Indicios visionarios para una prehistoria de la alucinación. Zenia Yébenes EscardóЧитать онлайн книгу.
ninguna imagen. Hay que advertir que ver significa también conocer, como cuando queremos preguntar a alguien si entiende lo que le decimos y le preguntamos: ¿no ves esto?2 La claridad de las imágenes visionarias, a diferencia de las imágenes mentales que evocamos por nosotros mismos, es un argumento a favor de su veracidad. La visión de Dios nos llega sin ningún esfuerzo o acción de nuestra parte. Para Agustín, el engaño no es posible en la visión intelectual (en sentido estricto la única que se consideraría visión, pues la imaginaria y la corpórea responden al término aparición).3 Para Descartes que, en el Discurso del método (1637), desde su herencia agustiniana, postula que “las cosas que percibimos muy clara y distintamente son todas verdaderas” (Descartes, 2006: 70), la verdad es una intuición intelectual que se distingue por su claridad indudable. La fuente de esa claridad es la fuente de la verdad, es decir, Dios.
A diferencia de la visión intelectual, la visión corpórea y la visión imaginaria, advierte Agustín, pueden, sin embargo, verse perturbadas por todo tipo de cosas: dolencias en las “vías” entre el cerebro y los objetos externos, confusión sobre objetos externos similares, suposiciones erróneas sobre cosas “anunciadas” por los sentidos (por ejemplo los casos de paralaje y refracción), incertidumbre sobre las imágenes de los sueños, por efecto de la fiebre y de otras enfermedades y por agentes sobrenaturales malignos o benignos. El diablo, por otro lado, sólo puede tratar de engañar a través de los simulacros y las apariencias. La verdadera prueba es determinar, desde el principio, que un espíritu maligno está operando, y hacerlo en el momento en que ese espíritu aparece como bueno para la mayoría. Y eso sólo es posible a través del don del discernimiento (Clark, 2011: 11). El verdadero discernimiento es, pues, un carisma; no tiene nada que ver con poder distinguir entre fenómenos visuales equivalentes a través de bases epistemológicas. Si una visión religiosa, un sueño, una alucinación y una ilusión demoniaca pueden producir experiencias visuales idénticas, se necesita algún otro criterio para resolver tales dificultades.
La discretio spirituum entre los siglos xvi y xvii depende de dos fundamentos que la minan desde adentro, por lo menos como ejercicio epistemológico. Uno es una cadena cognitiva concebida de forma naturalista que garantiza lo que Stephen Gaukroger ha llamado “veridicalidad funcional” (2010: 177; Clark, 2011: 12), la cual supone que las imágenes del mundo copian la realidad con éxito en condiciones naturales óptimas pero, al mismo tiempo, estas imágenes quedan completamente expuestas a los demonios que pueden subvertir esas mismas condiciones. El otro fundamento es una jerarquía de visión y certeza que considera el verdadero discernimiento como un don (por definición carismático, no epistemológico). La mística de los siglos xvi y xvii desconfía incluso de la visión intelectual que salvaba la teología agustiniana puesto que advierte que ésta rara vez se produce de forma “pura”4 y sin mezcla de elementos imaginarios, ya que, como escribe Teresa de Ávila (V, 22.10), “no somos ángeles, sino tenemos cuerpo”.
La primera tarea del discernimiento espiritual es, entonces, asegurarse de que una visión o aparición no tenga causas naturales. Esto significa revisar todas las formas en que la cadena visual aristotélica normativa puede volverse disfuncional, produciendo experiencias visuales que ya no sean verídicas. Las categorías son los trastornos mentales y físicos, como la melancolía natural, que producen experiencias visuales falsas. La ocupación, la edad y el género son variables que también pueden explicar esas fantasías. Lo que proporciona el discernimiento en este caso es una descripción exhaustiva de la anormalidad cognitiva basada en motivos escolásticos. Es decir, basada en un conjunto de criterios negativos para la verdad visual tal como estaba disponible en la antigua epistemología (Clark, 2011: 15).
Dios y el diablo pueden producir visiones y apariciones corpóreas e imaginarias (y pese a su disparidad moral, la epistemología de ambas es idéntica). Los criterios que se buscan para ayudar a discernir serán entonces los atributos personales y la conducta del hombre o la mujer involucrados, las circunstancias que rodean su experiencia y el carácter moral y los efectos espirituales de las cosas que se les revelan. Es decir, la rúbrica: personae, modi, effectus. Bajo el epígrafe “modos” es cierto que se hacen algunos intentos para agregar limitaciones a lo que Satanás puede presentar con éxito a los ojos (por ejemplo, animales con simbolismos sensibles, como palomas y corderos) o indicar pistas visuales que traicionan su habilidad (como monstruosidad o imperfección de la forma humana). Ahora bien, al contradecir la misma demonología en la que se basa el discernimiento —y que, como hemos visto, señala que la condición diabólica es la mentira y Satanás puede crear simulacros perfectamente engañosos de visiones divinas—, estas cláusulas salvadoras indican una desesperación teórica que conduce a problemas significativos en las imágenes artísticas que acompañan a la teología, en particular en las representaciones de lo demoniaco (Clark, 2011: 18; 2019). En su mayor parte, sin embargo, el simple hecho de fincar un criterio visual es de poca ayuda para decidir su procedencia. En cambio, las discusiones se centran en las credenciales morales y religiosas de los involucrados, en el comportamiento de la aparición y en el impacto causado por el encuentro. Por ejemplo, uno de los criterios ofrecidos con más frecuencia para distinguir una aparición angelical de una demoniaca se refiere a los estados psicológicos que inducen: la primera trae alegría, valor y tranquilidad; la segunda, confusión, distracción y dolor. El miedo inicial que acompaña a una visión angelical se disipa rápidamente y es remplazado por alegría, mientras que con los demonios generalmente ocurre al revés. No obstante, para De incantantionibus ensalmis, la ambigüedad de estos signos radica precisamente en el hecho de que cada signo tiene más de un significado temporal; así, una señal que produzca efectos negativos inicialmente puede traer consecuencias positivas en el futuro (De Moura, 1620: 150-151).
La teología del discernimiento basada en el realismo escolástico intersecta entonces —pese a lo que en primera instancia podríamos pensar— con la “nueva y moderna epistemología” que se va configurando entre los siglos xvi y xvii. Para la nueva epistemología, las percepciones de los sentidos son los signos de los eventos naturales. Estos signos son causados por ellos, pero no tienen ninguna correspondencia mimética, sino que permanecen en relación con ellos como el signo convencional para una palabra frente a la palabra o como las palabras frente a los objetos. En su Óptica (1637) y en su Tratado de la luz publicado póstumamente (1664) Descartes advierte así que es necesario recurrir al funcionamiento de los signos lingüísticos para explicar la nueva forma de relacionar objetos, eventos cerebrales y perceptos mentales.5 Es decir, un significado particular acompaña ineludiblemente a un signo dado. En la epistemología de Locke, las sensaciones proporcionadas no pueden ser copias de esencias reales. Las esencias reales son incognoscibles; lo que se conoce son sus equivalentes “nominales”, conocidos por su nombre, y el nombre no confiere ninguna semejanza.6 Los teóricos de la visión moderna comienzan a formular sistemáticamente preguntas sobre lo que llamaríamos la mediación semiótica, la “pantalla” de signos entre la retina y el mundo.
Es importante advertir que la teología del discernimiento —fiel, en la teoría, a su realismo escolástico— no aboga ni postula el modelo semántico de conocimiento visual de la nueva epistemología; sin embargo, el acto de discernimiento ya presupone una agencia diabólica y simuladora que pone de relieve el hecho de que la visión humana es interpretable (Clark, 2011: 26). La ciencia moderna, en lugar de oponerse directamente a la demonología, funciona dentro de su marco intelectual. Implícitamente, la teología del discernimiento concede que ver no es un proceso natural asegurado porque las species sean signos naturales que las vuelven a ellas mismas, al objeto externo y a la representación mental ontológicamente continuas (Biernoff, 2002: 75). La visión se transforma en una cuestión de considerable complejidad en la que las variables de condición corporal y humoral, estado emocional, edad y género (además de otras circunstancias más contextuales) tienen que ser analizadas. Esto significa lo siguiente: si para la teología del discernimiento de la modernidad en teoría las especies son signos naturales de sus objetos, en la práctica son tratadas como si no lo fueran (Clark, 2011: 28-29). Pero hay algo más. La teología del discernimiento postula, al mismo tiempo que la duda, la agencia de una alteridad paradójica, radicalmente diferente a nosotros y al mismo tiempo familiar y cercana, un interlocutor (divino o demoniaco) que encuentra en nosotros su locus primordial. Veámoslo detenidamente.
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