticadas torturas a las que eran sometidos los hombres y, sobre todo, las mujeres. La maldad y el ensañamiento de las mujeres para deshacerse de sus rivales no tenían límites. Ordenaban a sus esclavas que destrozaran la cara y los pechos de sus enemigas con hierros candentes o las hacían bailar sobre balancines erizados de dagas envenenadas en una mezcla de literatura de Sade y martirologio cristiano.

      A mi hermano, ocupado en su vida deportiva y en sus travesuras, no le interesaron tanto los tebeos como a mí y, cuando mi fiebre por ellos desapareció, desaparecieron con ella los tebeos de la casa siendo reemplazados, poco a poco, por novelas de colecciones económicas que editaban obras de Pereda, Palacio Valdés o Pérez Galdós.

      Los árboles genealógicos

      Un padre sin familia

      Hasta que me enviaron al colegio de curas yo había vivido una infancia pegada a la tierra entre Castilleja del Campo, el pueblo de mi padre en donde había nacido, y Carrión de los Céspedes, el pueblo de mi madre en donde vivían mis abuelos. Ambos pueblos estaban a dos kilómetros de distancia por carretera y casi a uno por el atajo al que llamaban la Senda de los Mármoles, entre olivos y viñas.

      Cuando murió mi abuela de tuberculosis, a los 43 años, mi padre perdió al único miembro de la familia que le quedaba. Se aferró a mi madre, de la que era novio desde hacía un par de años, como su única familia. Pasó casi toda la guerra en el frente de Córdoba, en Intendencia y, cuando volvió, se encontró con un pueblo semienlutado, hecho jirones, con una casa abandonada y unos campos que habían sido cultivados durante esos tres años, pero de cuya producción ningún familiar quiso responsabilizarse.

      Hubo de comenzar solo, desde cero, en el año conocido como «año de la jambre». Volvió a trabajar las tierras con ahínco; ahorró algún dinero; arregló la casa y decidió casarse en marzo de 1943, cuando tenía veintiséis años y mi madre veintitrés. Justo a los nueve meses, a principios de enero, nacía yo.

      Durante cuatro años, hasta tener edad para ir al colegio, fui hijo único y hacía las delicias de mis jóvenes tías que se disputaban por pasearme y mostrarme a las amigas. Me mimaban, me festejaban, me cantaban y me hacían bailar con ellas, a lo que yo me prestaba feliz. Luego, un día me cogían de la mano o me llevaban a hombros y, por la Senda de los Mármoles, me devolvían a mi casa en donde era mimado, festejado y paseado por mi madre y sus jóvenes amigas, vecinas y familiares.

      En Castilleja no tenía tíos, ni abuelos. El único hermano de mi padre había muerto con catorce o quince años de una grave enfermedad. Los tíos de mi padre me eran bastante ajenos y a sus hijos siempre los consideré algo lejanos y distantes. Evidentemente mi familia era la familia de mi madre y, dentro de la familia de mi madre, la familia de mi abuela.

      Mi madre se vio obligada a abandonar su pueblo, a sus padres y hermanos, a sus amigas, sus santos y sus vírgenes, sus fiestas y costumbres, como todas aquellas mujeres casadas con hombres forasteros.

      Trasplantada, como emigrante, en una sociedad ajena; teniendo que adaptarse a una casa diferente, ahora suya; con nuevos vecinos y una nueva familia, la recién casada ha de buscarse nuevas amigas y familiarizarse con la nueva iglesia llena de santos y vírgenes diferentes, con un cementerio desconocido y con un nuevo cura confesor que aún no sabe nada de ella. Las primeras en frecuentar la casa serán las vecinas de su misma edad y, sobre todo, aquellas mujeres de su mismo pueblo que la han precedido en la emigración. Pronto, un grupo de jóvenes vecinas de su edad y primas del marido, tomarán la casa como salón de reunión, solidarizándose con la recién llegada. Las horas de soledad, durante las que mi padre estará trabajando en el campo —aunque ella solía acompañarlo hasta que su embarazo de mí ya estuvo demasiado adelantado—, o las horas en que mi padre se iba al casino con los amigos, eran ocupadas por las faenas de la casa o por la presencia de las nuevas amigas.

      En el pueblo era frecuente que muchos hombres fueran a buscar novia en los pueblos de los alrededores.

      Ahora veo con una mirada el continuo trasiego de mi madre y de mis tías constantemente de un pueblo a otro. Las fugaces visitas de mi madre a casa de mis abuelos y las de mis tías a mi casa suavizaban aquel desarraigo.

      En los vídeos de las bodas que me muestran mis amigos pakistaníes puedo observar cómo las jóvenes esposas se despiden entre los llantos desconsolados de toda su familia al partir hacia la casa de la familia del marido, que puede estar en el mismo pueblo o a varios pueblos de distancia.

      Mi tata era mi tía más joven y pasaba temporadas en casa acompañando a mi madre y cuidándome. Con mi nacimiento, mi madre sufrió una dolorosa infección en el pecho que casi la imposibilitó para amamantarme. Me contaba que yo no paraba de llorar de hambre y, al final, se arriesgaba a darme el pecho, lo que le producía tremendos dolores y miedo viendo cómo con la leche tragaba parte de pus que le producía la infección. Mi abuela la acompañaba al hospital de Sevilla en donde le practicaban las curas y mi madre siempre recordaba aquellas visitas con terror y repugnancia. Para evitar ver a los enfermos, al tener que atravesar las inmensas salas llenas de camas del hospital de las Cinco Llagas, mi madre contaba que se envolvía la cabeza con el mantón negro de mi abuela, siendo arrastrada por ella.

      Tito Hilario era uno de los dos tíos de mi padre, hermano de mi abuelo. Se había casado y, tras tener a mi prima Consuelo, enviudó y había vuelto a casarse teniendo otra hija. Sacramento era unos años mayor que yo y, con el tiempo, se convertiría en una especie de alma gemela en las ansias de libertad y en los deseos de abandonar el pueblo. Mi prima Sacramento jugaba conmigo como si fuera un muñeco, paseándome de un lado a otro y, como aún era pequeña, solía caerme a menudo dejándome la cabeza llena de golpes y chichones.

      Siempre pensé que mis padrinos de bautismo fueron mi tío Hilario y su mujer, pero mi prima Consuelito me revelaría un día la verdad sobre mis auténticos padrinos. «¡Es que ellos no habían sido tus padrinos de verdad!» —me contaba mi prima un día que había ido a visitarla no hace mucho tiempo—. «Porque, por aquel tiempo, mi padre no se hablaba con el cura a causa de unos enfados surgidos a raíz de unos comentarios que tito Enrique había hecho sobre “algunas cosas” de la familia del cura. Entonces te bautizamos yo y el primo Manolo el Alguacil». Pero la sorpresa mayor, relacionada con aquel bautismo, fue la que provocó un primo que había accedido a los archivos de la iglesia, cuando me envió el documento escaneado en el que ¡me enteraba de que mi verdadero nombre no era Nazario, a secas, sino que, como las monjas, llevaba adosado un «del Sagrado Corazón de Jesús»!

      Es muy frecuente que en los árboles genealógicos haya ramas que nos resulten más entrañables que otras, siendo apreciadas las más pequeñas bifurcaciones de unas, mientras otras permanecen casi desconocidas, como si se hubiesen podrido o las hubieran intentado tachar o emborronar. Al pensar en estas anomalías en las relaciones familiares, me acuerdo de aquellas fotografías en las que una mano anónima ha eliminado la presencia de alguien con


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