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Del pisito a la burbuja inmobiliaria. José Candela OchotorenaЧитать онлайн книгу.

Del pisito a la burbuja inmobiliaria - José Candela Ochotorena


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jóvenes e intelectuales católicos facilitó los cambios en el partido único.4

      Hemos de compaginar el principio representativo con la autenticidad y con la realidad social económica, y esta compleja construcción [...] ha de insertarse en la profunda religiosidad y catolicidad del pueblo español. Así el juego y la dinámica política española se asentará sobre la Familia, sobre el Municipio y sobre el Sindicato en una estructuración legal, ya a punto de ultimarse (Arriba, 6-7-1945).

      Por su parte, la Iglesia mantuvo una sintonía excelente con Franco desde el principio. Pío XI legitimó el Alzamiento con su discurso del 24 de septiembre de 1936 y con la Carta Colectiva del Episcopado español de 1 de julio de 1937, que reconocía al Gobierno de Burgos. La Iglesia bautizó la rebelión con el nombre de Cruzada, término que convertiría al catolicismo en «elemento constituyente del Régimen», y apoyó el «Alzamiento», la represión y a Franco. Pero los obispos reiteraban su independencia del Movimiento, ofreciendo en sus homilías y pastorales, su adhesión directa al caudillo, «que mantenía la unidad católica de España» (Sánchez Jiménez, 1999: 174-179). El régimen se identificó con el caudillo y, como diría el fiscal y ministro Blas Pérez en 1945, Franco sería «Señor de España por derecho de fundación» (Aróstegui, 2012: 434), consagrado además por la Iglesia «Caudillo de España por la gracia de Dios», divisa que aparecería en las monedas y sellos del reino hasta bien entrados los setenta.

      La acción insurreccional ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, cuantos se opongan al triunfo del expresado Movimiento salvador de España, fueren los que fueren los medios empleados a tan perverso fin (instrucciones del general Mola a las fuerzas sublevadas).5

      En palabras de Franco, el régimen significaba la «fundación del mito de la unidad» con el «orden» como símbolo. Un orden destinado a estructurar la sociedad como un cuerpo compacto y armónico, organizado piramidalmente en torno a la figura del Caudillo6 y fundado en la Victoria sobre la anti-España, legitimadora de una represión masiva y expeditiva.7 Sin embargo, más allá de las ideologías, el cemento de las fuerzas que apoyaron la rebelión en 1936 fue el temor al cambio de orden social. Y, con el triunfo militar, el reparto del botín del vencedor (Rodrigo, 2010).

      La coalición se adaptó desde abajo, construyendo mediante la explotación (Hacienda, estraperlo, etc.) una sociedad de la victoria, que proporcionaba movilidad social vertical para sus adeptos (Aróstegui, 2012: 425). La guerra había aportado al régimen miles de jóvenes oficiales y suboficiales, una gran parte de los cuales acabarían siendo cuadros políticos o militares del nuevo Estado al final de la contienda.8 Los combatientes con galones se vieron licenciados con el carné de Falange en el bolsillo; carné que abría amplias oportunidades de carrera, sancionadas por el Fuero de los Españoles: «XVI-1.- El Estado se compromete a incorporar la juventud combatiente a los puestos de trabajo, honor o de mando, a los que tienen derecho como españoles y que han conquistado como héroes».

      La burocracia del nuevo Estado «que se consolidó en la década de los cuarenta, estaba formada por los profesionales, técnicos y burócratas, procedentes de las elites cortejadas por Acción Española, que apoyaron a la España sublevada» y se convirtieron en uno de los pilares decisivos del régimen (Saz, 2003b: 66). Este ingreso de jóvenes funcionarios al nuevo Estado no estuvo exento de tensiones. La Victoria había sido «un verdadero ajuste de cuentas de clase», y los poderes tradicionales locales interpretaban que les otorgaba una posición de privilegio; pensaban que «no se había hecho la guerra para que unos falangistas advenedizos vinieran a mandar» (Canales, 2006: 116). Ante los obstáculos a la incorporación de los nuevos cuadros a sus destinos, el Gobierno puso orden aumentando el poder de los gobernadores civiles, quienes ampararon a los jóvenes excombatientes y falangistas (Sanz Hoya, 2011: 121), y con ellos renovaron las administraciones locales, provinciales y delegaciones ministeriales. Se preparaba el camino para el asalto posterior al poder local, durante los años del desarrollismo, de una nueva clase media enriquecida por el estraperlo y la influencia política (íd., 2010: 21).

      1.1 Represión, miseria y control social

      En cambio, para los vencidos, lo primero que definió al régimen fue la represión. El terror fue usado con eficacia para sofocar cualquier núcleo de resistencia, pero también para anular la memoria de la coyuntura democrática. Más allá de los objetivos de información, la represión pretendía crear un estado generalizado de miedo, sustentado en la percepción de que la arbitrariedad podía decidir el futuro de familias enteras, señaladas como desafectas.

      En «una sociedad vigilada, silenciada y convertida casi en espía de sí misma, se produjo una paulatina eliminación de la memoria sociopolítica y se interiorizó una percepción negativa de la política, un mal que desencadenaba la tragedia familiar»; «el rechazo a la política» se convirtió «en una forma de protección».9

      En las pequeñas comunidades cerradas en sí mismas fue donde la represión alcanzó las cotas más altas de destrucción física y moral de los vencidos, lo que en la posguerra supuso una fuerte ola de migraciones interiores a las grandes ciudades (Moreno Gómez, 2001). En cuanto a las mujeres republicanas, la represión fue doble: política y de género. Aunque hubo mujeres fusiladas y encarceladas, la mayor parte fueron perseguidas por ser esposas, madres o hijas de quienes habían combatido o habían destacado en el bando republicano (Ortiz, 2006). Lo que han dejado claro los investigadores es que, entre las personas perseguidas, las que más sufrieron fueron las que pertenecían a un estrato sociocultural bajo. Las que venían de un nivel social o cultural medio tuvieron más facilidad para conseguir avales de conocidos con influencias (Alted, 2001: 65). Este contexto relacional creó cadenas locales de lealtades familiares y vecinales (republicanos que debían la vida a familiares y amigos del régimen) que aseguraron un consenso en torno a las fuerzas vivas locales (Hernández y Fuertes, 2015).

      Cuando el régimen tuvo la certeza de la derrota del eje, alardeó de magnanimidad y se promovieron conmutaciones masivas de penas, que creaban una idea magnificada del perdón, alentando en muchas familias de represaliados una visión de «la cara indulgente del Caudillo, que era percibido como un líder invicto y magnánimo» (Somoza et al., 2012: 67). En los años cincuenta el cansancio de la población, los apoyos de la «guerra fría» al anticomunismo franquista, el saneamiento de la economía y la exclusión de los disidentes, asentó la pervivencia del régimen (Mir Cucó, 2001: 29).

      La posguerra fueron años de hambruna y asistencia social. Las zonas productoras de alimentos básicos estuvieron desde el comienzo de la guerra en manos del ejército franquista. Por lo tanto, la población republicana estaba exhausta en 1939, antes incluso que vencida, y con un gran deseo de recuperar la normalidad, lo que favoreció la implantación del régimen tras la victoria militar; aunque poco duró el espejismo de tranquilidad. A finales de los años cuarenta, las encuestas internas del régimen mostraban un gran descontento social entre los trabajadores por el aumento del paro, la carestía de la vida y la escasez de viviendas, pero también una fuerte y masiva despolitización (Sevillano, 1999: 163). En ese contexto el asistencialismo franquista, canalizado por la Organización Sindical, constituyó un vehículo óptimo de propaganda. Las duras condiciones de vida provocaban que amplias capas de la población valorasen positivamente cualquier pequeña mejora. Además, la mayoría de la población no conocía lo que pasaba fuera del país. Se estaba gestando una nueva clase obrera, formada por cientos de miles de jornaleros y campesinos que, huyendo del hambre, se desplazaban a la ciudad, donde encontraban por primera vez asistencia social (Molinero, 2006: 105). El ambiente de despolitización ayudaba a construir la idea de un estado preocupado por los trabajadores y que proporcionaba protección social; unido a que, como en la mayoría del resto de Europa, la Seguridad Social española es posterior a la Segunda Guerra Mundial.

      Las obras sociales crearon una red asistencial en los barrios, que facilitaba la penetración en los hogares obreros del Frente de Juventudes y la Sección Femenina y de la Acción Católica (Molinero, 2003: 325). Estas instituciones llevaron a los barrios los servicios


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