Los viajes de Gulliver. Jonathan SwiftЧитать онлайн книгу.
QUINBUS FLESTRIN (EL HOMBRE-MONTAÑA)
Artículo I
«Que el citado Quinbus Flestrin, habiendo traído la flota imperial de Blefuscu al puerto real, y habiéndole después ordenado Su Majestad Imperial capturar todos los demás barcos del citado imperio de Blefuscu y reducir aquel imperio a la condición de provincia, que gobernase un virrey nuestro, y destruir y dar muerte no sólo a todos los desterrados anchoextremistas, sino asimismo a toda la gente de aquel imperio que no abjurase inmediatamente de la herejía anchoextremista, él, el citado Flestrin, como un desleal traidor contra Su Muy Benigna y Serena Majestad Imperial, pidió ser excusado del citado servicio bajo el pretexto de repugnancia a forzar conciencias y a destruir las libertades y las vidas de pueblos inocentes.
Artículo II
»Que siendo así que determinados embajadores llegaron de la corte de Blefuscu a pedir paz a la corte de Su Majestad, el citado Flestrin, como un desleal traidor, ayudó, patrocinó, alentó y advirtió a los citados embajadores, aunque sabía que se trataba de servidores de un príncipe que recientemente había sido enemigo declarado de Su Majestad Imperial y estado en guerra declarada contra su citada Majestad.
Artículo III
»Que el citado Quinbus Flestrin, en contra de los deberes de todo súbdito fiel, se dispone actualmente a hacer un viaje a la corte e imperio de Blefuscu, para lo cual sólo ha recibido permiso verbal de Su Majestad Imperial, y so color del citado permiso pretende deslealmente y traidoramente emprender el citado viaje, y, en consecuencia, ayudar, alentar y patrocinar al emperador de Blefuscu, tan recientemente enemigo y en guerra declarada con Su Majestad Imperial antedicha.
»Hay algunos otros artículos, pero éstos son los mas importantes, y de ellos os he leído un extracto.
»En el curso de los varios debates habidos en esta acusación hay que reconocer que Su Majestad dio numerosas muestras de su gran benignidad, invocando con frecuencia los servicios que le habíais prestado y tratando de atenuar vuestros crímenes. El tesorero y el almirante insistieron en que se os debería dar la muerte más cruel e ignominiosa, poniendo fuego a vuestra casa durante la noche y procediendo el general con veinte mil hombres armados de flechas envenenadas a disparar contra vos, apuntando a la cara y a las manos. Algunos servidores vuestros debían recibir orden secreta de esparcir en vuestras camisas y sábanas un jugo venenoso que pronto os haría desgarrar vuestras propias carnes con vuestras manos y morir en la más espantosa tortura. El general se sumó a esta opinión, así que durante largo plazo hubo mayoría en contra vuestra; pero Su Majestad, resuelto a salvaros la vida si era posible, pudo por último disuadir al chambelán.
»Reldresal, secretario principal de Asuntos Privados, que siempre se proclamó vuestro amigo verdadero, fue requerido por el emperador para que expusiera su opinión sobre este punto, como así lo hizo, y con ello acreditó el buen concepto en que le tenéis. Convino en que vuestros crímenes eran grandes, pero que, no obstante, había lugar para la gracia, la más loable virtud en los príncipes, y por la cual Su Majestad era tan justamente alabado. Dijo que la amistad entre vos y él era tan conocida en todo el mundo, que quizá el ilustrísimo tribunal tuviera su juicio por interesado. Sin embargo, obedeciendo al mandato que había recibido, descubriría libremente sus sentimientos. Si Su Majestad, en consideración a vuestros servicios y siguiendo su clemente inclinación, se dignara dejaros la vida y dar orden solamente de que os sacaran los dos ojos, él suponía, salvando los respetos, que con esta medida la justicia quedaría en cierto modo satisfecha y todo el mundo aplaudiría la benignidad del emperador, así como la noble y generosa conducta de quienes tenían el honor de ser sus consejeros. La pérdida de vuestros ojos -argumentaba él- no serviría de impedimento a vuestra fuerza corporal, con la que aun podíais ser útil a Su Majestad. La ceguera aumenta el valor ocultándonos los peligros, y el miedo que tuvisteis por vuestros ojos os fue la mayor dificultad para traer la flota enemiga. Y, finalmente, que os sería bastante ver por los ojos de los ministros, ya que los más grandes príncipes no suelen hacer de otro modo.
»Esta proposición fue acogida con la desaprobación mas completa por toda la Junta. Bolgolam, el almirante, no pudo contener su cólera, antes bien, levantándose enfurecido, dijo que se admiraba de cómo un secretario se atrevía a dar una opinión favorable a que se respetase la vida de un traidor, que los servicios que habíais hecho eran, según todas las verdaderas razones de Estado, la mayor agravación de vuestros crímenes; que la misma fuerza que os permitió traer la flota enemiga podría serviros para devolverla al primer motivo de descontento; que tenía firmes razones para pensar que erais un estrechoextremista en el fondo de vuestro corazón, y que, como la traición comienza en el corazón antes de manifestarse en actos descubiertos, él os acusaba de traidor con este motivo, e insistía, por tanto, en que se os diera la muerte.
»El tesorero fue de la misma opinión. Expuso a qué estrecheces se veían reducidas las rentas de Su Majestad por la carga de manteneros, que pronto habría llegado a ser insoportable, y aun añadió que la medida propuesta por el secretario, de sacaros los ojos, lejos de remediar este mal lo aumentaría, como lo hace manifiesto la práctica acostumbrada de cegar a cierta clase de aves, que así comen más de prisa y engordan más pronto. A su juicio, Su Sagrada Majestad y el Consejo, que son vuestros jueces, estaban en conciencia plenamente convencidos de vuestra culpa, lo que era suficiente argumento para condenaros a muerte sin las pruebas formales requeridas por la letra estricta de la ley.
»Pero Su Majestad Imperial, resueltamente dispuesto en contra de la pena capital, se dignó graciosamente decir que, cuando al Consejo le pareciese la pérdida de vuestros ojos un castigo demasiado suave, otros había que poderos infligir después. Y vuestro amigo el secretario, pidiendo humildemente ser oído otra vez, en respuesta a lo que el tesorero había objetado en cuanto a la gran carga que pesaba sobre su Majestad con manteneros, dijo que Su Excelencia, que por sí solo disponía de las rentas del emperador, podía fácilmente prevenir este mal con ir aminorando vuestra asignación, de modo que, falto de alimentación suficiente, fuerais quedándoos flojo y extenuado, perdierais el apetito y os consumierais en pocos meses. Tampoco sería entonces -tan peligroso el hedor de vuestro cadáver, reducido como estaría a menos de la mitad; e inmediatamente después de vuestra muerte, cinco o seis mil súbditos de Su Majestad podían en dos o tres días quitar toda vuestra carne de vuestros huesos, transportarla a carretadas y enterrarla en diferentes sitios para evitar infecciones, dejando el esqueleto como un monumento de admiración para la posteridad.
»De este modo, gracias a la gran amistad del secretario, quedó concertado el asunto. Se encargó severamente que el proyecto de mataros de hambre poco a poco se mantuviera secreto; pero la sentencia de sacaros los ojos había de trasladarse a los libros; no disintiendo ninguno, excepto Bolgolam, el almirante, quien, hechura de la emperatriz, era continuamente instigado por ella para insistir en vuestra muerte.
»En un plazo de tres días vuestro amigo el secretario recibirá el encargo de venir a vuestra casa y leeros los artículos de acusación, y luego daros a conocer la gran clemencia y generosidad de Su Majestad y de su Consejo, gracias a la cual se os condena solamente a la pérdida de los ojos, a lo que Su Majestad no duda que os someteréis agradecida y humildemente. Veinte cirujanos de Su Majestad, para que la operación se lleve a efecto de buen modo, procederán a descargaros afiladísimas flechas en las niñas de los ojos estando vos tendido en el suelo.
»Dejo a vuestra prudencia qué medidas debéis tomar; y, para evitar sospechas, me vuelvo inmediatamente con el mismo secreto que he venido.»
Así lo hizo su señoría, y yo quedé solo, sumido en dudas y perplejidades.
Era costumbre introducida por este príncipe y su Ministerio -muy diferente, según me aseguraron, de las prácticas de tiempos anteriores- que una vez que la corte había decretado una ejecución cruel fuese para satisfacer el resentimiento del monarca o la mala intención de un favorito-, el emperador pronunciase un discurso a su Consejo en pleno exponiendo su gran clemencia y ternura, cualidades sabidas y confesadas por el mundo entero. Este discurso se publicaba inmediatamente por todo el reino, y nada aterraba al pueblo tanto como estos encomios de la clemencia de Su Majestad, porque se había observado que cuando más se aumentaban estas alabanzas y se insistía en ellas, más