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Hermandad global  - José Ramón Pascual García


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      es solo el inicio del inicio. Todo, casi todo, es todavía letra, de la que puede brotar espíritu y vida, servicio, fe y esperanza, pero no brotará espontáneamente. La Iglesia ha reconocido un quehacer que todavía debe cumplirse. [...] Pero inicio del inicio en tal forma que Jesucristo y la Iglesia entran realmente en contacto con este tiempo de hoy y de mañana. Por consiguiente, inicio del inicio [...] para una Iglesia que ve concretársele su propio ser más profundo y su propia tarea en función de las ansias secretas y de la miseria de la época 10.

      El Concilio se planteó

      tareas y temas que no podían ser mayores. Pero, en comparación con el quehacer que se ha de plantear a la Iglesia en los próximos decenios, todas estas cuestiones no son en realidad más que un comienzo, una preparación remota y un primer equipamiento para esta tarea que se nos echa encima. En efecto, el futuro no preguntará a la Iglesia por los detalles exactos de la constitución de la Iglesia, por la estructuración más exacta y bella de la liturgia, ni tampoco por las doctrinas teológicas controvertidas... Preguntará si la Iglesia puede atestiguar la proximidad orientadora del misterio inefable que llamamos Dios 11.

      Nos encontramos ahora ya en el tiempo oportuno para hacerlo.

      La pastoralidad eclesial

      En esta introducción considero necesario hacer una breve mención de lo que significa e implica la pastoralidad que asumió del Concilio Vaticano II como atributo eclesial, y cómo debe implicar desde entonces a la Iglesia y a nuestra teología. La pastoralidad –como identidad constitutiva de la Iglesia– requiere conocer la realidad tal cual es, lo más verazmente posible; ver en ella la presencia o ausencia del Reino; percibir cómo obra en ella la Rúaḥ o cómo se lo impedimos; escuchar lo que nos dice y discernir para procurar suscitar propuestas razonables, oportunas y coherentes en orden a realizar una praxis transformadora-evangelizadora de la historia para que esta sea cada vez más humana, como Dios quiere.

      El Concilio Vaticano II quiso poner fin al largo período de enemistad y de condena en el que estaba asentada la Iglesia con respecto al mundo moderno. La Iglesia decidió superar su propia perspectiva eclesiocéntrica para asumir su vinculación con el decurso de la historia. La Iglesia comprendió la imposibilidad de transmitir el Evangelio mediante sus habituales métodos tradicionales, precisamente en un mundo que reivindicaba su autodeterminación. Habrán de ser las comunidades cristianas, que viven precisamente en esas esferas de vida autónomas –el único lugar donde se vive en realidad–, las que han de impregnar la realidad con el mensaje y el comportamiento del mismo Jesús. Y eso para bien de la humanidad, precisamente.

      A lo largo del desarrollo del Concilio se va asentando la intuición de Juan XXIII: la Iglesia debe estar en el mundo de una forma nueva, distinta a la realizada hasta entonces durante el enorme período de cristiandad. La Iglesia quiere ser conocedora de la situación real de las personas para saber de verdad cómo es el ser humano en la realidad. Prescinde la Iglesia de una antropología metafísica y asume la antropología histórica, no con la intención de modernizarse solo metodológicamente, sino con la intención de compartir la realidad vital de la gente –más que conocer o, incluso, sintonizar– para hacerse colaboradora del bien de las personas.

      Con un lenguaje «de aquella época», todavía entonces no inclusivo, Pablo VI afirmó:

      La Iglesia es para el mundo. La Iglesia no ambiciona otro poder terreno que el que la capacita para servir y amar a los hombres. La Iglesia santa, perfeccionando su pensamiento y su estructura, no trata de apartarse de la experiencia propia de los hombres de su tiempo, sino que pretende de una manera especial comprenderlos mejor, compartir mejor con ellos sus sufrimientos y sus buenas aspiraciones, confirmar el esfuerzo del hombre moderno hacia su prosperidad, su libertad y su paz 12.

      El Concilio Vaticano II desplazó el centro de interés de la Iglesia. Ya no va a estar centrado en su propio poderío frente a la modernidad, sino que su centro de interés va a situarse en las alegrías y sufrimientos de las personas. Su interés va a dejar de ser la cristiandad para pasar a ser el bien de la sociedad.

      Al inicio del presente tercer milenio, san Juan Pablo II remitía al Vaticano II como orientación irrenunciable para transitar la historia del tiempo presente: «Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» (Novo millennio ineunte 57). Está siendo Francisco quien ponga en marcha con rotundidad aquellas indicaciones doctrinales de la Iglesia; y lo hace abriendo caminos bien concretos por los que hemos de transitar necesariamente, porque forman parte del camino de la Iglesia.

      En el Vaticano II, la Iglesia católica descubrió que se estaba pasando el siglo XX y ella, con modos a todas luces caducos, debía situarse en él para ser fiel a su misión. Debe «ponerse al día» no para estar de moda, sino para ser fiel a su Señor y útil al mundo 13. Con Lumen Gentium, la Iglesia pasó de considerarse a sí misma como societas perfecta a comprenderse como nuevo pueblo de Dios, al servicio de la construcción del Reino en la historia, que es su misión y meta (por tanto, más grande que ella misma). En esta categoría de nuevo pueblo de Dios aún tenemos mucho recorrido por delante; cuanto antes nos pongamos a hacerla verdadera, más auténtica será nuestra Iglesia.

      Desde el Vaticano II, la Iglesia se comprende a sí misma inmersa en la sociedad, desde dentro del mundo, como levadura en la masa. Por ello asume nuevas mediaciones para hacer teología y pastoral. Asume la interdisciplinariedad –atendiendo a los saberes y ciencias humanas– y asume un lenguaje comprensible –encarnatorio– que facilite y sirva adecuadamente a su misión hoy. Es la «pastoralidad» de la Iglesia; concepción nueva no exenta de infravaloración, que Edward Schillebeeckx viene a clarificar desde su genuino significado:

      Parece que algunos conciben la afirmación de la orientación pastoral del Concilio en un sentido puramente pragmático: una pastoral que no se vincula tanto con la verdad en sí misma o –por lo menos– una pastoral que toma menos en serio la formulación de la verdad. [...] La expresión de la verdad es la inteligencia misma de esa verdad. No existe nunca un momento en que podamos considerar la verdad completamente «desnuda». La nueva expresión de la verdad no es una función adicional, sino que tiene algo que ver con la inteligencia misma de la verdad. Supone, por su misma naturaleza, que nosotros no concebimos jamás la verdad de manera esencialista (como si pudiéramos abandonar nuestro punto de vista humano a fin de entregarnos a una visión panorámica de la verdad) 14.

      Y el teólogo holandés continúa diciendo:

      Una «teología pastoral», por el hecho mismo de serlo, es identificada con una «teología desleída» (según un malentendido fomentado por algunas publicaciones de segundo rango). Parece que no se comprende todavía que precisamente la expresión misma de la verdad debe manifestar ya su carácter pastoral, de suerte que el adjetivo «pastoral» no sea más que el corolario piadoso de una verdad esencial-abstracta, la cual –por su naturaleza– es no pastoral 15.

      A este respecto, ante la no inocente intención de muchos de calificar la teología pastoral –o la pastoralidad de todas las dimensiones de la Iglesia– como una especie de derivaciones prácticas «de menor rango» con respecto a la teología fundamental o dogmática, mantengo que –desde el Vaticano II– la dogmática está –es, se encuentra, se realiza– en la pastoral. Lo expresa así Borgman:

      Schillebeeckx preveía el peligro real de que la connotación «pastoral», término vinculado con el Concilio y empleado por el papa Juan XXIII, se interpretara solo relacionado con la aplicación concreta de una doctrina de la fe en sí ya asumida. Pero justamente este punto de vista había sido quebrado por el Concilio. El hecho de que la Iglesia es la luz del mundo (Lumen Gentium), tal como declaraba el Vaticano II en su Constitución dogmática sobre la Iglesia, aún se podía reconciliar con la visión clásica de la Iglesia como guardiana de una revelación perpetua dispensada por Dios para la salvación


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