Las elites en Italia y en España (1850-1922). AAVVЧитать онлайн книгу.
target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_af978f5d-bf38-5408-b9f5-e8be2c4af9ba">46 María Dolores Muñoz Dueñas (ed.): «Las elites agrarias en la Península Ibérica», Ayer 48, 2002, pp. 9-221. Jesús Millán García-Varela: El poder de la tierra. La sociedad agraria del Bajo Segura en la época del liberalismo 1830-1890, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1999. Rosa María Almansa Pérez: Familia, tierra y poder en la Córdoba de la Restauración, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2005.
LAS ELITES POLÍTICAS Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO LIBERAL EN ITALIA (1861-1901)
Fulvio Cammarano
Universidad de Bolonia
A diferencia de lo sucedido en otras realidades europeas, la construcción de la «nación», realizada sobre la base de un complejo mosaico de sistemas políticos y estadios de desarrollo social, planteó a las clases dirigentes liberales italianas un difícil problema de legitimación. Desde el punto de vista político-institucional, la unificación en absoluto resultó una empresa fácil. Debe recordarse en primer lugar que, tras el proceso político-diplomático que había conducido al nacimiento del Reino de Italia, no existía ningún bloque social unificador, empezando por la aristocracia, débil y ausente, carente de todo vínculo con sus propios orígenes rurales, y por tanto incapaz de presentarse como referente ético-político ante las clases populares.
Desde el punto de vista institucional la situación no parecía menos problemática. Faltaba, partiendo de la cumbre, una Casa real prestigiosa.1 La admiración de la comunidad liberal por el mantenimiento del Estatuto albertino por parte de los Saboya, incluso tras el fracaso de los alzamientos de 1848, se había transformado en desilusión a causa de las dificultades e incertidumbres puestas de manifiesto en los años sucesivos y de su escaso prestigio internacional. La precoz muerte de Cavour había sustraído de la escena a quien, unánimemente, era considerado el único personaje político de nivel europeo capaz de dirigir el intricado proceso de unificación. Las instituciones políticas y administrativas saboyanas que, de la noche a la mañana, se convirtieron en instituciones nacionales no eran vistas como especialmente modernas y liberales por las comunidades y los estados «piemontizados» del centro-norte de Italia, mientras que en los antiguos territorios borbónicos eran consideradas opresoras y violentas. Además, el miedo palpable de los grupos dirigentes hacia el «pueblo en armas», junto a la cada vez más evidente debilidad del ejército del reino, volvía improbable toda referencia idealizada a cualquier tipo de virtud militar. Por último, el Senado, debido a las limitaciones propias de la aristocracia, de la cual frecuentemente provenían sus miembros, tampoco llegó a constituir en ningún momento un centro vital de referencia.
En semejante contexto, la clase política liberal acabó representando, a su pesar, la principal articulación institucional de este difícil proceso de legitimación de la nueva realidad político-estatal. En mi opinión, en Italia, a partir de la unificación, dirigentes y clase política asumieron un papel de suplencia de instituciones poco legitimadas y por tanto, casi inmediatamente, se afirmaron como primaria, aunque débil, fuente de legitimación de las frágiles instituciones nacionales.2
A tal peculiaridad, que favoreció la emergencia de una centralidad institucional de la clase política italiana, debe añadirse otra de carácter político-ideológico, originada por la doble legitimación con la que se desarrolló el proceso de unificación del país. Por un lado, el elemento diplomático-realista construido en torno a la herencia ideal de Cavour; por otro, el «accionista» que se reconocía en las aspiraciones mazzinianas. Una distancia considerable separaba estos dos elementos que, tras 1861, se vieron obligados a convivir debido a la no programada, pero decisiva, contribución garibaldina. Ninguna de las dos partes, en efecto, había conseguido deslegitimar a la otra. No sólo eso. Ambas formaciones se erigían en representantes del mismo segmento del universo del imaginario político: revolucionarios que luchaban por el progreso. Un fenómeno asimismo propiciado por el hecho de que ninguno de ellos podía interpretar el papel de «conservador» sin resultar aplastado por una fuerte corriente de deslegitimación reservada a las fuerzas sospechosas de simpatizar con el clericalismo antiunitario. Para el moderado Romualdo Bonfadini, de hecho,
[t]odos nuestros partidos parlamentarios tienen un origen común –el origen revolucionario–. Aquellos que fantasearon (...) con una Izquierda bandera de progreso y una Derecha bandera de conservadurismo, han aplicado denominaciones de índole extranjera y de cosas ajenas a los hechos italianos, que no supieron ver o no supieron juzgar (...). Ningún historiador que quiera ser imparcial podrá encontrar el martirio patriótico de las altas clases inferior, en toda Italia, al de los democráticos.3
Los excluidos de la legitimación constitucional (católicos y mazzinianos) eran también los portadores de una cultura política y social alternativa a aquella del progresismo de matriz positivista. De este modo, el parlamento del Estado unitario no se convertiría únicamente en la sede de la representación política del país legal, sino también en el símbolo de una «revolución» que, en cierto modo a la vez, se reconocía carente de alternativas al refuerzo de las instituciones monárquicas. La centralidad del parlamento se convirtió en el dique destinado a separar de modo cada vez más claro la visión revolucionaria mazziniana de aquella democrático-parlamentaria. Si en 1862 para Agostino Depretis, prestigioso exponente de la moderada izquierda subalpina, era natural afirmar que «todas las fuerzas del país, tanto las monárquicas como las democráticas, todas tienen como única representación el rey y el parlamento»,4 menos evidente pareció, en 1864, a la Cámara, la afirmación de Francesco Crispi, líder de la izquierda democrática, según la cual «la monarquía es lo que nos une, la república nos dividiría»5 y, en consecuencia, no existían «partidos hostiles en este recinto».6
Una tendencia confirmada por el fracaso sustancial, entre 1863 y 1864, del proyecto de Agostino Bertani y Giovanni Nicotera de provocar la dimisión, en clave de protesta, de todos los diputados de la izquierda. Fue el último gran intento de desplazar el epicentro político del parlamento al país. Incluso los adversarios de la derecha, por otro lado, reconocían
como, poco a poco, las pasiones partidistas van cediendo su lugar al frío raciocinio y (...) como los hombres de la oposición se han convencido de la necesidad de combatir al gobierno, no en las plazas o en las columnas de algún periódico sectario, si no en las aulas del Parlamento.7
La centralidad de la clase política parlamentaria, al imponerse por falta de alternativas, no implicó una legitimación real, la cual hubiese requerido, al menos, una mayor participación crítica del pueblo en los acontecimientos político-institucionales de la época: los más informados de los intelectuales y políticos reconocían que la debilidad del sistema nacía de la ausencia de una opinión pública fuerte y consciente.
No obstante este hecho, hasta los años setenta, el conflicto entre las dos grandes formaciones parlamentarias había producido una evidente contraposición que parecía abocada a institucionalizar, sobre el patrón de un supuesto –más que real– modelo británico,8 la auspiciada división bipartidista del sistema político. Algunos datos relativos a los votos de confianza nominales evidencian la existencia hasta 1876 de una fractura bastante clara y, consecuentemente, una tendencia más bien marcada hacia el «voto de partido».9 Tal división encuentra su inspiración en las divergencias reales que habían separado, a partir de 1861, a las dos grandes formaciones parlamentarias y que se alimentaban de las insalvables diferencias respecto al modo de completar el proceso de unificación nacional. Con Roma ocupada y una