Masonería e Ilustración. Autores VariosЧитать онлайн книгу.
clase» (D: 621). Estos vigías de los males inevitables, individuos capaces de trascender las segregaciones, esto es, los francmasones, abstraen de las coyunturas estatales de la sociedad civil, conscientes de que su misión, su opera supererogatoria, radica, no en la obediencia a los dictados de una patria, sino en su condición apátrida, cosmopolita, que de ninguna manera puede institucionalizarse, pues cualquier institución delimita, clasifica en compartimentos y termina malversando o fagocitando la simiente de solidaridad que Lessing pretende abonar. Se trata de «reducir lo más posible esas separaciones por las que los hombres se son mutuamente tan extraños» (D: 618), de «contrarrestar los males inevitables que trae consigo el Estado», «No de este y de aquel Estado. No los males inevitables que se siguen de una determinada constitución una vez aceptada. (...). Su mitigación y curación déjalas en manos del ciudadano» (D: 619).
Las calamidades políticamente solubles conciernen a los ciudadanos y son remediables mediante su participación.15 Al ciudadano le compete configurar un bien político, pero que nunca será el bien humano, porque el poder siempre se asienta sobre las diferencias y produce separaciones.16 El ciudadano debe afanarse por conseguir un poder humanizado; pero, para el masón, el poder humanizado es a su vez inhumano, porque sigue uniendo a los hombres a través de su separación.
El poder perverso del Estado no reside únicamente en la facilidad con que excede sus límites legítimos, sino en que es capaz de seducir en su provecho incluso a sus pertinaces críticos, de neutralizar a sus más impenitentes detractores, acomodándolos en su seno, convirtiéndolos en una pieza más de su aparato de poder: «El Estado ahora ya no funciona. Además, entre las personas que hacen las leyes o que las aplican, ya hay incluso demasiados masones» (D: 628; cf. 626). Luego el poder político se define por su capacidad de seducción,17 que sabe reciclar a los oponentes en agentes suyos, en partidarios tan acérrimos que pasan a formar parte del gobierno.
¿En qué se traducen las verdaderas obras que son el contrapunto a las del ciudadano, y, en consecuencia, el antídoto contra los males inevitables? Desde luego, no son aquéllas en que depositaron sus esperanzas ciertos entusiastas que auguraban, a rebufo de la Revolución americana, la instauración del reino de la razón «con las armas en la mano» (D: 629). A quienes esto profetizaron les responde Lessing con un doble argumento, antifanático y antibélico, tolerante y pacifista. El primero se basa en la denuncia del fanatismo, entendido como la pretensión de ver en uno mismo el fin de la historia y creer «poder convertir de golpe a sus contemporáneos», o para expresarlo en términos kantianos, en querer ser el fenómeno que cumple por entero la idea: «El fanático obtiene a menudo muy justas visiones del futuro, pero es incapaz de esperar ese futuro» (E: 592-593). En su incapacidad de esperar reside el fanatismo del fanático, no en el desatino del ideal al que tiende. Quiere colmar en sí mismo la perfección, negando su carácter asintótico e interrumpiendo extemporáneamente el proceso de perfeccionamiento. El segundo consiste en creer que «lo que cuesta sangre no vale la pena de la sangre» (D: 629). El ilustrado lessinguiano no hace de su causa un casus belli, y, por lo tanto, no apuesta por un mecanismo de despliegue de la humanidad que sea cómplice de algún tipo de exclusión y todavía menos de la exclusión de la muerte.
Lessing convirtió las diferencias (sociales, religiosas, étnicas y estatales) que se afirman «en perjuicio de un tercero» en prejuicios que socavan la esencialidad humana (D: 627). Su distanciamiento de la revolución obedece a que ella pone sus fuerzas al servicio de las exclusiones. Este autor tiene en mente dos fenómenos con ese rótulo, la Revolución inglesa y la Revolución americana.18 Luego conviene rectificar una maliciosa metonimia, consistente en convertir a Lessing, su filosofía de la masonería y por ende la Ilustración en su globalidad, en un conspirador político, o, hiperbólicamente, en el epígono de esas dos revoluciones modernas y, ante todo, en la propedéutica de la Revolución francesa.
Frente a la actitud ilusa o visionaria, capaz de caldear el fundamentalismo, «el francmasón espera tranquilo a que salga el sol» del propio discernimiento mediante la comunicación entre un tú y un yo, al acecho de la ocasión propicia para actuar y prescindir progresivamente de los cirios que aún necesita (D: 629). La lucha por la igualdad esencial humana «en el fondo no se apoya... en vinculaciones externas que tan fácilmente degeneran en ordenamientos sociales, sino en el sentimiento comunitario de espíritus afines» (D: 630), en suma, en la philía. La amistad no es jerárquica ni excluyente, sino dialógica y expansiva. Cualquiera puede ocupar el lugar del tú y del yo. La amistad neutraliza el montante seductor y opresor del poder, ese gran Basilisco, al robustecer las relaciones interpersonales, al hacer insobornable nuestra idiosincrasia y fundar una existencia sin escisiones, sin sambenitos, sin estigmas, basada en la reciprocidad de lo esencial.19
Ciudadanía y masonería, esto es, política y amistad, circulan ambas por carriles diferentes.20 Entre ellas debe establecerse una simbiosis, mas no una absorción; es menester promover un solapamiento, pero no una suplantación. La política más ecuánime no deja de ser terreno fecundo para el mal. Y tal política, según uno de sus más brillantes heraldos, Kant, reposa en el principio de publicidad, que no colisiona en absoluto con la discreción lessinguiana. La necesidad de la publicidad de una máxima, de que sea objeto de discusión pública y cuente con el reconocimiento general, sirve de dique al rabulismo de la razón instrumental.21
Falk reflexiona sobre la decepcionante experiencia masónica de Ernst, quien, deslumbrado por esa logia de las maravillas que le describió («Una tierra que mana leche y miel»), decidió afiliarse (D: 623). Del encantamiento pasa al desencanto. Lo que a este novicio le agria el humor, lo inquietante, no es tanto que «El uno quiere fabricar oro, el otro conjurar espíritus, un tercero restaurar los [templarios]», cuanto «que lo único que veo por todas partes, lo único que por todas partes oigo son esas niñerías: es que nadie quiere saber nada de eso cuya expectativa suscitaste tú en mí» (D: 627). La minoría de edad autoculpable se contenta con los ritos y prodigios, hace degenerar las verdaderas obras en un indolente pasatiempo, opio para los auténticos masones: «Ernst.¡Pero todo aquello era entretener, entretener y nada más que entretener!». Ese regodeo en lo accesorio olvida su mera índole de indicio, de acicate, de estímulo para algo superior: «Falk.Pues que en todos esos ensueños veo esfuerzos en pos de la realidad, que, de todos esos extravíos, puede sacarse por dónde irá el verdadero camino» (D: 624-625). La razón aprende de su errancia, se pule y madura midiéndose con sus delirios, pero no queda encallada ahí, pues no puede cejar en sus denuedos por remontarlos (D: 628). No hay que mezclar el «secreto con ciertas ocultaciones» (D: 625). Quizá el hecho de que la masonería real, histórica, no haya sido capaz de auspiciar una forma de expandirse basada en la franca interrelación entre un tú y un yo, y haya permanecido atrofiada en niñerías, sea tan sólo un rodeo. Lessing prevé que ese esquema de la masonería sea superado a causa de una inflación de alienante divertimento, porque ha interiorizado los mismos prejuicios castizos, confesionales y clasistas que aspiraba a combatir y porque ya hay demasiados masones incluso en el gobierno. Asediada por el triple frente de una simbología hueca, una traición hipócrita a su carta fundacional y un uso político, la masonería existente no es digna de la masonería esencial. La erótica del poder ha engullido su sustancia, reduciéndola ora a simple ritual, ora a brazo político.
III. IDEALISMO Y MASONERÍA: EL CASO FICHTE
La politización de la virtud, de la que el propio Lessing recelaba por su tentación fundamentalista, va a mostrar su rostro jánico con la Revolución francesa. La Ilustración no ha humanizado a los hombres. La libertad misma incuba un momento de violencia tan pronto como penetra en