Confesiones. San AgustínЧитать онлайн книгу.
costumbre ni la razón aguantaban que se me reprendiese. La prueba de ello es que, según vamos creciendo, extirpamos y arrojamos estas cosas de nosotros, y jamás he visto a un hombre cuerdo que al tratar de limpiar una cosa arroje lo bueno de ella.
¿Acaso, aun para aquel tiempo, era bueno pedir llorando lo que no se podía conceder sin daño, indignarse amargamente las personas libres que no se sometían y aun con las mayores y hasta con mis propios progenitores y con muchísimos otros, que, más prudentes, no accedían a las señales de mis caprichos, esforzándome yo, por hacerles daño con mis golpes, en cuanto podía por no obedecer a mis órdenes, a las que hubiera sido pernicioso obedecer? ¿De aquí se sigue que lo que es inocente en los niños es la debilidad de los miembros infantiles, no el alma de los mismos? Yo vi yo y experimenté cierta vez a un niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a otro niño compañero de leche suyo. ¿Quién hay que ignore esto? Dicen que las madres y nodrizas pueden conjurar estas cosas con no sé qué remedios. Yo no sé que se pueda tener por inocencia no aguantar al compañero en la fuente de leche que mana copiosa y abundante, al [compañero] que está necesitadísimo del mismo socorro y que con sólo aquel alimento sostiene la vida. Sin embargo se toleran indulgentemente estas faltas, no porque sean nulas o pequeñas, sino porque se espera que con el tiempo han de desaparecer. Por lo cual, aunque lo apruebes, si tales cosas las hallamos en alguno entrado en años, apenas si las podemos llevar con paciencia.
Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti.
Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió mi purificación, juzgando que seria imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
Mas quisiera saber, Dios mío, te suplico, si tú gustas también de ello, por qué razón se difirió entonces el que fuera yo bautizado; si fuera para mi bien el que aflojaran, por decirlo así, las riendas del pecar o si no me las aflojaron. ¿De dónde nace ahora el que de unos y de oteros llegue a nuestros oídos de todas partes: «Déjenle que haga lo que quiera; que todavía no está bautizado»; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: «Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano»?
¡Cuánto mejor me hubiera sido recibir pronto la salud y que mis cuidados y los de los míos se hubieran empleado en poner sobre seguro bajo tu tutela la salud recibida de mi alma, que tú me hubieses dado!
¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en las que siendo niño era imbuido? No lo sé; y ni aun ahora mismo lo tengo bien claro. En cambio, las latinas me gustaban con pasión, no las que enseñan los maestros de primaria, sino las que explican los llamados gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer, a escribir y a contar, no me fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas. ¿Mas de dónde podía venir aun esto sino del pecado y de la vanidad de la vida, por ser carne y viento que camina y no vuelve? Porque sin duda que aquellas letras primeras, por cuyo medio podía llegar, como de hecho ahora puedo, a leer cuanto hay escrito y a escribir lo que quiero, eran mejores, por ser más útiles, que aquellas otras en que se me obligaba a retener los errores de no sé qué Eneas, olvidado de mis errores, y a que llorara a Dido muerta, que se suicidó por amores, en circunstancias que mientras tanto, yo mismo muriendo a ti en aquellos [amores], con ojos débiles, toleraba mi extrema miseria.
Escucha, Señor, mi oración, a fin de que no desfallezca mi alma bajo tu disciplina ni me canse en confesar tus misericordias, con las cuales me sacaste de mis pésimos caminos, para serme más dulce que todas las dulzuras que seguí, y así te ame fortísimamente, y estreche tu mano con todo mi corazón, y me libres de toda tentación hasta el fin. He aquí, Señor, que tú eres mi rey y mi Dios; ponga a tu servicio todo lo útil que aprendí de niño y para tu servicio sea cuanto hablo, escribo, leo y cuento, pues cuando aprendí aquellas vanidades, tú eras el que me dabas la verdadera ciencia, y me has perdonado ya los pecados de deleite cometidos en tales vanidades. Muchas palabras útiles aprendí en ellas, es verdad; pero también se pueden aprender en las cosas que no son vanas, y éste es el camino seguro por el que debían caminar lo niños. ' Pero ¿qué milagro que yo me dejara arrastrar de las vanidades y me alejara de ti, Dios mío, cuando me proponían como modelos que imitar a unos hombres que si, al contar alguna de sus acciones no malas, si lo exponían con algún barbarismo o solecismo, eran reprendidos y se llenaban de confusión; en cambio, cuando narraban sus deshonestidades con palabras castizas y apropiadas, de modo elocuente y elegante, eran alabados y se hinchaban de gloria?
Tú ves, Señor, estas cosas y callas longánime, lleno de misericordia, y veraz. Pero ¿callarás para siempre? Pues saca ahora de este espantoso abismo al alma que te busca, y tiene sed de tus deleites, y te dice de corazón: Busqué, Señor, tu rostro; tu rostro, Señor, buscaré, pues está lejos de tu rostro quien anda en pasiones tenebrosas, porque no es con los pies del cuerpo ni recorriendo distancias como nos acercamos o alejamos de ti. ¿Acaso aquel tu hijo menor buscó caballos, o carros, o naves, o voló con alas visibles, o hubo de mover las rodillas para irse a aquella región lejana donde disipó lo que le habías dado, oh padre dulce en dárselo y más dulce aún en recibirle andrajoso? Así, pues, estar en afecto libidinoso es lo mismo que estarlo en tenebroso y lo mismo que estar lejos de tu rostro.
Mira, Señor, Dios mío, y mira paciente, como sueles mirar, de qué modo los hijos de los hombres guardan con diligencia los preceptos sobre las letras y las sílabas recibidos de los primeros que hablaron y, en cambio, descuidan los preceptos eternos de salvación perpetua recibidos de ti; de tal modo que si alguno de los que saben o enseñan las reglas antiguas sobre los sonidos pronunciase, contra las leyes gramaticales, la palabra horno sin aspirar la primera letra, desagradaría más a los hombres que si, contra tus preceptos, odiase a otro hombre siendo hombre.
¡Como si el hombre pudiese tener enemigo más pernicioso que el mismo odio con que se irrita contra él o pudiera causar a otro mayor estrago persiguiéndole que el que causa a su corazón odiando! Y ciertamente que no nos es tan interior la ciencia de las letras como la conciencia que manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir.
¡Oh, cuan secreto eres tú!, que, habitando silencioso en los cielos, único Dios grande, esparces infatigable, conforme a ley, cegueras vengadoras sobre las concupiscencias ilícitas, cuando el hombre, anheloso de fama de elocuente, persiguiendo a su enemigo con odio feroz ante un juez rodeado de gran multitud de hombres, se guarda muchísimo de que por un lapsus linguae no se le escape un inter hominibus y no le importa nada que con el furor de su odio le quite de entre los hombres.
Con todo, Señor, gracias te sean dadas a ti, excelentísimo y óptimo Creador y Gobernador del universo, Dios nuestro, aunque te hubieses contentado con hacerme sólo niño. Porque, aun entonces, existía, vivía, sentía y tenía cuidado de mi integridad, vestigio de tu secretísima unidad, por la cual existía.
Guardaba también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos