Ciudadanos, electores, representantes. Marta Fernández PeñaЧитать онлайн книгу.
fue nuevamente suprimido por San Martín, como una forma de desmarcarse de la herencia colonial. Charles Walker señala que este fue un «acto simbólico» del Gobierno de San Martín, ya que la realidad era que su Gobierno no logró consolidar un poder suficiente para recaudar dicho impuesto. No obstante, a partir de esta fecha algunos políticos peruanos comenzaron a plantearse la posible reimplantación de dicho impuesto, lo que finalmente se llevó a cabo en agosto de 1826. La «contribución de indígenas» –un término que, a su vez, vino a sustituir a la colonial denominación de «indios»– estuvo en vigor nuevamente en Perú entre 1826 y 1854. Durante este periodo, el pago de este impuesto hacía que los indios que lo sufragaban fueran considerados como miembros útiles, contribuyentes, y por tanto parte de la nación. Esto se debía a que, «siguiendo los principios republicanos liberales», el tributo ya no se pagaba a los jefes étnicos, como sucedía durante la época colonial, sino al Estado (a través de una red clientelar en la que intervenían el contribuyente, el comisionado, el gobernador y el subprefecto). La contribución a la hacienda del Estado suponía, por tanto, «ser un buen republicano».88
Esta situación se transformó con la llegada del auge guanero desde la década de los cincuenta, que hizo innecesario seguir cobrando el tributo o contribución. Además, la abolición del tributo formaba parte de las promesas realizadas por Ramón Castilla, que se vio en la necesidad de ampliar su base de apoyo político.89 Así, el periódico El Comercio del 12 de enero de 1854 recogía las siguientes palabras del presidente, mediante las que justificaba la medida que se iba a ejecutar unos meses después:
A partir de 1855 se suprime la contribución indígena, y desde entonces no aportarán sino de la misma manera que lo hacen los demás habitantes del Perú [...]. Emancipado del humillante tributo impuesto sobre su cabeza hace tres siglos y medio, y elevado por el efecto natural de la civilización, el Perú ganará una población numerosa y productiva en la raza indígena, que sin duda le ofrecerá una contribución más rica.90
Finalmente, el 5 de julio de 1854 se produjo la derogación de dicho impuesto. El objetivo de Castilla era sustituir el tributo pagado exclusivamente por los indígenas por un impuesto denominado «contribución personal», que tendrían que pagar todos los ciudadanos varones adultos, con excepción de los sacerdotes, soldados, ancianos y discapacitados. Sin embargo, este impuesto universal nunca llegaría a implantarse. Contrariamente a lo que pretendía Castilla, la abolición del tributo indígena solo consiguió una desvertebración de la sociedad andina entre el Estado central en Lima y las tierras del interior. A partir de ese momento, la economía peruana pasaba a depender exclusivamente de las exportaciones de guano, lo que favorecía el predominio de las regiones costeras y sus élites económicas sobre las poblaciones del interior.91
Sin embargo, en la década de los sesenta el tema volvía a estar candente entre los parlamentarios peruanos, muchos de los cuales entendían que la abolición del tributo indígena era una forma de excluir al indio de la nación. En este razonamiento operaba el hecho de que el contribuyente (es decir, el que pagaba impuestos) a menudo era identificado con el ciudadano. Esta era una asociación que procedía de la Constitución de Cádiz, en la que se había establecido que el pago de impuestos era uno de los deberes a los que tenía que hacer frente el ciudadano, junto con la obediencia a las leyes, el respeto a las autoridades y la defensa de la patria. Por tanto, teóricamente, aquellos que estaban exentos de pagar impuestos quedarían también al margen de la ciudadanía.92
En este sentido, durante el año 1867 se llevó a cabo un profundo debate parlamentario en el Congreso sobre la necesidad de reimplantar o mantener la supresión de este impuesto. Para muchos de los políticos e intelectuales del momento, entre ellos Manuel Pardo –líder del Partido Civil desde 1871–, «el único medio de oxigenar la economía del país y de restablecer los vasos comunicantes entre el Estado y los indios era el tributo».93 Es decir, volvía a estar presente la idea que había protagonizado el periodo 1826-1854: a través de esta contribución el indígena podía pasar a incluirse como un miembro más de la nación, ya que con sus impuestos ayudaba a sustentar el Estado. Por ello, el mantenimiento del tributo indígena se suponía fundamental para la integración del indio en el Estado nacional, siendo considerado un ciudadano más. La opinión de Pardo era compartida también por algunos representantes, como José Casimiro Ulloa –el cual, por cierto, tenía ancestros mestizos– o Francisco García Calderón. Sin embargo, cuando finalmente se realizó la votación en el Congreso triunfó la opción de suprimir el tributo indígena, por cincuenta y cinco votos frente a diecinueve. En buena parte esta resolución se podía explicar por el miedo a una posible guerra civil si se volvía a imponer un impuesto tan discriminatorio como este.94 Así, la contribución fue definitivamente eliminada en la Constitución de 1867.
Por su parte, Ecuador experimentó un proceso similar en relación con el tributo indígena. Durante el periodo de la Gran Colombia, el tributo indígena fue suprimido por Bolívar en 1821. Aunque este era un recurso importante para el país, ya que representaba «el principal rubro del erario público», al igual que aconteció en Perú con San Martín, los grandes «libertadores» recurrieron a esta medida como una forma de desvincularse del anterior gobierno colonial y, teóricamente, conseguir la integración de la población indígena en la nación, «con los mismos derechos y obligaciones que los demás ciudadanos». Sin embargo, tras las quejas de los terratenientes de la sierra durante los siguientes años, en 1828 el impuesto volvía a ser reimplantado bajo el nuevo nombre de «Contribución Personal de Indígenas».95 En palabras de Silvia Palomeque, a partir de este momento «se abandona el proyecto general de ciudadanización de los indígenas».96 Este impuesto seguiría vigente hasta mediados de los años cincuenta. En 1843 hubo un intento por parte de Juan José Flores de extender la contribución a los blancomestizos. No obstante, una serie de revueltas –en Chambo, Licto, Punín, Guano, Cayambe, Cotacachi y Tabacundo– por parte de un sector de población que consideraba este intento de imposición fiscal como algo degradante, al equipararlos con los indios, impidió que finalmente pudiera establecerse.97
En la segunda mitad del siglo XIX, el impuesto fue nuevamente suprimido en 1857, durante el Gobierno de Urbina. A partir de entonces, la economía ecuatoriana pasaría a depender casi en exclusiva de las exportaciones de cacao. Con esta medida se pretendía, una vez más, extender la categoría de «ciudadano» a todos los ecuatorianos, haciéndoles partícipe de una misma nación. No obstante, Andrés Guerrero afirma que la realidad seguía mostrando la segregación étnica:
Como no sabían hablar español, y mucho menos leerlo o escribirlo, la población previamente identificada como indígena permanecía, por definición, al margen de la ciudadanía plena. Para la ciudadanía del siglo XIX –esto es, adultos, hombres, letrados y ricos blanco-mestizos– lo impensado era prácticamente impensable, es decir, que los indios, personas a las que estaban acostumbrados a tratar como sus inferiores en casa, en el campo, en las calles y en los mercados, pudieran ser libres e iguales que los ciudadanos ecuatorianos.98
Además, este autor incide en el hecho de que la supresión del tributo indígena, lejos de lograr la integración social de este grupo de población, supuso una pérdida de poder en el ámbito local y regional por parte de las autoridades étnicas. Hasta 1857, los caciques y los gobernadores de indios habían ejercido una importante