Luis Simarro. Heliodoro Carpintero CapellЧитать онлайн книгу.
Madrid, diciembre de 2013
Capítulo 1
LA FORMACIÓN DE UN REBELDE
INTRODUCCIÓN
Don Luis Simarro Lacabra, como luego sería conocido, vino al mundo en Roma, el 6 de noviembre de 1851, cuando el siglo iniciaba la andadura de su segunda mitad.
Eran tiempos revueltos. La revolución de 1848 puso en cuestión los gobiernos liberales europeos. Las barricadas revolucionarias levantadas con gran violencia en París dieron al traste con la monarquía de Luis Felipe, mientras corrían vientos de socialismo revolucionario por el mundo europeo. En aquellos días, dos jóvenes alemanes que iban a tener una larga influencia en la historia, Karl Marx y Friedrich Engels, dieron expresión a los nuevos sentimientos, al tiempo que lo dejaban claro en las primeras líneas de su Manifiesto comunista. Decían allí: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una santa alianza para acorralar a ese fantasma…». Al tiempo que se extendía por el mundo occidental aquel dichoso fantasma, que aspiraba a promover un gran movimiento internacional, surgieron también vientos de nacionalismo impulsados por otros grupos, sobre todo en Italia y Alemania, que buscaban establecer como naciones unos países fragmentados que aspiraban a unificarse con todas sus energías.
De esa agitación no se libró la ciudad de Roma, que era entonces el centro de los Estados Pontificios. Allí, el papa Pio IX tenía su reino temporal, además de su trono espiritual. Italia se hallaba dividida en pequeños estados fuertemente controlados por el emperador de Austria, mientras se iba dejando sentir la pasión por unificar el país. Un sardo, el rey Carlos Alberto de Sicilia, diría con confianza: «Italia fará da se» –‘Italia sabrá cuidarse sola’–, y tras él, su hijo, Victor Manuel II, llegaría unos años después a coronarse como rey de Italia, derrotando al Imperio y al Papado, y culminando el proceso de integración.
Con todo, hacia 1850 Roma era el centro espiritual de Italia, y en gran medida también lo era del arte de la época. Tras el imperio del rigor neoclásico, habían surgido nuevos fervores románticos. Frente al intento napoleónico de un imperio universal, crecieron los deseos de escapar a la uniformidad y exaltar la propia tierra, las tradiciones locales, los cuadros de historia, los paisajes llenos de sentimiento y pasión por la naturaleza, y el cultivo del retrato personal.
Ramón Simarro, un valenciano atraído como muchos otros por la fama artística del mundo romano, se había trasladado allí para ampliar estudios de pintura. Al parecer, iba becado para enriquecer la iconografía valenciana pintando los retratos de los dos papas Borja, o Borgia, nacidos en Xàtiva –patria también del propio pintor–: Calixto III, o Alonso de Borja, y Alejandro VI, o Rodrigo de Borja, dos figuras centrales de la historia del siglo XVI. En su estancia en aquel centro mundial del arte se encontró con artistas e hizo amistades, entre otras con uno de los hijos del notable pintor neoclásico José de Madrazo. Se trataba de Luis, pintor, que era hermano de Federico; este último llegaría a ser el gran retratista del reinado de Isabel II.
Ramón ha dejado dibujos en los que traza con finura los retratos de su mujer, también valenciana, Cecilia Lacabra, y de su hijo Luis. Ella posa con el peinado de rodetes típicamente valenciano, sentada, envuelta en un chal y con un abanico en la mano; el hijo, que aún no ha cumplido un año, se cubre con un gorro la cabeza y mira tranquilo hacia uno de los lados. Así que, junto a la pintura oficial histórica, cultivaba sin duda otra centrada en los apuntes del natural, ágiles y precisos, con los cuales reflejaba el mundo afectivo que le rodeaba. Con los pinceles debió de lograr cierta aceptación y reconocimiento. Se sabe que algún cuadro religioso suyo figuraba en la iglesia parroquial de Enguera (Valencia), junto a algún otro de Vicente López (Tormo, 1923: 217), y también fueron suyos los techos del Teatro Principal de Valencia, luego destruidos durante la Guerra Civil española (Vidal, 2007: 21).
El Romanticismo, se dijo, no era sino el liberalismo en poesía. Los artistas, como Ramón, nacidos hacia 1820 sentían sin duda la llamada del Romanticismo. Sin embargo, en un país como España, en el que Fernando VII gobernaba con mano dura, se ponían trabas a toda expresión de libertad. En tales circunstancias, muchos pensaron que era preferible atenerse a la pintura histórica para no tener problemas, y hubo que esperar a la muerte del rey para que los nuevos temas comenzaran a circular. Pero en el caso de Ramón el drama vino de otro lado, vino de su mala salud.
Enfermó, como tantos otros artistas de la época, de tuberculosis. Entonces, su mujer y su hijo retornaron a España para recibir el apoyo protector de la familia con que hacer frente a la nueva situación. Algún tiempo después se reunió con ellos el padre. Pero aquello no duró. En mayo de 1855, antes de que el niño tuviera cuatro años, el padre, a los treinta y tres años de edad, falleció a resultas de su enfermedad. Lo que luego sucedió lo discuten los biógrafos, pero, según varias de las fuentes que se conocen, parece que la madre, al día siguiente de la muerte del marido, envolvió al niño en su chal, y con él en los brazos, se lanzó al vacio por un balcón de su casa, deseosa de reunirse con el marido en el otro mundo. Ella tal vez lo logró, pues falleció a consecuencia del golpe. Por su parte, el niño quedó vivo aunque maltrecho, y desde aquel momento vino a tener una leve cojera que le acompañó de por vida. Así lo cuenta, entre otros, Juan Vicente Viqueira, uno de sus discípulos próximos, que dejó de él interesantes recuerdos (Viqueira, 1930: 52) y que confirma el suceso.
De este modo, en 1855, quedó convertido en un huérfano solitario. Los apoyos familiares fueron limitados. Habría de aprender a valerse por sí mismo y a aceptar las ayudas de los demás, aunque su orgullo personal sufriera con ello.
Tuvo primero que vivir con unos tíos en la ciudad de Xàtiva. Llena de historia, con castillo y una noble colegiata, antiguas iglesias y palacios, Xàtiva era cuna de papas, y también de artistas grandes, como Jusepe de Ribera, el Españoleto, el que fuera, según Lafuente Ferrari, «el verdadero orientador de la pintura española del siglo XVII» (Lafuente Ferrari, 1953: 255). Durante el siglo XVIII la ciudad vio cambiado su nombre por el de San Felipe, como consecuencia de su derrota en la Guerra de Sucesión tras la muerte de Carlos II, pero en las Cortes de Cádiz pudo recuperar el antiguo de Xàtiva. Rica en agua, con numerosas fuentes, una con veinticinco caños, cultivaba y regaba una espléndida huerta, base de su economía.
Allí, el niño hubo de recibir su primera formación. Al parecer, ingresó en el Colegio de Damas Nobles, que mantenía una actividad educadora, donde pronto dio muestras de unas excepcionales condiciones para el estudio y atrajo la atención de sus maestros.
Los estudios secundarios los realizó en Valencia. Allí ingresó, en 1866, en un nuevo internado, el Colegio de San Pablo, que había sido vinculado al Instituto General y Técnico, creado pocos años antes en la capital e instalado luego en los locales de lo que antes había sido colegio jesuítico, siendo por aquellos días su director Vicente Boix, quien se convirtió en su nuevo protector.
Boix (1813-1880) era espíritu inquieto, escritor y erudito, y estaba muy interesado por la cultura y la política. Procedía de una familia modesta. Había sido escolapio, pero luego, cuando se suprimieron las órdenes religiosas, y entre ellas la suya (1836), orientó su vida hacia el periodismo y la enseñanza. Le inspiraba un fuerte radicalismo político, y dedicó gran parte de su esfuerzo a la historia valenciana, al estudio de sus fueros y a su literatura, impulsando el naciente valencianismo romántico, que animó y dio vida al renacimiento cultural o Renaixença. Firmaba sus escritos como «lo Trobador del Turia» (‘el trovador del Turia’), y publicó notables estudios de historia, así como novelas también de tema histórico. Este interés por la historia y la cultura dejó probablemente una huella consistente en el espíritu de su joven discípulo.
No fueron pacíficos estos cambios. En la España isabelina, al tiempo que crecía la economía, había una fuerte inestabilidad social y política, y a las tensiones entre moderados y progresistas se vino luego a unir el naciente conflicto en el norte de África, donde fueron atacadas las plazas de soberanía española allí establecidas –Tetuán, Ceuta, Melilla…–, conflicto que iba a tener largas consecuencias