El desafío de la cultura moderna: Música, educación y escena en la Valencia republicana 1931-1939. AAVVЧитать онлайн книгу.
y el aire» (2010: 717). Muñoz Suay decía en un congreso de estudiantes en febrero de 1938: «Cortemos de cuajo al enemigo. Aplastémosle contra las piedras de nuestro suelo nacional. Clavémosle en su corazón nuestra bandera de independencia. Ni un solo gesto de piedad» (Riambau, 2007: 83). Era la guerra.
Sin embargo, no debe ocultarse que este entusiasmo en el que participaban los jóvenes (intelectuales o no), animados por la propaganda, tenía su contrapunto y su pavor. Entre los intelectuales mayores hubo escepticismo y pesimismo por la guerra, como nos muestra el propio Manuel Azaña. Pero también hubo jóvenes que no quisieron hacerla. Muchos que sentían horror a la guerra, «psicosis de trinchera», «neurosis de guerra por miedo insuperable», como diagnosticaban a veces los médicos de campaña o como expusieron en ocasiones los comisarios. Y se produjeron huidas, deserciones, automutilaciones y un endurecimiento de la legislación en la zona republicana, especialmente a medida que avanzaba (y se perdía) la guerra (Núñez-Balart, 2012; Romeru y Rahona, 2017).
LA EDUCACIÓN EN GUERRA. VALENCIA EN EL NUEVO MAPA UNIVERSITARIO
Tras las elecciones de febrero del 36 y la victoria del Frente Popular, la política educativa republicana volvió a sus orígenes. Marcelino Domingo ocupó el Ministerio de Instrucción y se inició la revisión legislativa de los gobiernos de derecha. Cataluña recuperó la autonomía y su Universidad el patronato y al rector Bosch Gimpera. La prioridad de la escuela primaria volvió a relanzarse con un nuevo plan de creación de escuelas, así como el proyecto de desarrollar la enseñanza laica, creándose nuevos institutos y convocándose plazas de profesorado. Pero la guerra alteró las circunstancias y la educación en la zona republicana inició una nueva etapa muy distinta. El peso político de las organizaciones obreras y sindicales, la diversidad de poderes, las iniciativas educativas de las organizaciones sindicales y obreras, la lucha contra el analfabetismo, las milicias de la cultura, las Brigadas Volantes, los clubs de educación del ejército, las escuelas de militantes y, en fin, la difusión cultural de los medios de comunicación y propaganda nos sitúan ante una experiencia tan singular como excepcional (Fernández, 1984; Mayordomo y Fernández, 1993).
La educación, especialmente la primaria y la alfabetización de adultos, fue considerada como factor de articulación ideológica. De la escuela «neutral», con maestros liberales y respetuosos con la conciencia de los niños, se pasó a la escuela «antifascista», que se planteaba comprometerlos políticamente con la causa. Aunque no faltaron pedagogos anarquistas, como Joan Puig Elías, que no querían que «se envenenase» la conciencia del niño, la escuela que predominó estuvo politizada. Se incidió en la escolarización masiva y la alfabetización de adultos. Pese a la guerra, se crearon unas 7.000 escuelas, aprovechando confiscaciones de edificios religiosos, particulares y colegios confesionales, con lo que se consumaba de un plumazo la Ley de Congregaciones. Otra cuestión fue el problema de los maestros: muchos estaban movilizados y algunos habían sido depurados, por lo que hubo que improvisar personal para atender las necesidades mediante cursillos breves y certificados de aptitud, contratándose a personas procedentes de escuelas laicas o ligadas a las organizaciones de izquierda. Estas circunstancias repercutieron en la calidad, pero no empañan el esfuerzo por la escolarización de la población infantil y la alfabetización de adultos y soldados. La enseñanza secundaria también conoció experiencias similares de concepciones y planteamientos comprometidos con el antifascismo e iniciativas revolucionarias, como el intento de abrir este nivel educativo a trabajadores, preparándose bachilleratos abreviados e institutos para obreros (Ibáñez, 2018).
En la Universidad, la historia fue diferente. La juventud, en Europa, conoció el empuje de un protagonismo social inédito desde la posguerra de 1914-18. En España también: se politizó combatiendo el Plan Callejo. Nació entonces la Federación Universitaria Escolar (FUE), expresión de la politización izquierdista de muchos estudiantes, mientras otros reforzaron la obediencia católica intransigente u otros más se vieron, desde 1933, atraídos por el SEU, el fascio universitario español.
Pero, para la Universidad republicana en guerra, nos interesan los jóvenes de izquierda. «El artista joven –escribirá Ramón J. Sender en 1932 en Orto– espera la revolución a la que se entrega en cuerpo y alma». Miguel Hernández lo versificó con la fuerza de su palabra, ya en marcha la guerra (Viento del Pueblo, 1937):
Los quince y los dieciocho,
los dieciocho y los veinte…
Me voy a cumplir los años
al fuego que me requiere,
y si resuena mi hora
antes de los doce meses,
los cumpliré bajo tierra.
Yo trato que de mí queden
una memoria de sol
y un sonido de valiente (1986: 336).
Al estudiante de izquierda le pasaba lo mismo que al artista joven que decía Sender (1932): se fue politizando, especialmente desde la llegada de Hitler al poder. La historia de la FUE así lo muestra. Nació contra Primo de Rivera en el curso 1926-27, se inspiraba en el humanismo de la ILE, se definió como organización estudiantil profesional, apolítica y aconfesional para defender la democratización de la Universidad, el progreso y la cultura, pero desde el primer día quedó como organización que agrupaba a los estudiantes de izquierda y como asociación alternativa a las confesionales. Con la marea ascendente del fascismo, la llegada de Hitler al poder, la reacción de la derecha católica española en el Gobierno radical y radical-cedista, la revolución de octubre del 34 y la represión subsiguiente, la FUE se radicalizó y devino «antifascista». A principios de 1934 nació Frente Universitario, portavoz de una organización (BEOR) cada vez más influyente en la FUE. Mientras, muchos de sus miembros se afiliaban a las Juventudes Socialistas y a la Unión de Juventudes Comunistas, y desde la fusión de estas en marzo de 1936, fueron militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) (Mancebo, 1988: 54).
Con el triunfo del FP, la FUE decidió acelerar el cambio de rector, cargo que desde 1934 ejercía Fernando Rodríguez Fornos. La junta directiva del sindicato de los estudiantes se encerró en la Universidad, tomó el Rectorado y solicitó al catedrático de fisiología José Puche que ocupase provisionalmente el cargo. Con la conformidad del ministro de Instrucción Pública, Marcelino Domingo, a quien llamaron los estudiantes para dar cuenta de su acción y propuesta, Puche fue nombrado interinamente hasta abril, cuando el Claustro lo eligió.1 Cuando se produjo el golpe de Estado, el nuevo rector envió un telegrama al presidente del Gobierno, Giral, en el que manifestaba lealtad a la República. Pero todo cambió desde ese día.
Con la guerra, la mayor parte de los estudiantes y los profesores jóvenes se presentaron voluntarios o fueron movilizados. Con todo, y pese a tan importante ausencia, como se ha indicado, hubo determinación y empeño de los gobiernos republicanos por mantener la institución en funcionamiento: prestando servicio en el aula, el hospital, el laboratorio o la salvaguarda del patrimonio. A ello se añadía la división territorial de España que comportaba el conflicto, con universidades en la zona leal y otras en la que controlaban los sublevados. Las autoridades republicanas reorganizaron el mapa universitario: la Universidad de Madrid, con sus instalaciones en la misma línea del frente, fue parcialmente trasladada a Valencia, aunque en Madrid quedaron la Facultad de Medicina completa y otras cátedras necesarias para las atenciones sanitarias; la de Murcia fue cerrada, sus instalaciones se habilitaron como hospital militar y cuartel de las Brigadas Internacionales, y sus profesores agregados a Valencia, como también fue el caso de otros que pertenecían a universidades de la zona franquista y se hallaban en la republicana cuando estalló la guerra, o se pasaron; en total, se incorporaron 37 profesores, de los que 24 eran catedráticos, entre los que cabe citar a Arturo Duperier en Ciencias o José Gaos en Letras. También se incorporó a Valencia personal de servicios como bibliotecarios, como fue el caso de María Moliner. En resumen, el mapa universitario republicano lo conformaban Valencia, sobredimensionada (al agregársele Murcia, parte de Madrid y catedráticos sueltos de otras universidades), Madrid (disminuida) y la Autónoma de Barcelona.
Todas