Álvaro Obregón. Jorge F. HernándezЧитать онлайн книгу.
muros de distintos edificios públicos para que plasmaran su propia visión de la historia y la cultura nacional, dando pie al nacimiento del muralismo mexicano. En ese mismo año, Vasconcelos viajó a Sudamérica para asistir a las fiestas del Centenario de la independencia de Brasil.
Para Vasconcelos era fundamental que la gente se acercara a otras manifestaciones del arte y la cultura a través de los espectáculos y, por lo cual, desde la Secretaría de Educación Pública se organizaron conciertos sinfónicos los domingos por la mañana, primero en los teatros, y poco después al aire libre.
“Llevé a uno de estos conciertos a Obregón —escribió Vasconcelos— que tenía bastante sentido de la cultura para soportarlos. Le gustaban, sin embargo, más los festivales al aire libre. Por el momento, a mí también, porque ellos eran creación y germen para el desarrollo de muchas artes nacionales, del traje, la danza y el canto. Sacar el espectáculo al sol era una de mis preocupaciones”.
En una ocasión, se presentó Electra en uno de los teatros de la capital a la cual asistió Vasconcelos; terminada la obra le pidió a la empresa que ofreciera la misma puesta en escena en el viejo Hemiciclo de Chapultepec, al aire libre. El artista Roberto Montenegro improvisó un escenario griego y la representación fue un éxito.
Siguiendo el ejemplo puesto por Vasconcelos durante su gestión como secretario de Educación Pública, en los siguientes años se construyeron teatros al aire libre, como el de San Juan Teotihuacan (1925), al cual fue el presidente Calles no pocas veces; el teatro al aire libre de la colonia Hipódromo-Condesa (1928), obra de los arquitectos Leonardo Noriega y Francisco Xavier Stavoli, estilo art-déco y que fue bautizado con el nombre de Charles Lindbergh, luego de que el famoso piloto que hizo el primer vuelo trasatlántico de Nueva York a París en 1927 sin escalas, viniera de visita a México. Otro teatro al aire libre fue el de Balbuena construido en 1929 al igual que la carpa itinerante “Morelos”, erigida a instancias del gobierno del Distrito Federal para llevar espectáculos a distintos puntos de la ciudad.
Algunos intelectuales, escritores y artistas, decidieron también presentar una alternativa cultural al teatro de revista. En enero de 1928 comenzó la primera temporada del Teatro Ulises, en un improvisado local de la calle de Mesones, donde se montaron obras inéditas y de autores hasta ese momento desconocidos, traducidas por intelectuales de la talla de Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Antonieta Rivas Mercado, entre otros. Fue la misma Antonieta, la que impulsó, un año después, junto con Carlos Chávez, la creación de la Orquesta Sinfónica de México, que inició su temporada de conciertos en el Teatro Esperanza Iris.
Al finalizar la década de 1920, el Atlas General del Distrito Federal señalaba como principales centros de espectáculos de la Ciudad de México, “el Teatro Principal, en la calle de Bolívar; Teatro Iris, en la calle de Donceles; Teatro Fábregas, en la calle de Donceles; Teatro Ideal en la calle de Dolores; Teatro Lírico, en la calle República de Cuba; Teatro Politeama, entre la Plaza de las Vizcaínas y San Miguel; Teatro de la Comedia (antes Hidalgo) en la calle de Regina; Teatro Regis, en la avenida Juárez”.
EL FIN DE LA UTOPÍA
La situación política hacia finales de 1923 puso fin a la cruzada educativa de José Vasconcelos. Con la sucesión presidencial en ciernes, a fines de 1923, Adolfo de la Huerta renunció a la Secretaría de Hacienda para lanzarse a competir por la silla presidencial. Obregón le cerró el paso. Tenía ya designado al sucesor: Plutarco Elías Calles. Don Adolfo se opuso a la imposición y se levantó en armas. Para hacer frente a la rebelión, y buscando tener el reconocimiento de Estados Unidos, el gobierno obregonista firmó los Tratados de Bucareli que favorecían a las compañías petroleras establecidas en México.
Con el apoyo gringo, el presidente, que no permitía desafíos militares, encabezó personalmente la campaña contra los rebeldes y para mayo de 1924 regresó victorioso a la Ciudad de México. Entre 1920 y 1924, la vieja guardia de la revolución desapareció a manos del obregonismo. Fueron víctimas de la traición, del asesinato o del paredón de fusilamiento durante la revolución delahuertista.
A principios de 1924, Vasconcelos presentó su renuncia al no esclarecerse el asesinato de Field Jurado, senador que criticó la firma de los Tratados de Bucareli, pero el presidente Obregón la rechazó. Vasconcelos permaneció unos meses más al frente de la secretaría y alcanzó a ver concluida la gran obra material del régimen: el Estadio Nacional.
Pero el fin de su gestión sólo era cuestión de tiempo: en julio renunció definitivamente y presentó su candidatura al gobierno de Oaxaca, la cual perdió ante el candidato oficial. Dada la situación política del país, Vasconcelos decidió retirarse a la vida privada. Por entonces comenzó a circular su revista La antorcha, en su primera época; posteriormente salió del país y durante varios años recorrió Europa y se estableció en Estados Unidos.
La luz de personajes como Vasconcelos, Adolfo de la Huerta, Manuel Gómez Morín, Antonio Caso —ocupando cargos en diversos niveles de su administración— se apagó por completo.
En 1924, Obregón depositó la banda presidencial en manos de Calles y regresó a su hacienda en Sonora para dedicarse otra vez a los negocios particulares. Era un hombre visiblemente viejo a los cuarenta y cuatro años. Había aumentado de peso considerablemente y su carácter se endureció aunque por momentos se le podía escuchar alguna frase graciosa. “Tengo tan buena vista —solía comentar— que desde aquí vigilo la silla presidencial”. Todos lo sabían, incluso Calles: su mirada estaba puesta en la reelección —su fuente de la eterna juventud.
Desde su tierra natal, Obregón movió los hilos de la política para impulsar la reforma constitucional que le permitiera regresar a la presidencia para el periodo 1928-1932. Aparentemente había sonorenses para rato. Sin mucho problema el congreso “le dio tormento a la Constitución” y reformó el Artículo 83. Obregón lanzó por segunda vez su candidatura a la presidencia.
El camino hacia la reelección fue construido con sangre. Con la de sus opositores —Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez— y con la suya. Aún así, antes de la primera y única derrota de su vida —frente a la muerte—, Obregón desafió a su destino en dos ocasiones más. En octubre de 1927, en Chapultepec fue víctima de un atentado dinamitero del cual salió ileso. Su fallido victimario no corrió con la misma suerte: al día siguiente, Luis Segura Vilchis y el padre José Agustín Pro —supuesto cómplice— fueron pasados por las armas. Días después, en Orizaba se verificó un nuevo atentado sin consecuencias para el general.
Cansada del pretencioso general, la muerte lo saludó en el restaurante La Bombilla de San Ángel. Un retrato de su rostro y una pistola en manos de José León Toral cegaron su futuro a los cuarenta y ocho años de edad. No podía ser de otra forma: la reelección le costó la vida. La lucha por la no reelección había costado 1 millón.
“De todos los personajes de la revolución —escribió Ramón Puente— Obregón es el más dramático, quizás el más complicado en psicología por la variedad de matices y por la rapidez con que se improvisa militar y político. Militar de prudencia combinada con osadía y político de entusiasmo renovador, amalgamado a una frialdad impresionante de hielo. Sobre él es prematuro todo juicio con pretensiones definitivas”.
Años después, cuando se habían apagado las pasiones para dar paso a los recuerdos. José Vasconcelos desempolvó su memoria y en su obra Breve Historia de México, reconoció lo que habían sido para la educación aquellos años obregonistas:
“En educación pública, bajo un programa nacionalista y libre de odios religiosos, se emplearon por primera vez hasta cincuenta millones de pesos al año, que sí constituyen excepción en nuestro pobre país, porque siempre se gasta el setenta por ciento de sus rentas en soldados que nunca han sabido defenderle el territorio. Las escuelas de la época de Obregón, el Ministerio de Educación, que entonces se creara, son el orgullo de aquella administración y también del movimiento revolucionario entero, que no tiene obra constructiva comparable”.