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Universidades, colegios, poderes - AAVV


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      V. REFLEXIONES FINALES

      Calificar las celebraciones de la consumación de independencia como una «humorada costosa» no fue una expresión al azar, sino producto del convencimiento del dirigente universitario. Gracias a sus palabras conocemos su opinión sobre las «segundas fiestas de la Independencia», como algunos autores las llamaron, así como de su convicción de que estas habían resultado altamente perjudiciales para el país. En apoyo a sus palabras, Vasconcelos hacía notar que el propio ministro de Hacienda, Adolfo de la Huerta, le había indicado que no podría realizar nuevas obras pues se encontraba en serios «apuros de dinero». Pero no quedaron ahí los comentarios de este último, también le expresó que este grave desajuste presupuestal se debía a los excesivos gastos efectuados en «la fiestecita de Pansi», sobrenombre con el que ambos se referían a Alberto J. Pani, a cargo de la cartera de Relaciones Exteriores. Según cálculos del propio De la Huerta, las celebraciones patrias de 1921 habían tenido un costo de once millones de pesos, con lo que, según afirmaba, prácticamente se había agotado la reserva disponible.

      Vasconcelos compartía las críticas hacia Pani, a quien culpaba de haber sido el principal promotor de las fiestas y causante del desequilibrio económico sufrido por el Gobierno obregonista. Era, afirmaba, el «malhora» de esa administración, quien por falta de trabajo en la cancillería se había inventado el negocio del «patriotismo retrospectivo». Además, concluía en tono descalificador que la conmemoración no había tenido ningún sentido, pues nunca antes se habían homenajeado los sucesos del plan de Iguala ni volvería a hacerse. Por tanto, concluía de manera contundente: «Aquel Centenario fue una humorada costosa y el comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde».36

      Pero ¿qué había de cierto en las consideraciones del Rector? ¿Realmente las fiestas patrias del año de 1921 habían mermado las finanzas estatales? Si bien para entonces los ánimos revolucionarios se habían atemperado, las celebraciones provocaron malestar y descontento entre un sector importante de la opinión pública, ya que, entre otros motivos, las veían como una celebración del porfiriato pero sin don Porfirio. En las cámaras, por ejemplo, se criticaba acremente el uso de facultades extraordinarias otorgadas al ejecutivo, lo cual permitió los excesivos gastos aprobados para el centenario: «Ustedes creen, preguntaba el diputado por Querétaro, José Siurob, que si el Ejecutivo no tuviera facultades extraordinarias, se habrían atrevido [sic] a estar dando grandes cantidades de dinero para congresos fulanos y menganos, de los cuales no conocemos hasta la fecha ni sus resultados?».37 Por su parte, el diputado Uriel Avilés era más directo al calificar a las fiestas como un «solemne ridículo» que, a manera de epílogo, dejaría «sin un centavo las arcas de la nación».38

      Aunque no todas las críticas provenían de la representación nacional. Federico Gamboa refiere en su Diario que la situación financiera era tan apremiante que el Gobierno de Obregón tuvo que imponer un gravamen especial para sortear los gastos que demandaban las celebraciones,39 recurso que seguramente generó malestar social y, por supuesto, mayores críticas a la decisión del presidente de llevar adelante las fiestas conmemorativas. Por su parte, Alberto J. Pani, en un recuento retrospectivo del estado de la hacienda pública en septiembre de 1923, explica que, al hacerse cargo de dicha secretaría, encontró un déficit de más de cuarenta y dos millones de pesos, cifra que no incluía los adeudos heredados de ejercicios anteriores. Es decir, de acuerdo con Pani, dos años después del centenario, el país se encontraba al borde de una inminente catástrofe financiera.40 Mucho más cercano a nuestro tiempo es la versión que nos brinda Leonardo Lomelí Venegas quien afirma que «casi todos los testimonios de la época coinciden en señalar a 1921 como el peor año de la depresión para la economía mexicana», lo cual explicaría los malabarismos que el Gobierno tuvo que hacer para costear los gastos de los festejos del centenario.

      Si bien las conmemoraciones de la patria no fueron la única causa de la crisis hacendaria con la cual cerró la Administración del presidente Obregón, es claro que Vasconcelos nunca estuvo de acuerdo con los enormes gastos que aquellas significaron, pero ante la decisión del primer mandatario y la madeja de intereses vinculada a su realización, probablemente optó por la solución más conveniente: involucrarse lo menos posible para, desde esta posición, estar en posibilidades de enjuiciar, con total libertad, a quien o quienes considerara responsables del desajuste económico que provocarían. Pero aunque no lo confiesa de manera explícita seguramente temía que los cuantiosos recursos que demandarían las festividades redundarían en detrimento del capital disponible para echar a andar la Secretaría de Educación Pública, su verdadera obsesión.

      Con motivo del discurso que pronunció en la toma de posesión al cargo de rector (1920), expresó el espíritu que lo animaba y el verdadero peso que para él tenía la universidad. Con toda seguridad sorprendió a los integrantes de la institución y a la comunidad en general al declarar que, de acuerdo con su conciencia, debía lograr la transformación radical de la ley de educación pública entonces vigente, producto de «la más estupenda de las ignorancias», y crear un ministerio federal abocado a dicha materia, fundamental para el futuro de México. Señalaba el rector en tono profundamente crítico que él no se conformaría con recibir un buen sueldo y ocupar un cargo que halagara su vanidad; tampoco justificaría su paso por la rectoría «conceder borlas doctorales a los extranjeros ilustres que nos visiten y presidir venerables consejos que no bastan para una centésima de las necesidades sociales».41

      Su función rectoral tendría características muy distintas a las de sus predecesores; reprobaba las instituciones de cultura del país, las que desde su punto de vista se encontraban en el «período simiesco», ya que en lugar de servir al pueblo, como era su deber, únicamente pretendían engañar a los extranjeros. Por tanto, concluía de manera fulminante que él no trabajaría por la Universidad sino que le pedía a la «Universidad que trabajara por el pueblo». Había llegado el momento –aseguraba– de que la institución creada por Justo Sierra devolviera a los mexicanos algo de lo mucho que había recibido de estos. Por tanto esperaba que esta colaborara en la creación de un ministerio de Educación Federal, meta vertebral de su Administración. Para finalizar, invitaba a la Universidad a unírsele en la cruzada por la educación que planeaba llevar a cabo, a no permanecer ajena, como hasta entonces lo había hecho, a los anhelos populares, a que abandonaran su torre de marfil y que sellaran un pacto de alianza con la revolución.42

      Ante tal desideratum podemos explicarnos, al menos en parte, los motivos por los que Vasconcelos reprobó de manera tan tajante el que, en 1921, la clase política se comprometiera a la realización de unas fiestas que, si bien emborracharían a la ciudad y deslumbrarían a la República como él dijera, no aportarían nada a la solución de los peores enemigos de México: la pobreza y la ignorancia de su pueblo.

      1. El Universal, 9 de septiembre, 1921, en el «Suplemento conmemorativo del primer Centenario de nuestra Independencia». Citado por Clementina Díaz y de Ovando: «Las fiestas del “Año del Centenario: 1921”», en México: Independencia y soberanía, México, Secretaría de Gobernación, Archivo General de la Nación, 1996.

      2. Annick Lempérière y Lucrecia Orensanz: «Los dos centenarios de la independencia mexicana (1910-1921): De la historia patria a la antropología cultural», en Historia Mexicana, 45(2), pp. 320 y 346; citado por Virginia Guedea: «La Historia en los centenarios de la Independencia: 1910 y 1921», en Asedios a los Centenarios (1910 y 1921), México, Fondo de Cultura Económica, UNAM, 2009, p. 102. La idea es planteada tiempo atrás por Alberto J. Pani, ministro de Relaciones Exteriores de Obregón, considerado por sus contemporáneos como uno de los principales impulsores de las celebraciones. Véase Alberto J. Pani: «Del presidente De la Barra al presidente Obregón», en Apuntes Autobiográficos, tercera edición, Senado de la República, 2003, p. 282.

      3. Pedro Castro: Álvaro Obregón: Fuego y cenizas de la revolución mexicana, México, Ediciones Era, 2005.

      4. Pedro Castro: Álvaro Obregón: Fuego…, op. cit.

      5. De acuerdo con Elaine C. Lacy, en una junta del gabinete que tuvo lugar en Chapultepec el 16 de abril de 1921, se determinó que debido a la escasez de


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