Etnografía y espacio. Natalia Quiceno ToroЧитать онлайн книгу.
las personas recorren los puestos con la mirada atenta, en ocasiones más de una vez, hasta identificar lo que fueron a buscar. Preguntan precios, eventualmente procedencias, a veces regatean. En esa búsqueda se topan con algo desconocido: preguntan nuevamente, se interesan por ese nuevo remedio y quieren conocer todo sobre él. En general, dan a conocer también sus motivos: buscan algo para los dolores del cuerpo o la tos, y quieren saber si aquello que están viendo sería de utilidad para su problema. Tal vez lo sea, pero solo en combinación con otros productos, que quizá ese vendedor no tiene y el cliente deberá moverse hacia otro puesto. O quizá el interesado pueda proponer una nueva combinación, con base en sus saberes previos, que convenza incluso al propio vendedor, que pasará entonces a considerar esa reunión de productos como una novedad. Independientemente de la compra, ambos se llevarán algo nuevo y diferente que antes no tenían. No solo porque han comprado o intercambiado productos, también se llevan los efectos de sus relaciones con otros, los conocimientos acerca de cómo utilizar tal o cual elemento en una cura ritual, las experiencias de nuevas comidas y olores, o la sorpresa de conocer nuevas miradas sobre el mundo. Estos desplazamientos son deseados y esperados durante todo un año. Al mismo tiempo, el retorno también inaugura una serie de nuevas relaciones, tal como aprendimos con nuestros interlocutores puneños: las de los productos cambiados que ingresan a las dinámicas familiares o comunales, pero también las de aquellas experiencias, historias y emociones que pasan a formar parte del repertorio de vida de los viajeros.
Una feria como la de Huari tal vez sea un ejemplo extremo de estos encuentros efímeros de diferencias, por su envergadura y convocatoria, pero lo cierto es que estas dinámicas pueden ser reconocidas en otros contextos. Los sentimientos que surgían en nuestros interlocutores, cuando conversábamos sobre los viajes de intercambio y la asistencia anual a las ferias, eran difíciles de describir. Inmediatamente comienzan a recorrer los senderos y las huellas con sus recuerdos, narran con emoción las peripecias del viaje, incluyen descripciones muy detalladas de los caminos, evocan las interacciones en las ferias y los sabores de algunos alimentos que solo comían en esas ocasiones. Al mismo tiempo, todos se lamentan de que muchas de estas prácticas ya estén en desuso, pues el desplazamiento al viajar, el encontrarse con otros y volver, resultaba indispensable para las socialidades locales. Y esto, creemos, tiene muchas resonancias con los múltiples desplazamientos que implica la práctica etnográfica.
A diferencia de otros contextos, el trabajo etnográfico en ferias como las mencionadas supone una posición parcialmente compartida entre los etnógrafos y sus interlocutores. Muchas y muchos están fuera de sus lugares de origen, solos o acompañados, no siempre conocen con quiénes se relacionarán, y además de los productos que fueron a intercambiar se encuentran con una gran cantidad de elementos nuevos e incluso extraños. Los etnógrafos, por su parte, están en una situación parecida y se relacionan mediante prácticas similares: comprar, preguntar precios, conocer las propiedades y usos de los productos. Todos están buscando algo específico y todos, además, parecen tener “problemas” similares: reconocer el lugar de origen de sus interlocutores y de los productos, o no comprender en ocasiones la lengua. Además, claro, de ser constantemente interpelados con las mismas preguntas que se le hacen a cualquiera: ¿qué trajeron para vender? Sin sugerir que etnógrafos y quienes participan de las ferias ocupan posiciones idénticas, lo que nos interesa resaltar es que, a diferencia de otros contextos, en donde nuestra presencia desplazada debía ser constantemente explicada a nuestros interlocutores, en las ferias se constituye un “estar ahí” diferente (aunque eso no nos deje exentos de otras preguntas y suspicacias). En las ferias existe una convicción generalizada de que todos están allí buscando a otros: personas, productos o experiencias. Es decir, estos contextos efímeros promueven intereses hacia los otros que resuenan con los desplazamientos a los que incita la antropología (o, por lo menos, el tipo de antropología que nos interesa enfatizar aquí). Pero creemos que las resonancias tal vez van un poco más allá.
Del trabajo etnográfico también podría decirse que es efímero. Uno llega a un lugar, permanece un tiempo y luego se va, pero al irse la etnografía nos sigue. Parecería desatarse en el etnógrafo o etnógrafa un proceso imparable, que nos habita y sigue su camino, recorriéndonos, transformándonos. La experiencia, sus registros, las relaciones están con nosotros; en esas dimensiones de lo consciente e inconsciente a la vez, lo experimentado en la práctica etnográfica tiene una presencia vívida como en los universos oníricos. Algunos autores incluso sugieren que, al escribir, experimentamos un “segundo campo”, que, aunque es fabricado en la escritura, también tiene efectos sobre nosotros.35 Es una experiencia que se hace cuerpo y desde adentro vuelve una y otra vez, como un proceso vivo.36 Y, en este sentido, parecería ser similar a las experiencias de nuestros interlocutores sobre sus desplazamientos en el espacio y sus viajes de intercambio. Reconocer algo de nosotros en los otros siempre abre la puerta a un ejercicio de reflexividad, acerca de nuestro lugar y relaciones en el campo. Pero aquí las dinámicas de las ferias poseen algunas pistas para repensar ese proceso.
Desplazar lo efímero
Como todo fenómeno que toma relevancia, la reflexividad en el campo de la antropología trajo importantes cambios en el modo de hacer, considerar y analizar etnografías37 principalmente para poder hacer una crítica constructiva y fundamentada al objetivismo. Pero en muchos casos esto quedó encerrado en consideraciones sobre las dificultades personales de hacer trabajo de campo que, aunque importantes en términos epistemológicos, no siempre avanzan en su relación con otros. Somos conscientes de que estas discusiones llevan casi 40 años de debate dentro de la disciplina. Aquí solo nos interesa resaltar que, aunque originalmente se trataba de abrir el espacio a una exploración de nuestras subjetividades y habilitar una crítica epistemológica, en ocasiones se hizo un trayecto desde el objetivismo al psicologismo, salteando el interés por los otros. Sin duda se trata de una etnografía “afectada”, pero solo para ejercitar cierto “narcisismo”.38
Retomemos los comentarios de Marilyn Strathern sobre asuntos similares, que constituyen una parte de sus tempranas (y todavía actuales) respuestas a las críticas posmodernas hacia la práctica antropológica. La autora plantea que “Existe una tendencia a equiparar reflexividad con mayor autoconsciencia, y así considerarla una virtud personal que una persona sensible revela en sus escritos. Puede parecer que los antropólogos están predestinados sólo a perfeccionar una autoconsciencia cada vez más exquisita”,39 antes que, podríamos agregar, producir conocimientos en sus relaciones con otros. Interesarnos tanto por nosotros mismos no parece habilitar el conocimiento de otros modos de existencia. Reflexionar sobre la posibilidad de “ser afectado”40 es bastante diferente de la reflexión autoreferenciada, donde la subjetividad y los problemas del antropólogo se vuelven el centro de la escena. Parte de esta “antropología hecha en casa” (“casa” como el lugar seguro del “nosotros”) es aquella que, independientemente de su emplazamiento y desplazamiento físicos, se desarrolle en Buenos Aires o en los Andes, tiene como único propósito aumentar la propia “conciencia crítica”, donde el antropólogo se constituye como un autor cuyo trabajo se apoya “en la existencia de una continuidad entre los constructos culturales de ellos (los grupos estudiados) y los suyos”.41 Podríamos decir que es una antropología que solo implica el movimiento de intereses propios como marco para comprender a los otros: aumenta la propia “conciencia crítica”, pero no realiza un desplazamiento ontológico. Tal vez podríamos recuperar aquí las ya clásicas palabras de Claude Lévi-Strauss:42 que el observador forme parte de la observación no reduce su trabajo a la búsqueda de una mayor autoconsciencia sobre ese lugar ocupado; esa es solo la primera parte de la reflexión etnográfica-etnológica. Lo necesario, lo que viene después, es desplazarse de la comodidad de ese lugar para observarse (como “objeto”) desde el punto de vista del otro. Una suerte de ejercicio “perspectivo” del trabajo etnográfico43 que no domestique la diferencia: se trata de dejarnos afectar por aquellas fuerzas y relaciones que afectan a las personas con las que trabajamos,44 para desde allí mirar nuevamente el trabajo antropológico. En este sentido, ¿qué tienen las ferias para decirnos sobre esto?
Por un lado, tal y como se ha sugerido anteriormente, nos colocan en situaciones similares a las de nuestros interlocutores (y quizás accionan algo de aquello que Favret-Saada45 llama afección); por otro lado, y tal vez más importante, nos confronta con otras formas de lidiar y conectarse