Panteón. Jorg RupkeЧитать онлайн книгу.
Los entierros están entre las prácticas más antiguas que permiten una visión tangible de la religión y se distinguen también por su enorme variedad y por la velocidad a la que pueden cambiar, incluso dentro de zonas geográficas restringidas y durante breves periodos de tiempo. En Italia, la cremación y el depósito de las cenizas en urnas se extendió desde el norte, iniciándose en el siglo XII a.C., probablemente bajo la influencia de la cultura de los campos de urnas del centro y el noroeste de Europa[53]. El entierro de las urnas, muy cerca unas de otras, en lo que probablemente eran sepulturas familiares, se volvió más sistemático y se coordinaba con las zonas de asentamiento. Al mismo tiempo había una larga tradición de entierros infantiles cerca o dentro de las casas. Los entierros dentro de las cuevas, propios de la Edad de Bronce, cesaron casi por completo[54], aunque los depósitos en los lugares junto a las fuentes remotas continuaban. El lugar en el que se enterraba a los semejantes no era, evidentemente, un asunto indiferente para los habitantes de estos asentamientos. Cuando fijaban un lugar de entierro, un espacio para los muertos, a una distancia accesible, estaban también diciendo algo sobre el espacio dedicado a una comunidad, que incluía tanto a los vivos como a los muertos. Establecer una localización para los primeros implicaba establecer una localización para los segundos. Así reclamaban y delimitaban un territorio completo en tanto suyo, opuesto al territorio de los demás. Por supuesto, no era un dispositivo completamente nuevo. El mismo método de establecer la territorialidad mediante el emplazamiento de cementerios, es decir, de lugares de entierro conservados por varias personas a lo largo de un periodo determinado, ya se había desarrollado en diversas localidades de todo el mundo en el noveno milenio[55]; pero los ejemplos concretos nunca habían durado más que periodos muy limitados.
¿Cómo se hacían los entierros? El uso de urnas-cabañas (ilustración 2) se hizo habitual a partir del siglo IX[56] en muchos lugares de la zona de la cultura de Villanova (en el norte de Italia al sur de las llanuras del Po), y posteriormente en Etruria y en el Lazio. Que los residentes del siglo VIII de Vulci, un centro etrusco y para nada un asentamiento remoto, pudieran optar en cambio por la cremación directa en una fosa longitudinal (fossa)[57] señala la disponibilidad de un abanico de opciones incluso en el contexto de las «modas» funerarias. Cuando las personas modelan vasijas en forma de cabañas para los restos cremados (las cenizas y los restos de hueso no completamente carbonizados) nos recuerdan a Rhea contemplando lo que era «especial» en su vida, una vida siempre amenazada por la muerte inminente, especialmente para una mujer en edad de procrear. El descanso final para los muertos se diseña con la esfera doméstica muy en mente[58]. No se podía pensar en los muertos sin recordar que los vivos comparten su destino.
2. Urna cineraria en forma de cabaña, bronce con plomo en el doble fondo; 28,5 cm de alto, 40,5 cm de largo, 35,76 cm de fondo, ca. 800-750 a.C., procedente de la Necrópolis de Osteria, en Vulci, Tomba della Cista litica. Roma, Museo Nazionale di Villa Giulia, inv.84900/01. akg-images/Andrea Baguzzi.
Las alianzas de asentamiento basadas en el parentesco, la proximidad, o en cualquier otro criterio amplio movilizaban otras decisiones con respecto a los lugares de entierro –decisiones que podían bien preceder o bien seguir a las que tenían que ver con las alianzas residenciales. En una serie de localidades vemos cómo los asentamientos dispersos en una llanura de toba volcánica se unieron a partir del siglo IX a.C. en adelante. La decisión de hacer un asentamiento unido más grande, ya fuera para usar un lugar de entierro común o para seguir conservando los lugares separados, podría ser una expresión tanto de la complejidad del proceso de integración como de las reclamaciones conflictivas y persistentes[59]. La competencia entre los distritos de entierro puede leerse en disposiciones completamente distintas, situadas por completo fuera de las áreas de asentamiento, o en el uso de las áreas de asentamiento[60]. Vemos cómo se exploran todas las diversas opciones disponibles para esta forma de actividad en Orvieto, donde se creó una necrópolis a mediados del siglo VI siguiendo un plano sistemático de calles paralelas, el mismo patrón que se eligió en Cerveteri en torno al año 530 a.C. (ilustración 3), mientras que los asentamientos en Marzabotto no adoptaron una apariencia así hasta finales de ese mismo siglo[61].
3. Tumbas túmulo en la Necrópolis de Banditaccia en Cerveteri/Caere, entre los siglos VI y V a.C. Fotografía: J. Rüpke.
Sin embargo, no son únicamente las circunstancias locales las que se articulan mediante la manera en la que se entierra a los antepasados o a los niños. Los ajuares funerarios apuntan a la existencia de un intensivo intercambio transmediterráneo durante el llamado periodo Orientalizante, desde finales del siglo VIII hasta mediados del siglo VII a.C. Son pruebas de los contactos comerciales que se extienden hasta España y también presuponen una colaboración estrecha y un aprendizaje intensivo por parte de los artesanos, así como una orientación transregional por parte de las elites indígenas que estaban en comunicación con las elites coloniales que llegaban. En el campo de la religión también había en juego una interacción y no una simple recepción[62].
Como he apuntado antes, cuando hay un elevado grado de variación entre los lugares se introduce un elemento de inestabilidad en las tradiciones rituales[63] y, en el caso de los enterramientos más densamente espaciados, incluso cuando están dentro del mismo lugar. En Pontecagnano, situado al norte del Sele en Campania, se hicieron tentativas repetidas de regular las prácticas funerarias entre finales del siglo VIII y el segundo cuarto del siglo VI. La intención era estandarizar las prácticas y evitar las acumulaciones ostentosas de ajuares funerarios. Al mismo tiempo, no obstante, se puede observar cómo se producían cambios opuestos en áreas topográficamente diferentes de la necrópolis. Un grupo elige expresar una exclusividad masculina, mientras que otro aplica el mismo tipo de entierro lujoso también a las mujeres y a los niños de cualquier edad[64]. Aquí también surge la pregunta de hasta qué punto estaría extendida una práctica concreta entre la población. De hecho, ¿quién haría las inversiones necesarias para los enterramientos que ha descubierto la arqueología? ¿Qué proporción de la población local está atrayendo nuestra atención de esta manera? Una perspectiva evolutiva de la historia, del tipo que habitualmente adopta la investigación con orientación cognitiva, a menudo presupone una perfecta uniformidad en la propagación de las prácticas culturales: lo que en un caso individual tiene éxito es adoptado por todos o, al menos, por todos los que sobreviven a largo plazo; y el proceso de adopción suele ser rápido. Los entierros rituales (al contrario que el mero deshacerse del cadáver), según esta perspectiva, habrían sido desde hacía mucho tiempo una práctica universal. El concepto de religión desarrollado al inicio de este capítulo, que pone el énfasis sobre el riesgo, incluso sobre la posibilidad del fracaso, implicado en la acción religiosa, hace que ese escenario sea mucho menos probable y además está respaldado por las pruebas arqueológicas. Hay que reclamar escepticismo frente a la suposición tan extendida de que cualquier práctica funeraria era común a todos los miembros de una sociedad y que, por lo tanto, esta práctica basta para constituirse en un documento que abarca a toda esa sociedad en lo que se refiere a sus cementerios[65]. Una comparación del tamaño de los asentamientos por una parte y de los entierros documentados por otra