Ciudadanos, electores, representantes. Marta Fernández PeñaЧитать онлайн книгу.
por mayoría absoluta –es decir, la mitad más uno de los votos–, pues en caso contrario se volvería a votar el mismo asunto en la siguiente sesión. Además, el reglamento ecuatoriano establecía que los artículos constitucionales tenían que pasar hasta por tres discusiones antes de ser aprobados por mayoría simple.55
En el caso de Perú, el reglamento establecía diferentes modelos de votación: mediante el signo de ponerse de pie, lo que significaba que se estaba a favor de la proposición; a través de las palabras «sí» y «no»; o mediante balotas blancas (aprobación) o negras (rechazo). Además, era requisito necesario para poder votar haber asistido al debate sobre el asunto de que se trataba, en cuyo caso la votación era obligatoria. Por el contrario, carecían de este derecho los que no hubieran asistido al debate, o los que estaban directamente implicados en el tema. Mientras que transcurría el acto de la votación, ningún representante podía entrar ni salir de la sala. En lo que respecta a Ecuador, la Asamblea de 1861 otorgaba tal relevancia al acto de la votación parlamentaria, que se decidió la nulidad de las votaciones en las que se hubieran vertido votos en blanco. Los parlamentarios, por tanto, quedaban obligados a participar en las votaciones que se plantearan en las cámaras.56
En todos los casos, en la decisión del voto de los representantes influían diferentes elementos que podían condicionarlo en uno u otro sentido. Así, normalmente votaban según los «partidos políticos» a los que pertenecían –así como en relación con los posibles consensos o enfrentamientos que existían entre ellos–,57 pero también se veían influenciados por su propia posición ideológica, sus circunstancias personales, su conocimiento de otras experiencias similares a nivel internacional, o la valoración que hacían de las posibles reacciones que las medidas provocarían en la ciudadanía.58
Por otro lado, el mantenimiento de la honorabilidad del Parlamento era un tema trascendental, por lo que la compostura que debían guardar los representantes en las cámaras también estaba recogida entre los artículos de los reglamentos. Esto se encontraba directamente relacionado con la propia honorabilidad –entendida en términos de moralidad y honradez– que se exigía a cada uno de los parlamentarios. Así, según recogía el reglamento peruano de 1853, en determinadas ocasiones especiales, como la celebración de la Independencia o la apertura y cierre del Congreso, los representantes debían acudir a las cámaras llevando un traje negro. Además, en cualquier sesión debían guardar «decencia y moderación», manteniendo el mismo asiento, y podían ser llamados al orden si en su discurso lanzaban algún improperio o alzaban la voz, «omitiendo las razones y pruebas que deben hablar solo al entendimiento».59 No obstante, la llamada al orden era una potestad exclusiva del presidente de la Cámara, como ponía de manifiesto algún diputado en el transcurso de un acalorado debate: «ningún señor diputado tiene el derecho de llamar al orden a otro diputado. Solo la campanilla del Presidente puede hacerse notar que se ha extraviado la cuestión».60
A pesar de que el Parlamento debía ser un lugar donde guardar las formas, pues representaba la honorabilidad y la moralidad de la nación, a menudo nos encontramos con que el comportamiento de los parlamentarios no era el más adecuado. Así, las llamadas al orden por parte del presidente de la Cámara –que en ocasiones debía incluso hacer uso de la campanilla para ello– se producían en aquellos casos en los que había más ruido de la cuenta, murmullos, silbidos, protestas, aplausos, risas, burlas o incluso insultos. En ocasiones, los debates parlamentarios eran llevados a «un terreno demasiado odioso», lo que daba lugar a «algunos disgustos, y discusiones demasiado vivas y a ciertas expresiones acaloradas», como se recogía en las actas de sesiones ecuatorianas.61 En estas situaciones, algunos parlamentarios elevaban demasiado el tono de su discurso, «empleando un lenguaje y términos que no debiera emplear». Ante ello, algunos diputados que se habían sobrepasado pedían perdón al ofendido –«si he pronunciado palabras ofensivas a su señoría, las retiro»– o rechazaban la acusación que se les hacía –«no ha habido burlas ni risas por mi parte, ni el ánimo de ofender a nadie»–.62 En una de estas agitadas discusiones, el representante Santisteban llamó la atención de sus enardecidos compañeros Gómez Sánchez y León, y reclamó:
[...] fusión, cordialidad, olvido de todo lo pasado, he aquí lo que debe ser nuestro emblema. Inmolemos nuestras pasiones, nuestros resentimientos, nuestros intereses en el altar de la patria; no recordemos sino que somos hermanos, nuestros disturbios pasados vayan al olvido, y todos de común acuerdo hagamos algo por el bien de este pobre país.63
En las palabras de Santisteban se podía apreciar también la concepción sagrada del Parlamento que existía entre la clase política del momento, refiriéndose a esta institución como «el altar de la patria» y a ellos mismos como «hermanos». Desde luego, los parlamentarios estaban convencidos de su «misión sagrada», entre cuyas funciones se encontraba, por supuesto, la protección de la moral pública.64 Hay que tener en cuenta que, junto a la noción de los elegibles como los mejores, los más aptos o los más idóneos para representar a la nación, se encontraba una idea del Parlamento como un órgano cargado de moralidad, integridad y honradez. Incluso en ocasiones los representantes se presentaban como depositarios de la justicia divina, entendiendo así su función en el Parlamento:
Todos nosotros, haciendo una completa abnegación de nuestras doctrinas y convicciones erróneas o exageradas, debemos ponernos al entrar a este santuario, un pedazo de nieve al corazón, invocando la justicia divina para aplicarla en la tierra a los hombres y haciendo lo que conviene a la ventura de la patria.65
Como vemos, en las palabras anteriores también se hablaba del Parlamento como un «santuario». La relación entre el espacio político y el religioso era tan estrecha en el Perú y el Ecuador del siglo XIX, que a menudo los rituales políticos contenían gran cantidad de simbología religiosa. De hecho, los actos políticos de mayor relevancia, como la jura de la Constitución o los procesos electorales, eran acompañados de ritos religiosos que le daban un cierto carácter sagrado a un poder «que se seguía sintiendo frágil y poco seguro de su legitimidad».66 En este sentido, resultaba significativa la importancia otorgada a los aspectos rituales durante las actividades parlamentarias, los cuales también quedaban contemplados en los reglamentos de las cámaras. Así, por ejemplo, en el texto peruano se establecían cuestiones como que las sesiones parlamentarias debían comenzar con la invocación: «En nombre de Dios Todopoderoso, se abre la sesión», o que sobre la mesa de la Cámara se situaba, además de la Constitución, el Reglamento y el libro de actas, un crucifijo.67 Por tanto, podemos observar el carácter religioso que se otorgaba a cuestiones políticas como la representación parlamentaria, quizá para conferir de este modo una legitimación sagrada al Parlamento y a los representantes. De esta forma, el liberalismo trajo consigo la concepción del Parlamento como un nuevo espacio sagrado.
Por último, hay que mencionar que los reglamentos de las cámaras legislativas establecían que la mayoría de las sesiones eran públicas, quedando registradas en los diarios de debates o actas de sesiones, y pudiendo asistir a ellas algunos individuos que no formaban parte de la representación, a los cuales se les asignaba determinados espacios. Por ejemplo, podían asistir por invitación expresa