Episodios republicanos. Antonio Fontán PérezЧитать онлайн книгу.
al Gobierno— en el mismo año 1917. El Sol acogió esta acción como un síntoma de la ansiada renovación que obligaría al régimen a asentarse sobre bases de verdad. La sorpresa vino después, cuando los mismos oficiales rebeldes pusieron al descubierto que su programa era conservador y de estricta disciplina nacional. El Sol saca a los intelectuales al palenque diario del artículo, y no sólo a los intelectuales-escritores, sino a los profesores de Letras, de Geografía, de Historia —sobre todo de corrientes reformistas— a quienes llama a una empresa de divulgación y contacto con el público.
Pero, históricamente, El Sol fue, políticamente ante todo, la tribuna de Ortega. Maeztu, por ejemplo, tuvo que dejar de escribir en él para acogerse a otros órganos de la gran prensa argentina o a las páginas de Ahora, cuando adoptó decididamente una actitud reconstructora, no sencillamente constructora, de la vida nacional, con los ojos abiertos a la historia y la atención repartida entre el futuro, el presente y el pasado, como manera de alcanzar una visión global del mundo español de sus hechos y de sus problemas.
El Ateneo de Madrid era un centro intelectual, de larga historia y de tradición casi siempre liberal y progresista, con excelente biblioteca, muchos socios, varias tertulias o mentideros permanentes, donde pasaban la vida algunos estudiosos, otros escritores menores y unos nutridos grupos de intelectuales frustrados, dilettantes y hasta chismosos de la literatura y de la política. En tiempos de la dictadura y en los años 30 y 31, el Ateneo era republicano y radicalmente reformista. Su hombre por antonomasia fue Azaña y su aire público, en las dos ocasiones en que en esos años lo clausuró la policía, el de un club jacobino del París del 89, en donde el anticlericalismo rozaba o incidía en la blasfemia, y en el cual una minoría activista en medio de una masa de socios de caracteres políticos e intelectuales diversos y contradictorios, entre los que había muchos notables hombres de cultura, daba la nota revolucionaria de colaboración con los marxistas, y aún los anarquistas de esos años, en una especie de liga nacional arreligiosa y antimonárquica.
LOS REPUBLICANOS DE ABRIL
El 17 de agosto de 1930, como se ha recordado en el capítulo anterior, republicanos, socialistas y catalanistas adoptaron juntos el acuerdo al que ellos mismos dieron el nombre de Pacto de San Sebastián con que ha pasado a la historia.
¿Quiénes estaban detrás de estos hombres? En otros términos, ¿cuál era la procedencia política, geográfica, social, de los votantes que en las grandes ciudades dieron la victoria a las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones municipales de abril del 31?
Por una parte, el socialismo. De los efectivos del partido y de su sindicato tratamos en el capítulo siguiente. Esto puede explicar la victoria electoral del 14 de abril en Madrid, y algunas zonas como Bilbao o Asturias donde sus sindicatos eran fuertes. De otra parte, los anarcosindicalistas cuyas cifras exactas no son conocidas, pero que explican la victoria antimonárquica de Barcelona (capital y provincia), de Málaga y Sevilla (capitales), de Córdoba (provincia) y de extensos sectores del campo andaluz y —en unión de los socialistas— de algunos lugares extremeños.
Los grupos catalanistas influyeron donde las elecciones se celebraron bajo el santo y seña del autonomismo. Y en todas partes, de un modo difuso, la minoría burguesa, republicana y reformista, cuyas cifras globales nadie se atrevería a elevar por encima de dos o tres cientos de miles de españoles.
¿A qué grupos respondían estos republicanos? ¿Cuáles eran sus orígenes?
Hasta la segunda mitad del siglo XIX no había habido republicanos en España. La nueva planta nació con signo revolucionario y antimonárquico, más que con sentido positivo o creador de alguna especie, en el seno del partido demócrata y en los más avanzados sectores del 68. La anarquía de aquellos años desató pasiones, rencores y violencias, que en algunos casos pueden compararse a sucesos de la revolución francesa de 1789. Si se hicieran estadísticas de los incendios, destrucciones y secularización y profanaciones de iglesias en el 68 y en el 73, de las expresiones de la prensa y de los políticos (la sesión de Cortes de 26 de abril de 1869, llamada la «sesión de las blasfemias»), de los motines, o de la ocupación del poder local o provincial por grupos de exaltados, los lectores de esas cifras y noticias quedarían asombrados. La única diferencia con los sucesos españoles del año 36 y de la Guerra Civil, es que en el 68 todavía se conservaba cierto respeto por la vida humana individual, y no hubo la misma proporción de asesinatos.
Cánovas había incorporado al régimen restaurado de Sagunto a extensos sectores del republicanismo español, que se pueden simbólicamente representar en el nombre de Sagasta y en la actitud benevolente de Castelar.
Hasta el 98 no quedan en España, prácticamente, más republicanos que unos pequeños grupos de nostálgicos, de soñadores, con cohesión de secta, pero con escasísima proyección sobre el país. Es después de la descomposición del régimen de Cánovas, con la pérdida de las posesiones de Ultramar, las divisiones de los liberales a la muerte de Sagasta, y su transformación en gobierno de autoridad con Canalejas, cuando van cobrando fuerza los nuevos republicanistas españoles. En su crecimiento influyeron notablemente, muchas torpezas y falsas habilidades de los Gobiernos de la monarquía. Lerroux, por ejemplo, «emperador del Paralelo» y rey de la vida municipal de Barcelona durante años, fue indudablemente apoyado en secreto por gentes del régimen, como peón frente al internacionalismo obrero de los anarquistas de Barcelona y frente al autonomismo catalanista de la Lliga. La protección dispensada a los intelectuales de la Institución y de la Junta, la aceptación de los excesos verbales de Rodrigo Soriano y de Blasco Ibáñez en Valencia, por el crédito abierto al prestigioso escritor que era este último, y por la suposición de que una izquierda republicana sería un contrapeso frente al alarmante crecimiento del marxismo y del internacionalismo, contribuyeron a su desarrollo.
Los republicanos históricos —política y socialmente en cierta manera moderados— se agruparon en torno al partido radical de Lerroux. Los otros grupos, más o menos fantasmales, que en las elecciones a Cortes constituyentes de julio del 31 obtuvieron actas de diputados eran pequeñas cofradías de notables con poca gente detrás, que se beneficiaron del abstencionismo de los monárquicos y de gran parte de los católicos, desconcertados aun por los sucesos de abril, del apoyo socialista y de la desigual —pero efectiva— asistencia electoral de los anarcosindicalistas. Estos sufrían entonces la gran crisis de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) frente a los «treinta», pero veían en la república de izquierdas, a pesar de la presencia de sus «hermanos enemigos» los marxistas, un paso adelante —o una remoción de obstáculos— en el camino al paraíso ácrata del comunismo libertario.
Se fue formando, sin embargo, progresivamente y pronto, un conjunto de grupos de intelectuales de Ateneo, de jóvenes profesionales ambiciosos, de honestos burgueses sinceramente igualitarios y demócratas, de reformistas iluminados con hambre de poder, todos los cuales fueron al fin los republicanos de la izquierda. Eran los hombres fuertes de la burguesía, anticlericales por principio unos, por espíritu de revancha o afán de liberación otros. El hombre de estas gentes iba a ser Azaña. Ganó el puesto en los primeros meses de las nuevas Cortes. La precisión y la sobriedad de sus discursos y la fría voluntad de hacer el país totalmente de nuevo conforme a nuevos moldes, atrajeron hacia él a esos grupos.
Los seguidores de Lerroux eran galdosianos, y demasiado históricos para poder encuadrar un aluvión de savia nueva, muchas veces traída por puro oportunismo. Los modos oratorios de Alcalá Zamora, su respeto de liberal exmonárquico por la religión, y sus concesiones verbales a la historia, a la legalidad y al catolicismo, carecían de seducción para la nouvelle vague de 1931.
Era difícil para los católicos colaborar con el nuevo sistema. La hostilidad a la Iglesia pareció enseguida consustancial con la república. Los anarcosindicalistas se llamaron pronto también a engaño, porque la coalición republicano-socialista había hecho saltar la monarquía, pero quería conservar y aun reforzar el Estado. Y ese, para ellos, era el verdadero enemigo.
En medio de las dos crecientes oposiciones de los católicos heridos y de los anarquistas engañados, dio comienzo la historia de la Segunda República española. El régimen de la izquierda burguesa, orientado por intelectuales acatólicos, emprendía una inquietante marcha que