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Naciones y estado - AAVV


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en el artículo 2, en relación directa con lo dispuesto en la disposición transitoria 2.ª, podría haber servido para la aceptación, en la práctica, de la plurinacionalidad del Estado, de la que podrían haberse deducido efectos jurídicos. Por supuesto esa posibilidad desapareció conforme otras CC. AA. fueron autodefiniéndose como «nacionalidades» en sus respectivos estatutos.63 Al fin y al cabo, como ha recordado Corcuera,

      la mención realizada por el art. 2 CE a la existencia de nacionalidades y regiones […] no implica una definición constitucional de diferencias entre unas y otras, ni tiene consecuencias a la hora de definir el tipo de autonomías que unas y otras pueden disfrutar. Han sido, de hecho, los Estatutos de Autonomía quienes han definido a las respectivas comunidades con uno u otro término, pero la designación no ha servido para establecer diferencias competenciales entre las Comunidades que se definen como nacionalidades y las demás. Nada impide que, en el futuro, pueda establecerse una situación asimétrica entre ellas en base a la condición de nacionalidad propia de algunas, pero no parece fácil que puedan establecerse diferencias competenciales entre todas las Comunidades que afirman en sus Estatutos la condición de nacionalidad y las restantes.64

      La conclusión es que los acuerdos, que solo podían abordar ya las CC. AA., se hacían extraordinariamente difíciles por incluir permanentemente cuestiones de principio. Por eso Romero65 ha escrito que buena parte de los conflictos en torno al Estado autonómico no responden tanto a reparto de poderes como a cuestiones de identidad ante un insuficiente reconocimiento de las diferencias de las «naciones internas».

      Por otra parte, el desarrollo del Estado autonómico fue poniendo de relieve insuficiencias del conjunto del sistema constitucional en la materia. La ausencia de mecanismos de integración vertical se ha convertido en un grave problema: el Senado nunca fue la Cámara de «representación territorial» que enunció el artículo 69 de la CE y pasó de ser un señuelo para el voto de antiguos procuradores franquistas a los que, al parecer, conquistó Suárez con promesas, a convertirse en el geriátrico político de los principales partidos, al que se envía a dirigentes amortizados o a cuadros internos a los que hay que garantizar un sueldo. No cumple, pues, su función constitucional pero ha mutado para cumplir otras funciones útiles a los poderes partidarios.66 Por eso nunca se ha reformado, pese a la unanimidad teórica sobre tal necesidad que incluso anunció Aznar en su discurso de investidura en 1996. De igual manera nunca ha habido voluntad de acometer reformas constitucionales ni legales que institucionalizaran una Conferencia de Presidentes67 ni siquiera, salvo alguna excepción, de consejeros de una materia. También las tendencias centrífugas se imponen a las centrípetas por la dificultad de conformar mecanismos flexibles de cooperación entre las mismas CC. AA., algo sobre lo que la CE estableció muchas cautelas, algo incomprensible visto desde hoy.

      Igualmente, el desarrollo de la capacidad normativa de la UE y determinadas líneas jurisprudenciales establecidas por el TC han provocado un vaciamiento competencial, bien porque las competencias reales pasaban a los órganos comunitarios que solo se entienden con los actores estatales, bien porque las Cortes Generales usan y abusan de la fórmula de la «legislación básica», con su fuerza jurídica expansiva, para reducir la capacidad real de las CC. AA. para legislar sobre materias en las que formalmente tienen competencias. Como era previsible, ello no solo ha generado malestar, sino que ha provocado confusiones y litigios abundantes que han enrarecido el ambiente de diálogo e incrementado el de desconfianza. Con todo, también sería absurdo olvidar que la UE permitió el acceso a cantidades ingentes de fondos gestionados por las CC. AA., que permitieron, en muchos casos, que políticas inimaginables en 1980 fueran una realidad apenas unos lustros después, lo que, en definitiva, sirvió de manera principal para consolidar el Estado autonómico.

      Todo ello puede resumirse diciendo que la ambigüedad constitucional y ciertas formas concretas de acción política permitirán lecturas recentralizadoras, especialmente peligrosas cuando el pacto autonómico que, como vimos, es una suerte de puzle hecho con piezas de variada procedencia, haya engullido, en las percepciones mayoritarias y en los discursos dominantes, al pacto nacional. El resultado: una España «inacabada», en feliz expresión de Romero.68 En ella, la contradicción más evidente es la que produce la confrontación entre la apertura y flexibilidad consustancial del sistema y la rigidez que se quiere imponer con la negación de la bilateralidad o, en definitiva, la incapacidad del Estado para alcanzar grandes acuerdos con las CC. AA. cuando estas desplazan a los partidos como interlocutores privilegiados.

      CRISIS SOCIOECONÓMICA Y CRISIS DEL ESTADO AUTONÓMICO: LA TENTACIÓN RECENTRALIZADORA

      He tratado de dibujar, muy sintéticamente, el horizonte que enmarca al Estado autonómico cuando llega la crisis y golpea con virulencia los aparatos del Estado, comenzando por una impugnación activa de los mecanismos sobre los que se construyeron las certidumbres autosatisfechas de la democracia española. El golpe, como no podía ser de otra manera, ha llegado a un Estado autonómico aquejado de fatiga de materiales y minado por múltiples contradicciones más o menos visibles a las que hay que añadir el enfermizo narcisismo de algunos de sus dirigentes, que ha incidido en fenómenos de corrupción y decadencia de una ética pública mínimamente reconocible. No creo que sin CC. AA. se evitara la corrupción: se hubiera desplazado a otros niveles y, en cierto sentido, podría haber alcanzado perfiles más peligrosos. Pero lo cierto es que han sido las élites locales/autonómicas las protagonistas de algunos de los mayores escándalos que, llegada la hora de la crisis, han servido para desacreditar el modelo autonómico. Sobre ello inciden ciertas patologías de los sistemas políticos desarrollados en la mayoría de las CC. AA., como la facilidad para mantener electorados cautivos, la manipulación informativa y las dificultades para asegurar la alternancia de manera no dramática. No me detendré en estas cuestiones, sobre las que, me parece, carecemos de reflexiones generales auténticamente solventes.

      Me interesa más resaltar cómo España se ha ido convirtiendo en un país de tertulianos y hasta de profesores dedicados a resaltar las maldades del Estado autonómico: esa rotundidad en las críticas es, en buena medida, una forma particular de nacionalismo español. Que nadie se apresure a reprochar esta idea descalificándola como prejuicio. Me refiero explícitamente a las críticas cerradas que parten de imputar a las CC. AA., casi en su totalidad, el vicio de nacionalismo, dejando de lado otras muchas variables dignas de ser tenidas en cuenta. Formulada así la crítica, la única conclusión es que se impone una devolución de competencias básicas al Estado central, una españolización de todo espacio público y una normalización nacionalitaria supuestamente trastocada por aciagos años de fervor autonomista.

      Los impugnadores del estado de cosas existente llegan a criticar sus orígenes –esto es, el proceso constituyente de 1978– y los argumentos en que se sustentó en sentido fuerte, es decir, el pluralismo de la base del Estado. Valga un ejemplo:

      parece bien evidente que la invocación a las naciones –y, de forma reduplicativa, a la […] idea de «nación de naciones»– se hace en un momento en que la Historia las ha acogido en su seno para guardarlas, ya inmóviles, en las salas de su museo como lo que ya son: testimonios de un pasado definitivamente muerto. Insistimos en esta afirmación polémica: nosotros no constituimos una «nación de naciones» pero es que, si así fuera, sería prudente no airearlo, sería mejor «disimular», porque tales laberintos políticos no han dado precisamente frutos apetecibles.69

      Responder con un eppur si muove podría bastar, si no fuera porque estas opiniones sirven para alimentar tanto al único nacionalismo presumiblemente responsable, el español, incitándolo a incidir en la baja calidad del sistema democrático, como a alentar las tendencias centrífugas que aceptarán de buen grado el argumento: si no se es parte copropietaria de, al menos, una nación de naciones, mejor conformar una nación propia; si la alternativa es asimilación o independencia, algunos elegirán independencia.70

      La posición comentada, cada vez expresada con más desparpajo, entronca con antiguas visiones del nacionalismo de Estado y del Estadonación, a menudo dado por muerto pero tan proclive a las más reiteradas resurrecciones. Como se ha recordado,71 a la unidad nacional de España le sigue la negación ontológica de un nacionalismo


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