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Retrato del artista pigmeo. Edgar AguilarЧитать онлайн книгу.

Retrato del artista pigmeo - Edgar Aguilar


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imprudencia, contribuyó a que mi padre tomara el asunto con relativa calma. No lo sé. En realidad no recuerdo qué pasó después. La segunda cosa que recuerdo en particular de aquel tiempo en la casa-ferretería fue cuando Fayo derribó la cortina de la ferretería con la camioneta de mi padre. Mi padre acostumbraba, en sus súbitas y frecuentes desapariciones, dejar su camioneta enfrente de la ferretería. Mientras jugábamos casi oscureciendo a la pelota con mi hermano, Fayo y otros niños de la colonia en la calle, a un lado de la ferretería, que ya estaba cerrada, nos pareció de pronto que la camioneta de mi padre estorbaba. Todo fue cuestión de segundos: Fayo se introdujo por la puertecilla de la cortina a la ferretería por las llaves de la camioneta y al regresar la montó para moverla. El detalle radicaba en que Fayo no sabía manejar y nunca había tomado la camioneta ni cualquier otro auto. La logró encender, no sé cómo, accionó la palanca de velocidad, tampoco sé cómo logró esto, y metió la velocidad… La camioneta dio un respingo y enseguida se desplazó a toda velocidad en reversa. Fayo giró el volante e hizo que la parte trasera de la camioneta se incrustara estrepitosamente en la cortina; sin embargo, la viga superior de la pared logró amortiguar apenas el impacto y sostener en pie el frente de la construcción. Recuerdo que mi tío Augusto, el padre de Fayo, que tuvo que venir volando, y los vecinos que se dieron cita, improvisaron con tablas una especie de empalizada para sostener la viga de arriba, que estaba a punto de desplomarse, y cubrir de algún modo el hueco que se había formado. La lámina retorcida de la cortina fue extraída en su totalidad de los extremos de las paredes y la parte trasera de la camioneta quedó completamente abollada. Fayo había escapado y creo que durante semanas no lo volvimos a ver. No recuerdo si regresó a trabajar con mi padre en la ferretería. Era de suponer que no. Ahora creo que de no haber sido por ese violento giro que hizo, de manera consciente o inconsciente, la camioneta hubiera causado otra desgracia, o una verdadera desgracia que lamentar. Por otra parte, y como de costumbre, mi padre no se enteró de lo ocurrido hasta días después, cuando la situación estaba ya en cierta forma controlada. Entonces como que de la casa-ferretería recuerdo más bien cosas relativas a estropicios y destrozos. Pero quizá en realidad esto no fuera más que un reflejo de nuestra vida interior y familiar, tan colmada de estropicios y destrozos, y de la cual se derivó la ruptura conyugal, si es que existía vida conyugal, entre mi padre y mi madre, lo que originó que nos trasladáramos mi madre y mis hermanos a la casa-galera propiedad del abuelo, a un pueblo cercano a la capital, de donde habíamos salido sin siquiera decir agua va.

      2

      Recuerdo el día en que llegamos al pueblo en la camioneta del abuelo, no la vieja camioneta Chévrolet, sino una camioneta un poco más pequeña y de modelo más reciente, una Dodge blanca, repleta su batea con nuestras cosas. Mi tío Federico, hermano de mi madre, había ido por nosotros. Recuerdo que lo que más me sorprendió fue la cantidad de niños que se amontonaban alrededor de la camioneta. Había niños de todos los tamaños y de distintas edades por todas partes. Mientras mi madre y mis hermanos bajaban cosas pequeñas y mi tío, con ayuda de otros hombres, introducían las camas y los muebles más grandes y pesados a la casa-galera, yo observaba con cierto recelo a los niños que se lanzaban sugerentes miradas entre ellos y me parecía que sonreían con malicia. Había un niño regordete y con los pelos parados trepado en el borde de una barda de una casa vecina que no dejaba de sonreír pícaramente. Alguien, una mujer, le gritó: «¡Pillo, baja de inmediato de allí!». Y el chiquillo se escurrió por la barda dando un salto temerario hacia el lado de la calle, y echó a correr como endemoniado metiéndose en un acceso que se hallaba justo a un lado de la casa-galera. Yo no tenía la menor idea de que iríamos a vivir al pueblo en el que vivían los abuelos, ni mucho menos que viviríamos en una casa-galera, que hasta entonces desconocía, incluido el zaguán en donde el abuelo guardaba su vieja camioneta Chévrolet y otros cachivaches que tanto me atrajeron. Conocía, desde luego, la casa de los abuelos, en la que solía quedarme una temporada, sobre todo en vacaciones o en uno que otro fin de semana. Esto me resulta aún un misterio: yo no recuerdo si mi madre me dejaba con mis abuelos por su cuenta o si era yo el que pedía, por decisión propia, quedarme con ellos. Sea como fuera, guardo gratos recuerdos de aquellas veces en que, aún viviendo en la ciudad, permanecía una temporada en casa de los abuelos. Sobre todo, me gustaba compartir el cuarto con Diana, la muchacha que era nuestro familiar de lejos y que ayudaba a la abuela en las labores de casa. Recuerdo que se rumoraba, mi madre también lo creía, que Diana estaba enamorada de mi tío Federico. Diana no era una mujer lo que se dice agraciada, era más bien flaca y dientona y tenía un gran diente de oro, que resaltaba cada vez que reía o sonreía, además de ser chismosa y de acostumbrar llorar cada vez que mi tío Federico la trataba o le hablaba mal. No recuerdo que fuera particularmente amable o cariñosa conmigo. Pero me gustaba compartir la habitación con ella. Por las noches, dormíamos en una pequeña cuarto, de una serie de cuartos conectados entre sí, que se hallaba a un costado de la casa principal, donde vivían los abuelos. La habitación y la casa de los abuelos estaban separadas por un pequeño patio-zaguán en el que el abuelo guardaba sus camionetas; de manera ocasional dejaba estacionada allí su vieja camioneta Chévrolet, junto con la Dodge blanca. Este patio tenía un techo de concreto, como toda la casa principal, de modo que era algo oscuro: el zaguán de la casa-galera en donde llegamos a vivir posteriormente también estaba techado, pero su techo era de teja, al igual que el techo de la casa-galera, pero era más alto y por lo mismo menos oscuro y mucho más fresco. El patio-zaguán de la casa de los abuelos se mantenía libre de trebejos, a diferencia del zaguán de la casa-galera, y en las paredes había colgadas vistosas jaulas de madera y de metal que resguardaban en su interior pájaros cantarines, y recuerdo en especial por las mañanas el canto fresco y alegre de una calandria de la abuela, que disfrutaba mucho. Estos cuartos, creo que eran tres o cuatro, e ignoro para qué se ocupaban los otros, eran de teja y muy altos, y tenían estrechas y curiosas puertas de madera que se abrían de par en par con cuadros de cristal a manera de ventanas. Recuerdo una noche en especial: sin poder dormir, me sobresaltó de forma repentina el chillido agudo de lo que yo creí en ese momento era el llanto de un recién nacido. Para colmo, se avecinaba una tormenta; los relámpagos centelleaban violentamente a lo lejos y a pesar del techo del patio-zaguán penetraban por las ventanas de las puertas del cuarto, creando lúgubres destellos en las paredes, y luego se dejaban caer unos truenos estruendosos. Yo estaba paralizado de terror en mi cama. Diana dormía en el otro extremo, relativamente cerca de mi cama. De repente Diana, que ignoraba que estuviera despierta y sobre todo que supiera que yo me hallaba con los ojos abiertos, trató de tranquilizarme diciéndome que el chillido era de un gato. Nunca en mi vida, por asombroso que pareciera, había escuchado esos lamentos agudos y espantosos de gato en todo semejantes al llanto de un recién nacido. Me preguntó si tenía miedo. Le dije, mintiéndole, que no. Me preguntó si me asustaban los relámpagos y los truenos. Le dije, volví a mentir, que no. Me preguntó si quería ir a su cama. Esto me dejó de nuevo paralizado. Era algo que nunca, en mis frecuentes visitas a casa de mis abuelos, había contemplado. Como no respondí, me preguntó si quería que ella fuera a mi cama. La tormenta arreciaba y el gato o el recién nacido: seguía convencido de que se trataba de un recién nacido, lo que hacía más tétrico el asunto, continuaba chillando como si lo estuvieran estrangulando. Contuve lo más que pude la respiración agitada y le respondí que no, que me encontraba bien, que me dormiría enseguida. Diana no dijo nada. Se acomodó en su cama y por mi parte creo haberme dormido aterrorizado entrada ya la madrugada. Ignoro si esta fue la última vez que decidí dormir en la habitación con Diana. Aunque más tarde, es decir unos ocho o diez años después, estuve locamente obsesionado con los frondosos y colgantes pechos de Diana, que había pasado por alto, aunque hasta cierto punto era comprensible dada mi corta edad y la penosa situación de aquella noche pavorosa del gato y la tormenta. De niño siempre fui muy temeroso. En particular desde que mi abuelo construyó la nueva casa, la casa normal, encima de la casa-galera. No entiendo por qué me volví tan medroso a partir, o a raíz, de la casa normal, en donde las noches se me hacían un infierno, pues no recuerdo que antes, ya sea en la casa-ferretería o en la casa-galera, se me manifestaran sentimientos tan profundos y estremecedores de miedo y espanto. Aunque ahora que lo menciono, hemos de haberles parecido mi hermano y yo a los niños del pueblo unos curiosos especímenes procedentes de la ciudad: pálidos, escuálidos y entecados,


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