Según natura. Eva CantarellaЧитать онлайн книгу.
un torrente aborrascado[52].
Cuántos muchachos amados, cuántos versos para ellos: no es injusto que Anacreonte escriba que «por mis palabras y canciones podrían quererme los muchachos; canto, es verdad, con cierta gracia y sé decir cosas amables»[53]. Y justamente B. Gentili observa a este propósito que «tiene un cierto valor simbólico la noticia según la cual el poeta, a quien le preguntó una vez por qué componía canciones para los jovencitos, y no para los dioses, respondió: “porque ellos son mis dioses”»[54].
Menos explícita que la de Anacreonte, pero no por esto menos clara, es la actitud de Ibico, nacido en Reggio en una noble familia en el siglo VI a.C. y no por casualidad definido en la Suda como «muy ardiente en el amor efébico»[55]:
Euríalo, retoño de las dulces
Gracias, y favorito de las Horas,
las de hermosos cabellos, te criaron
entre las flores del rosal, sin duda,
Cipris y la Atracción de suaves párpados[56].
Pero veamos a Teognis, nacido entre el 544 y el 541 en Megara de Grecia, sobre el istmo, y autor de una antología de 1.388 versos en dos libros, el segundo de los cuales, de tema pederasta, revela el amor del poeta por el joven Cirno:
Oh joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni atractivo para tu corazón. Ea, pues, haz por comprender mi proposición; al fin y al cabo, no estás forzado a hacer lo que no desees[57].
Es una de las admoniciones al amado, seguida de una irónica invitación:
Seamos amigos por mucho tiempo; pero trátate con otros con ese tu carácter traicionero que es la negación de la buena fe[58].
Pero he aquí, inevitable, la llegada del dolor:
Joven, no causes a mi corazón un dolor cruel y que el amor que te tengo no me arrastre a la morada de Perséfona; teme la ira de los dioses y el juicio de los hombres y ten para mí sentimientos favorables[59].
Pero el muchacho se resiste:
Oh joven: ¿hasta cuándo escaparás de mí? ¡Cómo te persigo buscándote! ¡Ojalá me sea posible ver el fin de tu ira! Pero tú, dueño de un corazón violento y altanero, me huyes tan cruel como un milano. Espera un poco y concédeme tus favores: no tendrás por mucho tiempo los dones de la nacida en Chipre, que coronan las violetas.
Conociendo en tu corazón que la flor de la amable juventud es más fugaz que la duración de una carrera, líbrame de la atadura, no sea que también algún día, oh el más fuerte de los jóvenes, sufras esclavitud y te encuentres en tu camino con las obras penosas de la nacida en Chipre como yo me las encuentro ahora en tu persona; guárdate de ello y que no se apodere de ti ahora esa maldad como de un joven ignorante[60].
Protervo este Cirno. Y también traidor:
No me has pasado inadvertido al engañarme, oh joven: te he visto perfectamente. Antes no eras amigo de esos con los que ahora estás tan unido y tan amigo mientras que has abandonado con desprecio mi amistad; sino que yo esperaba hacerte amigo fiel entre todos: y sin embargo, ahora tienes otro amigo. Yo, que me he portado bien, estoy en el suelo; ¡ojalá, al verte, nadie quisiera amar a un joven![61]
Después, el amor acaba:
Ya no amo a ningún joven, he desterrado violentamente mis dolorosos pensamientos, he huido lleno de placer de mis pesados trabajos y he sido liberado de mi pasión por Citerea, la de hermosa corona; y tú, oh joven, no tienes ningún atractivo ante mis ojos[62].
Tampoco falta, en la producción poética de Teognis, el momento de la reflexión por así decir teórica, el de la comparación entre el amor por los muchachos y el amor por las mujeres:
Un joven guarda agradecimiento; en cambio, para la mujer no hay ningún amante digno de fidelidad, sino que ama siempre al más próximo[63].
Así que, de todos modos, Teognis no tiene dudas:
El amor por un joven es hermoso para poseerlo y hermoso para dejarlo; pero es más fácil de hallar que de satisfacer. Mil males y bienes provienen de él, pero en esto mismo hay un cierto encanto[64].
Y henos aquí por fin en el umbral de la época llamada «ática» de la literatura griega: con Píndaro, nacido en el 519 a.C. en Cynocefalos, en Beocia, y autor de algunos versos bellísimos dedicados a Teoxeno, que, como escribe B. Gentili, «reflejan fielmente el ideal aristocrático del amor efébico»[65].
Debía mi corazón en el momento justo,
en la juventud tomar amores;
pero el que de las pupilas de Teoxeno
mira los brillantes rayos
y no perece en el deseo,
su negro corazón ha forjado de acero y
hierro con fría llama;
no honra a Afrodita de los brillantes ojos,
con furor se afana en el lucro
con impudicia de hembra
se arrastra por un frío sendero.
Pero por su voluntad
yo me consumo bajo los rayos
como la cera de las sagradas abejas,
cuando veo en los frescos miembros
de los jovencitos la amorosa gracia[66].
A la inmediatez de la inspiración, que hace evidente el transporte erótico que los griegos experimentaban por las personas de su sexo, los versos de los poetas líricos añaden la capacidad de transmitir, sin necesidad de declaraciones explícitas de principio, el significado de estos amores, el valor cultural que tenían, y las reglas de ética sexual a las que debían adecuarse.
El amor ligaba un adulto a un muchacho que era amado, en primer lugar, por su belleza: y la belleza para los griegos –es inútil repetirlo– era pareja de la virtud.
Aun siendo una relación erótica, por otra parte, la relación con un muchacho no era puramente sexual: estaba estrechamente ligada a la sociabilidad, a los ritos conviviales, a momentos de encuentro en los que el pais no era solamente objeto de deseo. Era un compañero de experiencia, que con el amante y gracias a él conseguía disfrutar del modo justo y en la justa medida de los placeres de la vida: el canto y la danza, el vino y el amor. Y ya esto, inevitablemente, hacía al amor homosexual superior al amor por las mujeres, que no podían ser compañeras de la vida social (a menos que fuesen danzarinas, flautistas y hetairas: son estas, en efecto, las figuras femeninas presentes en la lírica). Y para terminar, para un muchacho ser amado era signo de honor, prueba de su excelencia, confirmación de sus virtudes. El que era amado, en suma, no debía temer la reprobación si aceptaba las ofertas