Beguinas. Memoria herida. María Cristina Inogés SanzЧитать онлайн книгу.
hasta la Iglesia perseguidora de infieles y herejes, que se sustentaba en el poder de la Inquisición –y de la poca cultura de la gente–.
A pesar de la gran persecución, los beaterios nunca fueron eliminados del todo. Aquellos que han logrado sobrevivir desde la Edad Media hasta la actualidad se cuentan por decenas. Actualmente permanecen algunos beaterios, como por ejemplo en Bélgica, donde vivieron algunas beguinas hasta bien entrado el siglo XX. La mayoría de esos beaterios han sido declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
La autora nos va presentando a las beguinas. Comienza por las menos conocidas, entre las cuales cita a beata María d’Oignies, la primera. Odilia de Lieja, la madre de John. Ida de Nivelles, la compasiva. Juetta de Huy, la que no pensó serlo... y así otras tantas. En otro momento agrupa a las más conocidas e incómodas para la Iglesia: Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, Juliana de Norwich... Otras muchas cosas interesantes y novedosas se pueden leer en el texto, pero no las vamos a anticipar ni a quitar el gusto de descubrirlas directamente.
Agradecemos a Cristina Inogés Sanz esta maravillosa aportación al tema de la mujer hoy, trayendo la memoria histórica que, como maestra, nos sigue dando valiosas enseñanzas. También la confianza en solicitarnos este prólogo, que hemos realizado con verdadero gusto.
MARÍA LUISA BERZOSA, FI
consultora de la Secretaría General del Sínodo de los obispos
CATERINA CIRIELLO, FI
profesora de Teología e Historia de la Espiritualidad
Pontificia Università Urbaniana (Roma)
Roma, 29 de junio 2021,
fiesta de San Pedro y San Pablo
Al noble amor me he dado por completo,
pierda o gane todo es suyo en cualquier caso.
¿Qué me ha sucedido que ya no estoy en mí?
Sorbió la sustancia de mi mente.
Mas su naturaleza me asegura
que las penas del amor son un tesoro.
HADEWIJCH DE AMBERES, beguina
siglo XIII
La lengua materna, la primera que aprendemos a hablar,
consigue plantar cara a la imposibilidad lógica
de hablar de un ausente tan ausente
como es un otro que no encuentra sitio
entre las cosas dichas o decibles.
LUISA MURARO, filósofa
fundadora de la Librería de Mujeres (Milán)
y de la comunidad filosófica de mujeres «Diotima»
La mujer es un hombre incompleto.
ARISTÓTELES (384-322 a. C.)
En lo que se refiere a la naturaleza del individuo,
la mujer es defectuosa y mal nacida.
SANTO TOMÁS DE AQUINO (siglo XIII),
doctor de la Iglesia
He aquí que, en nuestros días,
en Baviera y en Brabante,
el arte ha nacido entre las mujeres.
Señor, Dios mío,
¿qué arte es ese mediante el cual una vieja
comprende mejor que un hombre sabio?
LAMBERTO DE RATISBONA,
franciscano (siglo XIII)
... le está prohibido al sexo femenino [...] (1 Tim 2,12) enseñar en público, sea de palabra o por escrito [...] Todas las enseñanzas de las mujeres, en especial la enseñanza formal de palabra o por escrito, debe ser tenida bajo sospecha a menos que haya sido cuidadosamente examinada, y mucho más plenamente que la de los hombres. La razón es clara: la ley común –y no cualquier ley común, sino la que viene de lo alto– se lo prohíbe. ¿Y por qué? Porque ellas son fácilmente seducidas, y seductoras decididas: y porque no está probado que sean testimonio de la gracia divina.
JEAN, CARDENAL GERSON (siglo XIV)
La historia suele olvidar a los vencidos [...] por ello es necesario ir más allá, mantener otras hipótesis, sospechar y leer los documentos entre líneas, trasladarse por completo a los acontecimientos evocados [...] Pero, por la naturaleza misma de las cosas, los documentos proceden de los vencedores.
SIMONE WEIL
filósofa
Las mujeres no son un elemento accesorio ni siquiera en las religiones, sino que, al contrario, constituyen el corazón latente y desvelan la identidad. La dignidad que las religiones confieren a la persona en cuerpo femenino, el papel que atribuyen a las mujeres en los ritos, en la gestión de lo sagrado, su visibilidad institucional y los derechos humanos reconocidos para ellas, son las pruebas de fuego que demuestran la validez del mensaje de salvación y de verdad de la que las religiones se sienten portadoras.
ADRIANA VALERIO
historiadora y teóloga
OCTUBRE DE 1997
Hace ya algunos años viajé con una amiga a Brugge, que traducimos como «Brujas» cuando realmente significa «Puentes». Crucé uno que me llevó a un lugar que parecía sacado de un cuento; el puente, no muy grande, atravesaba uno de los innumerables canales que fluyen por la ciudad y terminaba en un portón que permitía cerrar un muro de considerable altura. El recinto amurallado contenía la que se convertiría en una de las pasiones de mi vida.
Al cruzar el portón accedí a un gran jardín magníficamente cuidado donde los árboles, ya en pleno otoño, habían perdido muchas de sus hojas, y a cuyos pies unas sencillas flores amarillas parecían chispas doradas dispuestas para llamar la atención; la forma circular del jardín le venía dada por la disposición de unas casitas a modo de urbanización mucho más bonita y familiar que las actuales. Dichas casitas, todas iguales, lejos de dar la sensación de uniformidad, respondían más bien a un espíritu de igualdad que se captaba de inmediato. Estaba en el Béguinage de Brugge, el Begijnhof –dicho en flamenco–, el beaterio, en definitiva, el lugar donde vivían las beguinas de esa ciudad en la Baja Edad Media, en uno de los varios que hubo en la zona 1.
Había una casita que sí sobresalía –muy poco– del resto y que era la que ocupaba la Grande Dame, que era una beguina elegida entre ellas mismas para supervisar, sobre todo, la seguridad del beaterio y de sus habitantes y el buen funcionamiento en todos los sentidos. También contaba el beaterio con una capilla y una enfermería como espacios comunes, aunque no estaban obligadas a compartirlos y, de hecho, casi no los compartían, salvo la enfermería en caso de necesidad.
Las casitas del beaterio tenían una idéntica disposición interior y la misma decoración por una mera cuestión práctica y económica. Una cocina con chimenea y equipada con una mesa y dos o tres sillas –algunas beguinas recibían allí a los alumnos que tenían–; un armario estrecho y alto que, en la parte superior, servía para almacenar la frugal comida que guardaban y que se cerraba con una puerta con celosía; en la parte inferior guardaban la escasa vajilla que utilizaban; y entre ambas partes había una tabla que se deslizaba ayudada por un pequeño tirador y que era donde normalmente comían. Una estrecha puerta daba paso al pequeño dormitorio, sumamente austero, donde se encontraba una puerta que podía abrirse de forma independiente la mitad superior de la inferior y que daba a un jardín, no muy grande, que tenía un pozo 2. Era una vivienda austera, aunque, si la comparamos con las habituales de la época, donde la misma