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Rousseau: música y lenguaje. AAVVЧитать онлайн книгу.

Rousseau: música y lenguaje - AAVV


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sseau; de hecho, Dubos concibe la música como un complemento integrador del lenguaje verbal, el cual es por sí mismo insuficiente y carece de inmediatez porque es fruto exclusivamente de convenciones. Es importante destacar que se aleja del pensamiento de toda la crítica de su tiempo, que consideraba la música en el melodrama como un añadido inesencial, un ornamento pernicioso para el texto poético, con la función de hacerlo quizá más fácil y agradable, al escucharse halagando el oído, pero en detrimento de su dramaticidad y, sobre todo, de su verosimilitud.

      Para Dubos la música es un arte como otro y está sometida, por tanto, a las mismas reglas de la verosimilitud y de la conveniencia: «Los primeros principios de la Música son, pues, los mismos que los de la Poesía y de la Pintura». La música tiene su propia verdad, y sólo colocándose en una perspectiva intelectualista se puede afirmar que un melodrama no tiene verosimilitud, porque parece insensato a nuestra razón que los personajes canten siempre en todas las circunstancias de sus vidas, incluso cuando se están muriendo. La verosimilitud aparece claramente en estas páginas más como un criterio de conveniencia interna, que nace de una regla intrínseca a la ópera misma, que como un criterio de adecuación a una realidad externa. Se puede hablar, por tanto, de verdad también para el melodrama: «Hay en nuestras óperas una verdad –prosigue Dubos–, que consiste en la imitación de los tonos, de los acentos, de los suspiros y de los sonidos que, naturalmente, se adecuan a los sentimientos contenidos en las palabras. Esa misma verdad se puede encontrar en la armonía y en el ritmo de toda composición». La verdad de la que Dubos habla aquí no es la verdad racionalista, como la entendía Boileau, sino la verdad de los sentimientos, de los cuales la música representa la expresión, o mejor –por usar el lenguaje de Dubos– la imitación más directa y natural.

      Reaparece aquí un concepto ya expresado, aunque tímidamente, en otras páginas: el arte, y en este caso la música en particular, tiende a captar el sentimiento en el estado mismo en el que surge, aún no tamizado por las convenciones lingüísticas e intelectuales; el arte, que dispone de signos naturales, como la pintura o la música, en vez de imitación de la naturaleza, se puede decir que de alguna manera viene a coincidir con la naturaleza misma o con los mismos sentimientos en sus manifestaciones también sensibles. Suspiros, acentos, inflexiones de voz, conexos a la expresión de nuestros sentimientos, son ya en sí mismos música. Los signos naturales de los que se sirve la música «para aumentar la energía de las palabras cantadas, deben hacerlas más capaces de emocionarnos»; por eso la música no se configura ya como un arte que apela sólo a nuestros sentidos –y ésta era la acusación más común que se le imputaba–, sino que «el placer del oído se convierte en placer del corazón».

      Para la música Dubos introduce también las mismas distinciones ya introducidas para las otras artes: por un lado, arte hecha para agradar sólo al oído, despliegue de habilidad técnica; por el otro, música obra del genio, música que toca nuestro corazón: «Gustosamente situaría yo la música en que el compositor no ha sabido hacer servir su arte para emocionarnos, en el mismo rango de los cuadros no bien coloreados y de los poemas no bien versificados». La música es comparada a menudo con la pintura y la poesía sin que por ello se forme una jerarquía de valores, aun cuando Dubos arroje luz sobre las diversas posibilidades inherentes a la naturaleza de cada una de las artes. Así como se había distinguido entre temas idóneos para la poesía y temas idóneos para la pintura o, descendiendo aún más a lo particular, entre temas idóneos para los diferentes géneros literarios, tampoco la música se presta a acompañar a cualquier tipo de poesía, precisamente «los versos que contienen sentimientos son más adecuados para ser musicados, al contrario de los que contienen pinturas»; es más, de los versos que expresan sentimientos la música nace casi espontáneamente: de la sola lectura de éstos nace la música, porque ella es la expresión inarticulada de las pasiones.

      Dubos aspira claramente a encontrar un nexo íntimo entre las dos expresiones, la verbal y la musical, una complementariedad recíproca que redima a palabra y música de su intrínseca insuficiencia, y no sólo a un acercamiento o una justificación a una hipotética y acaso improbable cooperación entre ellas en el espectáculo melodramático. En este camino reencontramos a muchos filósofos después de Rousseau, desde Batteaux y André hasta los enciclopedistas. La mayoría de ellos recoge la herencia de Dubos, desarrollándola y buscando articularla en un sistema coherente. Pero de entre todos ellos sobresale por su originalidad Rousseau: el problema crucial de la unión de música y poesía –ya claramente expuesto por Dubos, además de muy antiguo, desde el momento en que estas dos artes han cooperado desde siempre en la historia de la civilización occidental– es retomado por el filósofo ginebrino y colocado en el centro de una reflexión que incluye la naturaleza misma del hombre, su historia y su civilización.

      Según una perspectiva rousseauniana, pero compartida por otros enciclopedistas, el lenguaje ordinario, gracias a su intrínseca musicalidad, lleva fundidos dentro de sí un elemento universal capaz de garantizar la comunicación interpersonal y un elemento particular y subjetivo capaz de garantizar la expresión del individuo, su insustituible particularidad. Como es sabido, la base consonántica del lenguaje, con sus articulaciones, representa el elemento universal, mientras que las vocales, con su musicalidad, representan el elemento subjetivo, individual. La comunicación auténtica, completa, sin embargo, no puede más que comprender los dos elementos en una íntima unión. El lenguaje privado de su musicalidad originaria, como decía Rousseau –pero con él también Diderot, Grimm, Condillac y otros enciclopedistas, si bien con matices diferentes–, se vuelve áfono, pierde su capacidad para transmitir incluso los mensajes más racionales, pierde su poder declamatorio, aquél que solamente el elemento musical le puede conferir. El mensaje verbal, privado de su musicalidad, mantiene, sí, su contenido racional, pero pierde su capacidad de transmisión y de convicción.

      Puede parecer una contradicción, y quizá en parte lo sea, pero es precisamente el elemento musical el que confiere una legitimidad comunicativa al lenguaje: en definitiva, el elemento más subjetivo, más individual, más ligado a los sentimientos del individuo, es aquél gracias al cual también los razonamientos más abstractos pueden ser comunicados, compartidos por otros y, por tanto, pueden realizar concretamente la propia universalidad. La musicalidad del lenguaje que se identifica con el sentimiento es, pues, el elemento socializante del lenguaje de todas las épocas, aquél que permite a la voz humana transmitirse y comunicarse con el prójimo de modo natural. El canto parece entonces la única forma natural y completa de comunicación, no sometida a alienación, creada al mismo tiempo por necesidades comunicativas o expresivas.

      Pero, ¿qué significa natural? Éste es un concepto complejo y ambiguo en el pensamiento ilustrado y en la filosofía rousseauniana: en él se encuentra inextricablemente unida la idea de universalidad con la de particularidad. ¿Es natural aquello que es universal o aquello que es particular? ¿Es natural la razón con sus leyes racionales o el sentimiento y las pasiones que trascienden la razón o que están cerca de ella y, no obstante, escapan a su dominio? ¿La música es natural en tanto encarna


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