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Naciones y estado - AAVV


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la obra inmensamente influyente del sociólogo Juan José Linz, como en la historiografía que culmina en el debate sobre la débil nacionalización española.7 Cabe recordar que durante mucho tiempo solo desde las culturas políticas nacionalistas alternativas se hablaba de nacionalismo español.8

      Pero, en mi opinión, al menos cinco elementos caracterizan el nacionalismo español desde 1978, que con matices, claro está, son compartidos por la izquierda y la derecha. En primer lugar, la incuestionable definición de España como nación, entendida como único sujeto de soberanía. En segundo lugar, un relato histórico que se basa en los lazos compartidos políticos y culturales de una experiencia común y anterior (objetivamente forjada por la historia) a la Constitución de 1978.9 En tercer lugar, la oposición a cualquier voluntad de secesión de los territorios que componen la nación.10 A la vez que se afirmaría la españolidad de Gibraltar, Ceuta y Melilla. En cuarto lugar, la definición de la nación española no es solo de cariz cívico (frente a las definiciones de los nacionalismos alternativos), sino también cultural. En este sentido, la centralidad del nacionalismo lingüístico (al menos desde finales del siglo XIX) ha sido una premisa central. Las dificultades para aceptar la diversidad lingüística en el seno del Estado (una cifra relativamente estable del 40% de la población vive en territorios bilingües) y su reconocimiento son la segunda cara de la misma moneda. El reconocimiento constitucional de la centralidad del español (y por consiguiente su función como lengua de prestigio) o el hecho de ser requisito para obtener la ciudadanía española son dos ejemplos de carácter institucional, pero deben completarse con la función simbólica del español como lengua «global» (la de los «trescientos millones») que permea el discurso de los medios de comunicación. En quinto lugar, cabría explorar la función de «enemigo interno» que juegan los nacionalismos catalán (y el desarrollo del anticatalanismo como discurso asociado) y vasco (especialmente agudizado por la acción de ETA) y que se desborda hacia el menosprecio y denuncia ante las demandas culturales asociadas.

      Se ha señalado la relativa invisibilidad y débil articulación política del nacionalismo español posterior a 1975 (y vinculada precisamente a la hiperinflación previa y deslegitimación anterior) como una característica excepcional del caso español.11 Probablemente así fue (aunque, por ejemplo, el francés es otro caso de nacionalismo invisibilizado) pero, como señala Xosé-Manoel Núñez Seixas, ello no es prueba alguna de su inexistencia. En mi opinión, sin embargo, debería valorarse también el hecho de que a partir de 1975, el Estado que debía relegitimarse y que, en todo caso, se estaba refundando mantuvo el control en todo momento sobre la redefinición del marco territorialnacional (no olvidemos el estatus permanentemente minoritario del peso del electorado catalán y vasco en el conjunto). La visibilidad del nacionalismo español era irrelevante en el periodo de 1975-1977 e innecesaria en el fondo, a partir de 1978, cuando el Estado-nación ya estaba refundado. Su eficacia, por otra parte, se situaría en definitiva, en su banalidad.12

      Se ha apuntado, sin embargo, que precisamente la existencia de un activo nacionalismo español (opuesto a los nacionalismos periféricos) y a la vez la debilidad y carácter divisorio de los símbolos nacionales introducirían matices a la posible definición como nacionalismo banal.13 Pero en realidad presencia activa y carácter banal no son contradictorios, pues son dos caras de una moneda que dependen de las coyunturas. De hecho, los individuos transitan de una forma de experimentación a otra porque están compuestas de la misma materia (la «identidad nacional»).

      En numerosas ocasiones se ha argumentado que la presión de las culturas nacionalistas alternativas habría provocado desde la transición en adelante la erosión e incluso el «olvido» de la idea de nación española por su identificación con el pasado franquista. Sin embargo, conviene destacar que fue la crisis de legitimidad del régimen la que abrió la puerta a las nuevas demandas y cambios. Como sucedió tras 1898 y de nuevo a partir de 1931, fue una crisis de legitimidad la que permitió una relectura (y abrió un nuevo horizonte de expectativas) del significado de lo nacional en España.

      Fue el propio régimen el que deslegitimó el discurso amparado por el modelo oficial del nacionalismo español, mientras que los nacionalismos periféricos son solo una parte de este proceso. Solo desde el cinismo más extremo se puede llegar a afirmar que «lo autonómico era más un problema de la clase política, de los políticos nacionalistas, por supuesto […] ¿Por qué entonces la cuestión de las autonomías pasó a ser un problema importante que no estaba sin embargo entre las primeras exigencias de los españoles, ni siquiera en los territorios históricos donde tenía mayor arraigo, a convertirse en un problema urgente y perentorio?». Según Rodolfo Martín Villa: «Aquí, sinceramente, yo no encuentro otra respuesta ni otra explicación que la que se deriva del fenómeno terrorista».14 Teniendo en cuenta que el autor está exponiendo su experiencia como gobernador civil de Cataluña, el argumento no es solo insostenible, sino que revela el grado de improvisación que sintieron algunos de los protagonistas clave para el cual, precisamente, ellos no estaban advertidos.

      NACIONES PARA EL DESPUÉS DEL DESPUÉS DE UNA GUERRA

      En estrecha conexión con la tesis del «olvido» de la idea de España se ha señalado frecuentemente el posible efecto «desnacionalizador» que habría ejercido el franquismo. Sin embargo, ello solo tendría sentido si se estuviera aludiendo al alejamiento o limitada penetración del discurso nacionalista franquista, pero no respecto a una subyacente (auto)identificación con la identidad nacional española. Ningún indicador social de la década de los años setenta permite afirmar lo contrario y en ningún momento la adscripción de los ciudadanos a la identidad nacional parece haber estado en cuestión (excepto en el País Vasco y en menor grado Cataluña). En este sentido, creo que cabría matizar la tesis del fracaso del proyecto de renacionalización autoritaria franquista. En mi opinión ello es cierto en la dimensión «autoritaria» del proyecto pero no en su carácter (re)nacionalizador. Sin duda, convendría no ceñir el análisis a los mecanismos institucionales (educación, propaganda, ejército) utilizados por el franquismo, aunque incluso en estos se ha insistido en exceso en su «fracaso». Tal vez sirva como ejemplo señalar que a mediados de los años setenta entre un 60 y un 80% de la población de los territorios con lengua propia era incapaz de citar un hecho histórico o escritor en lengua propia (con la excepción del País Vasco).15

      La castellanización excluyente promovida por el régimen franquista en la esfera pública y en la enseñanza es uno de los legados más duraderos y eficaces. En su conjunto, la consolidación (interrumpiendo los cambios introducidos en los años treinta) del desprestigio social de las demás lenguas tuvo enormes efectos al consolidar usos diglósicos. Además, reforzó el desconocimiento y los prejuicios lingüísticos en el conjunto del Estado (a pesar de que el 40% de la población vivía en territorios con otras lenguas), dificultando el respeto y reconocimiento de la diversidad y sentando las bases de un agresivo nacionalismo lingüístico.16

      En todo caso, también hay que prestar atención a otros mecanismos informales de nacionalización, incluyendo formas de nacionalismo «banal» del franquismo que cabría analizar con detalle. La esfera pública, los espectáculos (del cine al fútbol), las fiestas locales, el énfasis en las identidades regionales…estaban saturados de «españolidad». Y en absoluto en una dimensión estrictamente folclorizante o retrógrada. El «desarrollismo» franquista se hizo de la mano de un programa no menos españolista. De hecho, este «desarrollismo» permitiría la aparición de un nuevo modelo de consenso social que el franquismo ni había intentado ni había obtenido en momento previo alguno. No hay que olvidar que el crecimiento económico acelerado se convirtió en Europa, ya en la década de los años cincuenta, en una eficaz ideología legitimadora del capitalismo. De lo que se trata, por tanto, es en todo caso de la «deslegitimación ideológica» del nacionalismo español (lo que significa que solo la derecha posfranquista dispuesta a no rechazar el legado ideológico podía asumir el discurso nacionalista). Pero no de sus efectos sociales, cuya identificación no debemos trazar de manera mecánica.

      Sin duda, este proceso de redefinición implicó una mutación de la naturaleza discursiva y de la presencia pública del nacionalismo español. Este experimentó un proceso de «ocultación» y pudo


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