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La palabra facticia. Albert ChillónЧитать онлайн книгу.

La palabra facticia - Albert Chillón


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La noción de literatura no ha de confinarse a un selecto parnaso de obras canónicas. Las tradiciones existen, por fortuna, y merecen ser críticamente recreadas. Pero no prestándoles reverencia servil, como si fueran panteones inmutables y dados a priori, sino un respeto que necesariamente incluye el esfuerzo —y el placer— de conocerlas y de actualizarlas, porque la tradición no debe confundirse con el tradicionalismo, y porque lo original bebe por fuerza de lo originario. En definitiva, esas plurales transmisiones que vindico deben ser regeneradas de continuo mediante el uso que los creadores y los públicos hagan de ellas, en cada lugar y tiempo.

      La tradición literaria no es un canon inalterable, en consecuencia, sino una memoria cultural en constante mutación, incesantemente rehecha. Las obras, autores y tendencias que son consideradas epítome de lo literario hic et nunc pueden devenir marginales o incluso ser ignoradas pasado mañana. O viceversa.

      4. La definición de literatura no puede descansar en la oposición entre lengua literaria y lengua estándar. El reduccionismo inherente a esta extendida dicotomía es ciego, amén de burdo: el lenguaje es una actividad social e individual a la vez, poliédrica y promiscua —dialógica en esencia, como observó Mijail Bajtín. Es lícito establecer categorías lingüísticas a efectos analíticos, pero no pretender que la complejidad de la parole real rinda tributo a la superstición. No existe una lengua literaria, en la medida en que tampoco existe una hipotética lengua estándar. Existen, en cambio, múltiples usos lingüísticos destinados a satisfacer diversos propósitos y funciones, a los que cada cultura tiende a asignar un cierto valor dominante —sea estético o referencial, artístico o comunicativo, utilitario o creativo. Es posible distinguir, es obvio, diferentes estilos, registros y géneros adecuados a cometidos comunicativos específicos, aunque su existencia se da en mezcolanza y no en pureza nívea, y desborda con creces la dicotomía entre lengua estándar y lengua literaria, tan socorrida.

      6. La literatura no posee el monopolio de la connotación, como demuestra el incesante uso de figuras y tropos retóricos en múltiples usos del lenguaje. Tan connotado puede estar un texto tildado de literario como otro tenido por coloquial, referencial o simplemente fático. Lo que en todo caso distingue a los textos literarios, aunque de modo insuficiente, es que la connotación es perseguida deliberadamente; pero este rasgo no es privativo de ellos, en absoluto, ya que también los enunciados coloquiales, los titulares de prensa, los lemas publicitarios o los tuits suelen estar connotados adrede. Es preciso tener en cuenta, además, que la connotación puede ser relativamente escasa en algunas obras literarias —como las novelas objetivas de Alain Robbe Grillet, obsesionado por la pura denotación imposible—, y en cambio empapar otros usos lingüísticos que no reclaman para sí estatuto artístico alguno.

      7. En definitiva, la literatura es una actividad y una noción socialmente configurada, y carece de entidad predada. Tanto es así que su definición depende de factores cambiantes. Ni la intención con que un texto es elaborado, ni sus rasgos intrínsecos —de tema, género, composición o estilo—, ni tampoco las funciones lingüísticas que cumple son razones suficientes para otorgarle el estatuto de literario: este resulta, más bien, de valoraciones sociales relativamente extrínsecas al texto en sí. Entre ellas cabe destacar los criterios de juicio, valor y gusto sancionados por el estamento académico y crítico, pero también el reconocimiento que le prestan los diferentes públicos que consumen el texto —y que eventualmente consuman sus potencialidades. Como cualquier otra forma de comunicación artística, el acto literario parte en principio de la labor e intención del autor, es cierto, aunque solo se completa en la lectura o la audición, humus indispensable para las creaciones futuras.

      Con todo, si bien las anteriores refutaciones permiten deconstruir el paradigma literario hegemónico, es necesario formular —ahora en positivo, y no solo en negativo— una definición que resulte iluminadora y precisa a un tiempo, y que nos permita sortear los tópicos dominantes, incluido el de que solo el mudable parecer de los sucesivos públicos permite establecer qué sea literario y qué no, demasiado relativista a mi juicio. Propongo, pues, definir la literatura como un modo de conocimiento de índole estética que busca aprehender y expresar, lingüísticamente, la calidad de la experiencia. Antes de explicitarla, creo necesario poner de relieve que tal definición conlleva una nueva manera de entender el hecho literario, capaz cuando menos de superar las falacias impuestas por el restrictivo paradigma dominante —y de replantear, sobre más firmes pilares, el estudio comparado de las relaciones entre la literatura, la comunicación y el periodismo. A continuación, pedazo a pedazo y a modo de espiral creciente, glosaré cada una de las porciones del enunciado propuesto:

      I. «La literatura es un modo de conocimiento…». En primer lugar, afirmar que la literatura es un modo de conocimiento implica reconocerle un relevante cometido epistémico, un lugar entre los grandes modos de cognición al alcance del ser humano —junto a la filosofía, el mito, la religión, la ciencia y el arte. Es cierto que, hablando con rigor, la literatura conforma un país plural incluido dentro del vasto continente artístico; pero también lo es, como acto seguido explicaré, que el hecho de que su materia y vehículo de expresión sea el propio verbo le confiere un estatuto sin parangón —epistémico y óntico a un tiempo—, ya que los empalabramientos que la integran componen también, en muy importante medida, la realidad humana misma. Amén de representar los mundos que los hombres y las mujeres crean, la palabra en el tiempo los configura también, no cabe duda.

      II. «…de índole estética…». La literatura es un modo de conocimiento, desde luego, aunque no de carácter primordialmente discursivo, como la filosofía —basada en la argumentación racional— o la ciencia —basada en la demostración lógica y experimental—; ni de condición fideística, como la mística, la religión y la magia —basadas en la creencia—; ni de tenor invertebrado y acrítico, como el sentido común. A semejanza de las demás modalidades artísticas, la literatura es un modo de conocimiento de índole estética que aprehende y expresa el mundo mediante la elaboración imaginativa de las sensaciones (aisthesis) que configuran las vivencias concretas, en primera instancia, y la experiencia de vivir, al cabo.

      III. «…que busca aprehender y expresar…». La literatura no es solo representación (mimesis) del mundo —lo que convenimos en llamar «realidad»—, ni tampoco creación (poiesis) soberana y autárquica respecto de él, sino ambas cosas al tiempo. El artista de la palabra parte de su experiencia —de su tránsito alrededor: ex-perior— para comprehenderla y comprenderla, pero al hacerlo necesariamente la refigura. No existe, hablando con propiedad, un nítido hiato entre el mundo real que aprehende —también trenzado con mimbres imaginarios, no se olvide— y el mundo posible que concibe —fruto integral de la imaginación creadora. Los vicios del pensamiento mecanicista y positivista, que separa las causas de los efectos y los objetos de los sujetos que los piensan, deben subsanarse mediante una visión integradora —holística y dialéctica a la vez— de la labor creativa.

      IV. «…lingüísticamente…». He aquí la clave inadvertida de la cuestión que procuramos elucidar: la literatura es un modo de conocimiento estético


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