La formación de los sistemas políticos. Watts JohnЧитать онлайн книгу.
para generalizar su extensión fue, en todo caso, más o menos endémica por casi todo el continente, como ha señalado de manera reciente Howard Kaminsky.35 Hay un aspecto muy revelador de la insistencia de la corona francesa en que la guerra «privada» debía abandonarse durante los periodos de guerra «pública» o del rey: sugiere que los problemas con los routiers y écorcheurs eran más habituales en las sociedades fragmentadas y militarizadas de la periferia francesa de lo que podríamos imaginar.36 Igualmente, las diversas exacciones impuestas sobre el campesinado francés por parte de señores armados, captores de botín y jefes militares son, por un lado, difícilmente separables de las tradicionales tailles señoriales y, por otro, de los nuevos impuestos reales.37 Es cierto que la violencia marcial se organizó de una manera distinta durante la Baja Edad Media –las bandas y los ejércitos se unieron mediante mecanismos diferentes y algunas de estas organizaciones adquirieron nuevos tipos de poder o de perdurabilidad– y no sorprende que en ocasiones los coetáneos reaccionaran con protestas amargas ante dichos cambios. Pero dichos factores nos pueden aportar más información sobre las transformaciones de la tecnología política, la opinión pública o los discursos predominantes que sobre el nivel real de violencia en la sociedad.
Esto lleva a una importante acotación sobre las fuentes materiales. Contamine comienza su análisis sobre la guerra en expansión de los siglos XIV y XV destacando una explosión de pruebas, pero este destacado factor no refleja simplemente el aumento de los conflictos: sobre todo, es testimonio de un aumento de la escritura, de unos gobiernos en crecimiento y de las propias expectativas generadas durante el periodo. Lo mismo pasa seguramente con el incremento de las pruebas sobre el desorden: cuantas más intrusiones judiciales y mayor registro documental hubo, más pruebas de violencia y criminalidad tenemos, y mayor el horror aparente mostrado por la sociedad, cuyos comentaristas ajustaron rápidamente sus expectativas para reflejar el fracaso recurrente de lo que la legislación real prometía respecto al orden público. Los historiadores ingleses están familiarizados con las formas en las que los resortes ofrecidos por el sistema judicial estimularon tipos particulares de alegación: si acusar a alguien por agresión «con fuerza y armas» permitía que el juicio fuera elevado a un tribunal más alto y poderoso, entonces había buenas razones para realizar dicha acusación, independientemente de lo que hubiera sucedido en realidad.38 Como K. B. McFarlane señaló hace mucho tiempo, «es la propia riqueza de sus fuentes la que ha dado una mala reputación a la Baja Edad Media».39 Cuando miramos con más atención al mundo anterior al año 1300, a menudo lo encontramos tan brutal y desordenado como el periodo posterior: era más amable con las clases altas, pero eso explica más cosas sobre la relativa concentración de poder en manos aristocráticas que sobre el aparente orden público. La Europa de la Alta y la Plena Edad Media pudo diferir más del periodo subsiguiente en los testimonios que dejó y en los mecanismos limitados por los que fue gobernada que por sus principios políticos generales.
El surgimiento del «Estado»
Quizás el mayor problema de dar demasiado poder causal a la guerra resida en el hecho de que en realidad la guerra era simplemente una consecuencia. Las guerras de los siglos XIV y XV fueron producto no solo de la violencia, sino también de un desarrollo conceptual y gubernamental –del crecimiento de las jurisdicciones centralizadas, las intrusiones gubernamentales y la capacidad administrativa–. Así pues, explicar la política de la Baja Edad Media en términos de guerra es, en cierto sentido, explicarla en términos de crecimiento estatal. Esto nos lleva directamente a la tercera gran narrativa sobre el periodo bajomedieval: su papel como lugar de nacimiento del «Estado moderno».
Hasta hace relativamente poco los relatos sobre la formación estatal obviaban en general la Baja Edad Media. Obras clave como Lineages of the Absolutist State (1974) de Perry Anderson o la colección de Charles Tilly sobre The Formation of National States in Western Europe (1975) se centraban en un periodo que se iniciaba a finales del siglo XV, y cuando los medievalistas alegaban unos orígenes previos comúnmente llamaban la atención sobre el periodo anterior a 1300.40 En la formulación clásica del historiador estadounidense Joseph R. Strayer, por ejemplo, los logros judiciales, administrativos y financieros de los reinos plenomedievales fueron fundamentales en la construcción de los estados modernos, pero quedaron frenados por los problemas de los siglos XIV y XV: durante casi doscientos años cesaron las innovaciones gubernamentales y el «Estado soberano» dejó de realizar progresos hasta que la relativa prosperidad y paz social de finales del siglo XV permitió la recuperación.41 Por tanto, conectaran o no con la Edad Media, las viejas historias del «Estado» encajaban pulcramente con la narrativa tradicional de la estagnación bajomedieval y la recuperación renacentista; con todo, a partir de la década de 1970 hubo entre los medievalistas dos vías de reflexión alternativas –una derivada del interés por la guerra y la otra de una maniobra deliberadamente revisionista de Bernard Guenée– que llevaron a realizar interpretaciones distintas.
La concisa observación de Tilly, «la guerra hizo el estado y el estado hizo la guerra», refleja un razonamiento apuntado por Strayer, y su primera mitad, en particular, ha quedado reflejada en el trabajo de diversos historiadores que han explorado el papel de la guerra en la configuración de la evolución política y gubernamental de la Baja Edad Media.42 En determinadas interpretaciones, como las de Gerald Harris sobre Inglaterra, lo dinámico es positivo: las tensiones de las guerras de los siglos XIII y XIV produjeron desarrollos fiscales y de representación que forjaron una comunidad política cohesionada.43 De manera más común, en cambio, la visión suele ser neutral o negativa: el «estado de la ley» de Richard W. de Kaeuper, modelado sobre las ideas de Strayer y que avanzaba netamente en torno a 1300, habría sido perturbado y parcialmente anulado por las guerras del siglo XIV, incluso a pesar de que el «estado de la guerra» que emergió en dicho periodo hubiera mostrado ciertas fortalezas, especialmente en Francia.44 En cualquier caso, todas estas interpretaciones tienden a reafirmar la visión de que la guerra es el gran motor de la vida política bajomedieval y eso mismo queda reflejado en las obras de síntesis, que tienden a narrar los principales progresos de la fiscalidad y la representación presentándolos sobre todo como un subproducto de la presión bélica. Por consiguiente, aunque la mayoría de los manuales documenten el innegable crecimiento de las instituciones fiscales y políticas durante el siglo XIV, lo hacen de una manera esencialmente alejada de la política doméstica. Esto, a su vez, tiene serias consecuencias tanto para la historia de las instituciones como para la de la política, de modo que la primera parece casi exclusivamente conducida por las exigencias de la actividad militar, mientras que la segunda queda reducida a una narrativa de buenos reyes, malos reyes, facciones y patronazgo.
Bernard Guenée tomó un camino bastante distinto. En varios ensayos publicados en la década de 1960 y en su libro de 1971 sobre Les États, lanzó una poderosa y multifacética crítica contra las antiguas obras que hablaban del crecimiento estatal. Una parte esencial de su interés era apartarse del énfasis en «la transición» que realizaban los relatos del periodo. Pensó que las formas de estado de la Baja Edad Media debían ser vistas en sus propios términos, como algo distintivo de los siglos XIV y XV. Lo que en su visión caracterizaba a los estados de este periodo era un tipo de dualidad: la prominencia equivalente del gobernante, por un lado, y del país, la nación o la comunidad, por el otro, en las ideas y estructuras de la época. El primero era normalmente un príncipe; el segundo estaba parcialmente representado por organizaciones estamentales, pero también podía manifestarse a través de redes aristocráticas