Encontrar al padre . Fratel MichaelDavideЧитать онлайн книгу.
son casi más íntimos que el tema del sexo» 5. Según el evangelista Lucas, el Señor Jesús no enseña a orar, sino que es visto por sus discípulos mientras ora, y ora de una manera tan atractiva que hace que ellos sientan la necesidad de participar en ese misterio de relación. Todo eso parece entrar casi en contradicción con lo que encontramos en el evangelio según Mateo, donde el Señor censura a todos aquellos que oran «para que los vean los hombres» (Mt 6,5) y enseña: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6,6). Por tanto, si el Señor no se esconde en el acto de hacer oración, no pretende ciertamente «dar espectáculo», sino que comparte lo que él mismo vive en la oración. En efecto, cuando queremos transmitir algo importante, no hablamos de ello, sino que lo hacemos ver. El Señor Jesús es el maestro de la oración no con las palabras, sino antes que nada con su ejemplo. Él nos transmite el gusto de la intimidad de la oración, que no tiene nada que ver con el intimismo enfermizo de un cierto modo de orar desabrido y desencarnado.
Las invocaciones del Padrenuestro nos ofrecen así la estructura fundamental de toda oración auténticamente discipular. Ella se funda en una práctica cotidiana y amorosa, y ciertamente no en una teoría abstracta. Como recuerdan los Santos Padres, a orar se aprende orando, del mismo modo que a amar se aprende amando.
Aprende el arte y déjalo de lado
Uno de los primeros Padres que comentó la oración que el Señor entrega a sus discípulos fue Cipriano de Cartago, que dice así:
¡Qué misterios, amadísimos hermanos, se encierran en la oración del Señor, cuántos y cuán grandes, breves en las palabras, pero especialmente fecundos por su eficacia! En este resumen de la doctrina celestial no queda nada omitido de cuanto se refiere a la oración 6.
Retomando lo que el apóstol Pablo enfatiza varias veces en su predicación, podríamos decir que el Padrenuestro debe considerarse y custodiarse como el corazón mismo del «evangelio» (Gál 2,6). La fórmula más breve y concisa que nos transmite Lucas parece tener una eficacia aún mayor. Cuando el Señor Jesús responde a la petición de uno de sus discípulos, comienza diciendo así: «Cuando oréis, decid: “Padre…”» (Lc 11,2), y concluye con una invocación: «No nos dejes caer en tentación» (Lc 11,4).
Si releemos el Padrenuestro a partir de la primera y de la última palabra, parece poder decirse que esta oración es el antídoto contra la tentación del miedo, que a veces nos induce a hacer trampas con nuestra vida para no molestar ni ser molestados. La oración asidua nos lleva de nuevo a la continua necesidad de purificar nuestros corazones de todo aquello que nos hace temer a Dios, a los demás y, tal vez antes que nada, a nosotros mismos. Si cada día aprendemos a través de la oración a dirigirnos a Dios con el nombre de «Padre», la oración se convierte en una escuela de libertad y en una academia de verdad encarnada en la vida y no envuelta en fórmulas. Si repetimos con la mente y con el corazón la oración que el Maestro nos enseñó, aprendemos a mencionar todos los aspectos y todas las coordenadas de nuestra vida. Y así aprendemos también a recibir y a atravesar todo ello sin caer en la trampa siempre amenazante del disimulo, que nos hace ajenos a nosotros mismos e incomprensibles para los demás.
En la oración aprendemos a nombrar el «reino» sin olvidar «el pan de cada día», en la oración recordamos que tenemos un «Padre» sin olvidar que no solamente somos hijos, sino también hermanos. Esto exige que cada día no solo comamos, sino que también «perdonemos» (Lc 11,4). La oración evita convertirse así en una realidad paralela a aquello que vivimos y nos ayuda a amalgamar nuestra tierra con el cielo de Dios sin dejarnos atrapar por la «tentación» de inútiles y perjudiciales «purismos angélicos» 7, para ser, en cambio, simples discípulos del Evangelio. En ese sentido nos amonesta santo Tomás de Aquino:
Ante un semejante, la oración sirve, primero, para manifestar los deseos y las necesidades y, segundo, para inclinar su ánimo en nuestro favor. Pero esto no es necesario en la oración a Dios, pues cuando oramos no nos proponemos manifestar a Dios nuestras necesidades o deseos, porque lo conoce todo […]. La oración dirigida a Dios es necesaria por causa del mismo hombre que ora, a fin de que considere sus defectos e incline su corazón a desear ferviente y piadosamente lo que espera conseguir orando, y de este modo se haga idóneo para recibir 8.
La oración que Jesús nos enseña es «exigente» no por su aspecto esotérico, sino por el hecho de que, mientras asciende a la presencia de aquel Dios que reconocemos e invocamos como «Padre», nos hace conscientes y colaboradores del «designio de amor de su voluntad» (cf. Ef 1,5). Este designio nos incumbe a todos, porque asegura a cada uno de nosotros la vida del cuerpo, la libertad del alma y el perdón recibido y ofrecido: sin eso, la existencia no puede más que marchitarse en la violencia del sentimiento de culpa o en el infierno de la aflicción. De esta oración que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos y que nos fue transmitida en el regazo de nuestras madres y de nuestros iniciadores en la fe puede decirse, en verdad, que «quemaba como antorcha» (Eclo 48,1). Para que una antorcha arda es necesario que se la alimente con cuidado y perseverancia. Incluso cuando nuestras jornadas sean más densas que la espesura que nos impide ver más allá de la suma de las urgencias, no olvidemos orar con las palabras que el Señor nos ha enseñado más como madre que como maestro. Estas palabras son como el fuego que hay que custodiar bajo las cenizas de las muchas ocupaciones y preocupaciones de cada día.
Junto a un Padre de la Iglesia como Cipriano de Cartago y un doctor de la Iglesia como Tomás de Aquino podemos ofrecer la sabia reflexión de un psicoanalista contemporáneo que puede considerarse con razón como un maestro: Massimo Recalcati. Uno de sus textos más importantes comienza justamente –y a buen seguro no por casualidad– con la evocación de la dimensión de la oración:
La oración dirigida a Dios pertenece al tiempo de la existencia de Dios. […] La oración preserva el lugar del Otro como irreductible al del yo. Para orar –esto es lo que les he transmitido a mis hijos– hay que arrodillarse y dar gracias. ¿Frente a quién? ¿A qué Otro? No sé responder y no quiero responder a esta pregunta. Y, además, mis hijos no me la plantean. Cuando me lo piden, practicamos juntos lo que queda de la oración: preservamos el espacio del misterio, de lo imposible, del no todo, de la confrontación con la inadmisibilidad del Otro 9.
En el evangelio según Mateo, exactamente en el centro del Sermón de la montaña –cuyo núcleo duro son las bienaventuranzas– encontramos la «oración del Señor», que no se ha de «interpretar» como si fuese una pieza de teatro que se agota en la simple repetición. Por el contrario, la oración nos pone en la condición de dirigirnos hacia Otro para ser restituidos a nosotros mismos de una manera nueva y en todas las dimensiones de nuestro ser: cuerpo, psique y espíritu. Por eso la oración tiene un carácter «performativo» que nos forma, porque siempre nos transforma. La oración que nos fue entregada en el bautismo y que repetimos siempre inmediatamente antes de alimentarnos del cuerpo y la sangre de Cristo en la eucaristía no es una oración que haya que «seccionar», sino una plegaria para repetir sin fin, como las palabras amadas, como se usan todos los días las cosas de siempre con las que se crea una complicidad hasta el punto de convertirse en una forma de identidad. Las dos partes del Padrenuestro son como las dos tablas del Decálogo, que nos ayudan a afrontar todos los aspectos de la vida y las exigencias de la relación con el Otro de Dios y las infinitas diferencias que experimentamos en nuestras relaciones humanas.
Es posible que una oración que comienza con el nombre de «Padre» y termina con la evocación del «mal» nos atemorice. Sin embargo, en esa completitud y complejidad podemos reconocer la fiabilidad de esta oración que nos coloca en la realidad y casi nos expone a ella en su entera totalidad, hecha de alegría y de trabajo duro. Nuestra vida es un combate entre lo que nos hace reconocer en Dios a nuestro Padre y lo que nos hace sentir la atracción del mal como huida de esta relación exigente. Toda experiencia de mal radica siempre en la tentación de autonomía y de autodeterminación. El fruto más amargo del mal es el extrañamiento respecto de aquellos que, por el contrario, son nuestros hermanos, que, de imperdonables e insoportables, como fue para