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Los viajes de Gulliver. Jonathan SwiftЧитать онлайн книгу.

Los viajes de Gulliver - Jonathan Swift


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el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte.

      Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar y andar no pueden describirse. Las cadenas que me sujetaban la pierna izquierda eran de unas dos yardas de largo, y no sólo me dejaban libertad para andar hacia atrás y hacia adelante en semicírculo, sino que también, como estaban fijas a cuatro pulgadas de la puerta, me permitían entrar por ella deslizándome y tumbarme a la larga en el templo.

      Capítulo 2

       El emperador de Liliput, acompañado de gentes de la nobleza, acude a ver al autor en su prisión. -Descripción de la persona y el traje del emperador.- Se designan hombres de letras para que enseñen el idioma del país al autor.- Éste se gana el favor por su condición apacible.- Le registran los bolsillos y le quitan la espada y las pistolas.

      Cuando me vi de pie miré a mi alrededor, y debo confesar que nunca se me ofreció más curiosa perspectiva. La tierra que me rodeaba parecía toda ella un jardín, y los campos, cercados, que tenían por regla general cuarenta pies en cuadro cada uno, se asemejaban a otros tantos macizos de flores. Alternaban con estos campos bosques como de media pértica; los árboles más altos calculé que levantarían unos siete pies. A mi izquierda descubrí la población, que parecía una decoración de ciudad de un teatro.

      Ya había descendido el emperador de la torre y avanzaba a caballo hacia mí; lo que estuvo a punto de costarle caro, porque la caballería, que, aunque perfectamente amaestrada, no tenía en ningún modo costumbre de ver lo que debió de parecerle como si se moviese ante ella una montaña, se encabritó; pero el príncipe, que es jinete excelente, se mantuvo en la silla, mientras acudían presurosos sus servidores y tomaban la brida para que pudiera apearse Su Majestad. Cuando se hubo bajado me inspeccionó por todo alrededor con gran admiración, pero guardando distancia del alcance de mi cadena. Ordenó a sus cocineros y despenseros, ya preparados, que me diesen de comer y beber, como lo hicieron adelantando las viandas en una especie de vehículos de ruedas hasta que pude cogerlos. Tomé estos vehículos, que pronto estuvieron vaciados; veinte estaban llenos de carne y diez de licor. Cada uno de los primeros me sirvió de dos o tres buenos bocados, y vertí el licor de diez envases -estaba en unas redomas de barro- dentro de un vehículo, y me lo bebí de un trago, y así con los demás. La emperatriz y los jóvenes príncipes de la sangre de uno y otro sexo, acompañados de muchas damas, estaban a alguna distancia, sentados en sus sillas de manos; pero cuando le ocurrió al emperador el accidente con su caballo descendieron y vinieron al lado de su augusta persona, de la cual quiero en este punto hacer la prosopografía. Es casi el ancho de mi uña más alto que todos los de su corte, y esto por sí solo es suficiente para infundir pavor a los que le miran. Sus facciones son firmes y masculinas; de labio austríaco y nariz acaballada; su color, aceitunado; su continente, derecho; su cuerpo y sus miembros, bien proporcionados; sus movimientos, graciosos, y majestuoso su porte. No era joven ya, pues tenía veintiocho años y tres cuartos, de los cuales había reinado alrededor de siete con toda felicidad y por lo general victorioso. Para considerarle mejor, me eché de lado, de modo que mi cara estuviese paralela a la suya, mientras él se mantenía a no más que tres yardas de distancia; pero como después lo he tenido en la mano muchas veces, no puedo engañarme en su descripción. Su traje era muy liso y sencillo, y hecho entre la moda asiática y la europea; pero llevaba en la cabeza un ligero yelmo de oro adornado de joyas y con una pluma en la cresta. Tenía en la mano la espada desenvainada para defenderse si acaso yo viniera a escaparme; la espada era de unas tres pulgadas de largo, y la guarnición y la vaina eran de oro, avalorado con diamantes. Su voz era aguda, pero muy clara y articulada; yo no podía oírla estando de pie. Las damas y los cortesanos vestían con la mayor magnificencia; tanto, que el espacio en que se encontraban podía compararse a un guardapiés bordado de figuras de oro y plata que se hubiera extendido en el suelo. Su Majestad Imperial me hablaba con frecuencia, y yo le respondía; pero ni uno ni otro entendíamos palabra.

      Estaban presentes varios sacerdotes y letrados -por lo que yo colegí de sus vestidos-, a quienes se encargó que se dirigiesen a mí. Yo les hablé en todos los idiomas de que tenía algún conocimiento, tales como alto y bajo alemán, latín, francés, español, italiano y lengua franca; pero de nada sirvió. Después de unas dos horas se retiró la corte y me dejaron con una fuerte guardia, para evitar la impertinencia y probablemente la malignidad de la plebe, que se apiñaba muy impaciente a mi alrededor todo lo cerca que su temor le permitía, y entre la cual no faltó quien tuviera la desvergüenza de dispararme flechas estando yo sentado en el suelo junto a la puerta de mi casa. Con una de ellas estuvo en nada que me atinase al ojo izquierdo. Entonces el coronel hizo coger a seis de los cabecillas, y pensó que ningún castigo sería tan apropiado como entregarlos atados en mis manos, lo que ejecutaron, en efecto, algunos de sus soldados, empujándolos con los extremos de las picas hasta que estuvieron a mi alcance. Los cogí a todos en la mano derecha, me metí cinco en el bolsillo de la casaca, y en cuanto al sexto hice como si fuese a comérmelo vivo. El pobre hombre gritó despavorido, y el coronel y sus oficiales mostraron gran disgusto, especialmente cuando me vieron sacar mi cortaplumas; pero pronto les tranquilicé, pues mirando amablemente y cortando en seguida las cuerdas con que el hombre estaba atado, lo dejé suavemente en el suelo, donde él al punto echó a correr. Hice lo mismo con los otros, sacándolos del bolsillo uno por uno, y observé que tanto los soldados como el pueblo se consideraron muy obligados por este rasgo de clemencia, que se refirió en la corte muy en provecho mío.

      Llegada la noche encontré algo incómoda mi casa, donde tenía que echarme en el suelo, y así tuve que seguir un par de semanas; en este tiempo el emperador dio orden de que se hiciese una cama para mí. Se llevaron a mi casa y se armaron seiscientas camas de la medida corriente. Ciento cincuenta de estas camas, unidas unas con otras, daban el ancho y el largo; a cada una se superpusieron tres más, y, sin embargo, puede creerme el lector si le digo que no me preocupaba en absoluto la idea de caerme al suelo, que era de piedra pulimentada. Según el mismo cálculo se me proporcionaron sábanas, mantas y colchas, bastante buenas para quien de tanto tiempo estaba hecho a penalidades.

      La noticia de mi llegada, conforme fue extendiéndose por el reino, atrajo a verme número tan enorme de personas ricas, desocupadas y curiosas, que las poblaciones quedaron casi vacías; y se hubiera llegado a un gran descuido en la labranza y en los asuntos domésticos si Su Majestad Imperial no hubiese proveído por diversos edictos y decretos de gobierno contra esta dificultad. Dispuso que los que ya me hubiesen visto se volviesen a sus casas y que nadie se acercase a la mía en un radio de cincuenta yardas sin permiso de la corte, con lo cual obtuvieron los secretarios de Estados considerables emolumentos.

      En tanto, el emperador celebraba frecuentes consejos para discutir qué partido había de tomarse conmigo, y después me aseguró un amigo particular -persona de gran calidad que estaba, según fama, tanto como el que más, en los secretos de Estado- que la corte tenía numerosas preocupaciones respecto de mí. Temían que me libertase, que mi dieta, demasiado costosa, fuera causa de carestías. Algunas veces determinaron matarme de hambre, o, por lo menos, dispararme a la cara y a las manos flechas envenenadas que me despacharían pronto; pero luego consideraban que el hedor de un tan gran cuerpo muerto podía desatar una peste en la metrópoli y probablemente extenderla a todo el reino. En medio de estas consultas, varios oficiales del ejército llegaron a la puerta de la gran Cámara del Consejo, y dos de ellos, que fueron admitidos, dieron cuenta de mi conducta con los seis criminales antes mencionados, conducta que produjo impresión tan favorable para mí en el corazón de Su Majestad y en el de toda la Junta, que se despachó una comisión imperial para obligar a todos los pueblos situados dentro de un radio de novecientas yardas en torno de la ciudad a entregar todas las mañanas seis bueyes, cuarenta carneros y otras vituallas para mi manutención, junto con una cantidad proporcionada de pan, de vino y de otros licores. En pago de todo ello, Su Majestad entregaba asignados contra su tesoro; porque sépase que este príncipe vive especialmente de su fortuna personal


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