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La mirada neandertal. Valentín Villaverde BonillaЧитать онлайн книгу.

La mirada neandertal - Valentín Villaverde Bonilla


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cavernarios, sobrepasan con mucha frecuencia las cuantificaciones de los temas de carácter figurativo, formados fundamentalmente por representaciones de animales y humanos, aunque estos últimos ya en mucho menor número.

      Pero incluso si nos centramos en las imágenes figurativas o en los signos abstractos más elaborados y complejos, ¿cuál es la razón que nos permite apreciar obras que se han realizado bajo conceptos y fines tan distintos de los nuestros? ¿Se debe a que el sistema perceptivo visual es común y reaccionamos de la misma manera ante determinados estímulos visuales? ¿Es similar nuestro sentido de la belleza al de los creadores de aquellas figuras? ¿No ha cambiado nuestra percepción estética tanto como la significación de las imágenes?

      Antes de responder a estas preguntas, que exigen tratar aspectos que tienen que ver no solo con la estética, sino también con el sistema visual y el procesamiento cognitivo de las imágenes, o el papel cultural de las imágenes a lo largo de la Historia, es importante dar cuenta de las dificultades que encierra la definición de «arte».

      Numerosos estudios filosóficos dedicados a la definición de arte suelen recurrir a un listado de requisitos que han de cumplirse, al menos en parte, para poder determinar si estamos o no ante una obra de arte. El razonamiento, sin embargo, no resulta especialmente útil si queremos caracterizar el arte paleolítico, ya que parte del concepto actual de arte y asume una universalidad estética escasamente concorde con la idea de que el arte está condicionado por la cultura. Bastará, para entender las limitaciones de estas propuestas, comparar las efectuadas por dos figuras relevantes en este campo de investigación (tabla 1).

      No es necesario pormenorizar los requisitos enumerados por estos dos autores para observar que varios remiten al concepto de arte que surge en la Ilustración: individualidad, innovación, experiencia estética o placentera, etc. Tal y como S. Davies (2012) señala, estas definiciones tienen un marcado componente etnocéntrico y no ayudan a identificar al arte como tal, ya que evocan las bellas artes, la estética y la belleza, y profundizan en la separación entre arte y artesanía.

      TABLA 1

       Comparación de las propuestas de Gaut (2000) y Dutton (2009) sobre los requisitos necesarios para considerar una obra como «arte»

GAUTDUTTON
posee propiedades estéticas positivas (belleza, gracilidad y elegancia)provoca una experiencia placentera inmediata y no utilitaria
expresa emociónestá cargado de emoción
es intelectualmente difícilofrece dificultad intelectual
es formalmente completo y coherenteatrae especial atención y está fuera de lo cotidiano
es capaz de expresar significados complejos
exhibe un punto de vista individualexpresa individualidad
es un ejercicio de imaginación creativaes novedoso y demuestra creatividad
evoca experiencia imaginativa
es un artefacto o representación que es producto de una elevada habilidadmuestra habilidad o virtuosismo
pertenece a una forma de arte establecidaexhibe estilo
se asocia a tradiciones artísticas e instituciones
es susceptible de juicios críticos y de apreciación
es el producto de la intención de hacer arte
implica figuración o representación

      * El orden se ha cambiado para aproximar requisitos similares.

      Aunque la figura del artista pueda aceptarse sin excesiva prevención, siempre que con ese término nos refiramos a aquellas personan que poseen el saber hacer que las capacita para la ejecución de las representaciones más complejas realizadas en las paredes de cavidades y abrigos o en determinados objetos muebles, la originalidad creativa ya no resultaría tan pertinente en la mayor parte de esas producciones. Aunque esta afirmación pueda parecer exagerada, lo cierto es que la escasa variación formal y temática del arte paleolítico europeo durante veinticinco mil años despeja cualquier duda. La innovación casa mal con la amplitud de los ciclos artísticos paleolíticos y con la escasa variación temática y formal documentada durante ese largo periodo.

      En ese mismo orden de cosas, las características que Davies propone para que algo sea considerado «arte» son más concretas, pero no acaban tampoco de ser del todo adecuadas si nuestro propósito es incluir bajo esa definición al arte visual paleolítico. Según este investigador, los requisitos para que algo pueda ser considerado «arte» son: que se encuadre en una categoría de arte establecida y públicamente reconocida, que su autor o presentador lo entienda como arte y haga lo necesario y apropiado para que se cumpla esa intención, y que presente una excelencia de habilidad y acabado al dar cuenta de los objetivos artísticos o estéticos. Desde esta perspectiva, las distintas culturas pueden poseer distintas tradiciones artísticas, y es el acabado, la habilidad técnica, la que da cuenta de los objetivos estéticos o artísticos. Sin embargo, estas características no sirven como criterio de diferenciación en un contexto en el que las imágenes tengan por finalidad transmitir emociones que refuercen los contenidos que quieren comunicar, o en un contexto en el que la innovación no sea una meta, ni la excelencia técnica un requisito necesario o imprescindible que deban cumplir las imágenes creadas. De nuevo, como en las anteriores definiciones, el peso de la argumentación recae en la categorización o institucionalización de la producción artística, en los esfuerzos para que la obra se entienda como artística y en la habilidad o el dominio de la manufactura vinculada a objetivos artísticos o estéticos. Da un poco la sensación de que estamos ante un argumento circular: el arte queda establecido en términos normativos, porque se acepta socialmente, cumple unos requisitos formales y de excepcionalidad con respecto a los objetos no artísticos, y se separa de lo cotidiano, salvo que en la definición de arte se incluyan todo tipo de actividades humanas, lo que desdibujaría su singularidad.

      Algunas de las ideas que han quedado expuestas en estas líneas precedentes, aunque formuladas de manera muy distinta, pueden verse en la propuesta de definición de arte de Brown y Dissanayaque (2009). Esta última investigadora, tanto en este como en otros trabajos, centra su atención en la función social del arte, señala que no podemos considerar las artes como objetos (pinturas, canciones), cualidades de los objetos (belleza, consonancia), señales de preferencias sensoriales cognitivas o registros pasivos de estímulos sensoriales/cognitivos, sino como el resultado de comportamientos de «artificación», un término que hace referencia a la voluntad de hacer especiales determinados objetos, acciones o cosas que hace la gente. Puesto que según señala esta autora no son las propiedades físicas o estéticas las que definen el objeto de arte, la atención habrá que dirigirla a las emociones que se asocian al arte, insistiendo en que la cohesión social se refuerza mediante el ritual colectivo. Es la dimensión social o colectiva la que facilita el proceso de «artificación», y la apreciación estética sería una de las emociones que intervienen en el sistema cognitivo humano, unida, entre otras, a la emoción que genera la afiliación social.

      Si bien es el individuo el autor de las obras de arte, el fenómeno artístico solo tendría sentido en términos sociales, lo cual resulta coherente con la idea de que el arte, en sus diversas facetas, tiene una evidente función comunicadora. Pero cabría argumentar que la función social no puede constituir la esencia del objeto de arte, ya que quedaríamos automáticamente descartados para la apreciación estética de los objetos que han sido producidos en sociedades alejadas temporal y culturalmente de nosotros. Incluso, llevando las cosas a un extremo quizá algo exagerado, nos podríamos cuestionar si podemos calificar de obra de arte un objeto que una vez fabricado no se integrara en el medio social por la razón que fuese. Pongamos el hipotético ejemplo de un artista paleolítico que muriera después de fabricar un objeto de arte y que con su muerte el objeto quedara enterrado hasta que un arqueólogo lo recuperara miles de años después; o que una vez fabricado se perdiera como consecuencia de un repentino abandono del lugar en el que se produjo la obra. Es obvio que el componente social, vehículo necesario para la artificación, no estaría presente en este objeto y, sin embargo, la intención «artificadora» sí que podría haberlo estado en el proceso de diseño y realización. La artificación, la voluntad de hacer algo especial, debe materializarse en el arte visual, tener un componente material, evaluable a partir de la forma y el tema. Probablemente, el objeto sería


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