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La palabra facticia. Albert ChillónЧитать онлайн книгу.

La palabra facticia - Albert Chillón


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y, así mismo, tanto de los procedimientos historiográficos convencionales como de los llamados métodos cualitativos —historia oral, historias de vida, docugrafías, etc.

      1.2.Dicción facticia testimonial, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su escasa o problemática verificabilidad. Es el modo de enunciación típico de los libros de confesiones y memorias, los dietarios, los epistolarios, los relatos de viaje, los retratos y semblanzas y, en fin, de la llamada «literatura testimonial» en su conjunto.

      2. Dicción ficticia o ficción manifiesta, propia de los enunciados de vocación fabuladora en los que la ficción explícita se plasma en variables maneras y grados, añadida a la implícita que de por sí se da en toda clase de enunciados. La enunciación ficticia puede ser tácita o manifiesta, intencional o indeliberada, pero cuando se urde a sabiendas los interlocutores en ella implicados deben trabar un «pacto de suspensión de la incredulidad» (suspension of disbelief), como el que hace posible que novelas, cuentos, dramas y películas resulten artísticamente eficaces. Este tipo de dicción es divisible, a su vez, en tres modos principales:

      2.1.Dicción ficticia realista, caracterizada por la destilación de una verdad de experiencia esencial a través del ejercicio de la generalización tipificadora y, en suma, de la verosimilitud referencial. Este tipo de enunciaciones buscan erigir mundos posibles mediante la representación mimética de ciertos mundos reales (así, el Madrid de la República, el Chicago de la Gran Depresión o el París del Segundo Imperio) reconocibles por los interlocutores —lectores o espectadores que suelen, por cierto, tenerlas en alta estima. El relato, la novela, el teatro y el cine de cariz realista y naturalista ofrecen incontables ejemplos de ello, de Flaubert a Rossellini pasando por Hemingway, Coppola y Chejov.

      A mi entender, la tipología propuesta permite refutar dos dicotomías, ambas comunes y apenas fundadas. Por un lado, la que distingue paladinamente entre «ficción» y «no ficción», ya lo hemos visto. Por otro, la que traza una taxativa diferencia entre «realidad» y «ficción», basada en la confusión entre los planos óntico y epistémico. Del razonamiento en curso se desprende, empero, que tan drásticas dicotomías impiden comprender hasta qué punto las distintas dicciones se imbrican, alean o alían; y, sobre todo, que eclipsan la condición epistémica de lo óntico, esto es, la índole mixta —biológica, matérica y también discursiva— de ese constructo histórico anfibio y ambiguo que es sin duda el mundo humano.

      Adicionalmente, la taxonomía que presento entraña dos relevantes consecuencias. Una es que no resulta lícito asimilar sin más las categorías de «ficción» y «falsedad», como se suele con ligereza excesiva. Y otra es que la renovada noción de «ficción» que vindico —constitutiva de la dicción sean cuales fueren sus formas— se compadece de pleno con la potencia generatriz de realidades que solo el lenguaje posee.

      George Steiner lo explica con proverbial elocuencia en Después de Babel:

      La facultad poiética del verbo, su inigualada aptitud para hacer y crear sentido se halla entrañada en todo empalabramiento de la experiencia. Así lo elucida el mismo autor en Presencias reales:

      El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Y su más preciado fruto, ese que acordamos llamar «verdad», está entretejido de ella, por más que las convenciones usuales nos empujen a olvidarlo. Con todas sus luces y sus sombras, la época posmoderna ha fomentado una lúcida conciencia a este respecto, todavía minoritaria pero relevante. Y lo ha hecho a la vez que fomentaba esa propensión a la hibridación, la mezcolanza y la promiscuidad entre ficción y facción que distingue al periodismo literario y, en general, a una considerable porción de la cultura mediática de nuestro tiempo.


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